martes, 16 de junio de 2015

HAZAÑAS



Si preguntas por algo tan equívoco y discutido como las llamadas glorias de España puedes estar seguro de que a la mayoría de la gente le vendrá a la cabeza de inmediato el Cid Campeador, los Almogavares, Cortes, Pizarro y otros conquistadores o circunvaladores terráqueos, los famosos y temidos Tercios, el tullido Blas de Lezo e incluso los sangrientos guerrilleros como El Empecinado. Gloria en España es casi sinónimo de epopeya militar o mera escabechina más o menos cruenta. De hecho, es tal la relación de lo puramente marcial o sanguinolento de la Historia de España con el orgullo patrio que hasta sirve para dividir una vez más a los españoles entre los que no dudan en reivindicarlo a lo Pérez Reverte, esto es, tachando de malos españoles, pusilánimes, acomplejados y otras lindezas, a los que no lo asumen como propio, y aquellos que reniegan del mismo precisamente por el rechazo o el bochorno que les provoca semejante alarde de testosterona patriótica. Ahora bien, si preguntas por otras glorias relacionadas con las artes o las ciencias, el silencio puede que sea sepulcral, como mucho algún español algo leído llegará a citar a Velazquez, Goya, Picasso, Miguel Servet, Ramon y Cajal, Severo Ochoa, etc. Pero, muy instruido o generoso de espíritu tiene que ser ese español para relacionar los nombres de tales eminencias en las artes y en las ciencias con el concepto de glorias patrias. De hecho, parece que en el subconsciente de los españoles existe una incompatibilidad innata entre la percepción de su propio pasado como una sucesión de hechos de armas y de conquista más o menos gloriosos y la contingencia de que, ya sea por tamaño y medios cuando todavía España era un imperio, también puedan haber acontecido a lo largo de su Historia verdaderas proezas relacionadas en exclusiva con las artes y sobre todo, o muy en especial, con la ciencia. Pesa tanto el "¡que inventen ellos!" unamuniano como la asunción tan sincera como visceral de la mediocridad patria en los campos del saber que entonces se consideraban propios de las grandes potencias del momento, de los países verdaderamente avanzados, como todos los siglos de intolerancia inquisitorial, la persecución y castigo de todo aquel español ilustrado que osara apartarse de la ortodoxia, ya no sólo académica, sino incluso religiosa para la que todo hecho científico era lo más parecido a poner en tela de juicio la palabra de Dios. Como será la cosa que alguna de las figuras más ilustres de la inteligencia hispana, en concreto Marcelino Menéndez Pelayo, hasta llegaba a identificar la proverbial intolerancia española como una de sus más preclaras señas de identidad, cuando no como la principal: “España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio, esa es nuestra grandeza y nuestra unidad… no tenemos otra ”.

Así pues, cómo no maravillarse ante la historia de la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, conocida como Expedición Balmis en referencia al médico español Francisco Javier Balmis. Una historia que no resultaría tan increíble, desde luego que no en otros países de nuestro entorno y por la misma época, si no fuera por ese desconocimiento, cuando no simple desdén, que parece haber existido siempre en España hacia todo aquello que no fuera la épica de las grandes batallas o el descubrimiento de nuevos mundos en exclusiva.

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