martes, 8 de diciembre de 2009

Perdiendo todo el tiempo que haya que perder


Como este ha sido un largo puente casero con mucha lluvia y ajetreo infantil de por medio, servidor ha podido apurar algunas lecturas aprovechando la noche hasta las tantas, de las cuales, y fiel a mi propósito de reseñar sólo lo verdaderamente reseñable para así poder recordarles más tarde, tengo que destacar el último dietario de Miguel Sanchez-Ostiz, el cual, y en mi caso, viene a ser uno de esos que se llaman escritores fetiches, por no decir maestro a secas con todo lo que tiene eso de pomposidad y afectación a raudales, pero en todo caso una de las razones por las que la literatura puede tener algún sentido. Pero el caso es que así es, prácticamente desde que con dieci muy pocos me compré su novela Las Pirañas en la antigua Linacero de Vitoria. El por qué no me acuerdo, supongo que las líneas de la contraportada me animaron a ello y desde entonces no hay novela, poemario, libro de viajes, ensayo o diario que lleve su firma que no me lo haya agenciado con verdadera devoción y, sobre todo, con la convicción de que, sea lo que sea de lo que escriba o el por qué lo haga, no me va a defraudar, lo cual ya es mucho decir tratándose de libros y en especial del tiempo que se pierde metiendo las narices en textos que no valen ni de lejos la dedicación que podría darle uno a una pinta de cerveza o a cascarse una paja, por ejemplo. En cualquier caso, Sánchez-Ostiz aporta la originalidad de estilo y mundo literario que requiere un texto para que no sea lo que suele ser la mayor parte de lo que se edita y, sobre todo, se propociona, esto es, pura farfulla para rellenar páginas, hacer caja y poco más. Puede gustarte o no el tema que trata o el modo como lo aborda, incluso puedes fruncir el ceño ante alguna de sus opiniones de la misma manera y frecuencia con la que aplaudes y hasta agradeces otras, puedes parar en seco ante alguna de sus páginas y pensar que están de sobra por redundantes, otras por contradictorias con lo dicho anteriormente en el mismo texto u otros. No importa, puede que hasta sea sintomático de lo que realmente buscas en un escritor: una voz. Y una voz tiene lo que todas, aciertos, excesos, vitriolo, lírica, imposturas o denuncia de éstas y otras cosas. En fin, como la voz de las personas que nos rodean y de las que sólo nos quedamos con las que nos gustan, nos reconfortan, hacia las que sentimos cariño sin preguntarnos por qué y nos hacen sentirnos mejor en la medida que ya no nos sabemos tan solos, puede que hasta queridos, y todo ello sin que tengamos por qué bailarles el agua o rubricar nuestra firma al final de cada una de sus sentencias; en la vida diaria respondemos a esas voces con afecto, amistad, en la literaria con devoción o fidelidad. Pues sirva este sermón de cuidado a modo de exculpatio, si es que realmente hay que exculparse por algo, que ya digo que no, esto sí que es una pose, por la lectura de un género tan particular como el dietario de un escritor, un género que en esencia sólo es un ejercicio de exhibición impúdica del escritor o personaje en cuestión, de lo que éste quiere exhibir y no más, claro que unos lo hacen con mayor o menor acierto en la medida que en lugar de la exposición pública de su vanidad, su impostura particular, lo procuran hacer con la necesaria humildad, autocrítica y sobre todo sinceridad que requiere la cosa para no dar en hagiografía apestosilla de uno mismo. Es el caso de Sanchez-Ostiz, el cual, sin renegar o esconder la cuota correspondiente de autocomplacencia que inevitablemente contiene cualquier texto que habla de uno mismo, va levantando acta de una pequeña parte, la que le interesa, faltaría más, de su cotidianidad. De ese modo nos regala no sólo el relato de las anécdotas, experiencias, ideas, impresiones, del día a día de su oficio de escritor, sino también el ejemplo de su libertad a la hora de incluir en este dietario el bosquejo de varios libros de viajes, el que hace a Bucarest, Valparaiso y Edimburgo, los cuales, si no dan directamente en libro de viajes al estilo del último dedicado a Bolivia, otra joya en su género, él sabrá por qué. De lo demás, de los más y menos del quehacer literario, los sinsabores y sevicias de la república de las letras y sus contornos, de la brega diaría con el paisaje y el paisanaje, ambos de una cercanía que en mi caso raya lo insoportable, y al llamado País del Bidasoa y alrededores me refiero, y sobre todo de la lleva uno consigo mismo, ahí queda anotado para satisfación del morbo, por llamarlo de alguna manera, de sus lectores, ni más bichos raros que los de otros.

Este en el que vivo es un país de bandos, de cementerios y de iglesias, de confesiones y militancias estrictas, de firmes fatrías y de odios compartidos que dan mucha cohesión al grupo del que se trate, de fortines y de trincheras, de silencios y simulaciones de pura supervivencia, de mucho conmigo o contra mí, y en el que nadie renuncia a estar en posición de la verdad, del secreto y la cifra de las cosas. Se sabe mucho. Demasiado. Y no conviene llevale la contraria al que sabe, al que cree que estuvo allí, en el momento decisivo de la historia, que fue testigo de ésta y conoce su razón. Si no haces voto de obediencia en alguna cofradía, no acertarás jamás. Conviene profesar y hacer los votos de que se trate, ya sea de silencio, ya de obediencia, y nunca hablar más que entre conjurados: es la única manera de tener la fiesta en paz.

Uno de los riesgos de hablar mucho de nosotros mismos, es perder la credibilidad. Y si lo hacemos es justamente por una necesidad de encontrar apoyo, comprensión, lo que es una flor de verdad rara. Hablamos de nosotros mismos por pura mendicidad. Y jamás queremos admitir que en esas andanzas no obtenemos alivio alguno.

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