He soñado que estaba de vuelta en la capilla del cole adonde nos llevaban los jueves por la tarde para confesar los pecadillos de la semana. A mí, que, aunque me mandaban a estudiar con aquellos frailones que iban muy de modernos, II Concilio Vaticano a tope, y hasta de vasquitos, toda la cosa aquella de la religión me la sudaba y mucho porque en mi casa no eran precisamente practicantes, me gustaba aprovechar el momento para dar rienda suelta a la imaginación cuando entraba en el confesionario -en realidad cualquier momento o lugar suele ser propicio para ello para los que vivimos aquejados del síndrome que nos hace vivir más en las nubes que con los pies en la tierra- y no paraba de soltar una trola tras otra, la mayoría de las veces con el único propósito de escandalizar al cura al otro lado de la celosía.
viernes, 23 de mayo de 2025
PESADILLA ANTES DEL CÓNCLAVE
Otros, todo hay que decirlo, gustaban más de confesarse con los curas que los esperaban apartados en los bancos de la capilla. Y digo que les gustaban porque todos sabíamos de buena tinta que a aquellos curones ya entrados en arrugas y achaques se les iba la mano a la rodilla nada más sentarte a su lado, y de ahí para arriba, o para abajo, eso ya a gusto del cura sobón de turno. De hecho, la mayoría se sentaba a sabiendas de que sería más o menos manoseado mientras confesaba erecciones que no habían tenido viendo a sus hermanas cambiarse de ropa en casa, o con la dependienta de la frutería, pescadería, huevería o lo que fuera, con la que todos en aquellas edades empezábamos a darle gusto al manubrio.
Yo, a decir verdad, era más de entrar al confesionario, tanto por echar la tarde allí para no volver a clase, y también siquiera por mera higiene mental. Eso y, sobre todo, porque la cosa solía ser más rápida: tres pajas cada día durante la semana pensando en las vecinas del portal de al lado, una por cada, y algún que otro juramento cubriendo a Dios de purines cada vez que alguien me metía un gol jugando al futbolín, acaso también algún que otro exabrupto dedicado a mi madre por esa manía suya de ponerme sesos de cordero rebozados para cenar, y para de contar. Todo ello solía salirme al cambio en un par de padrenuestros, el propósito de enmienda de rigor y no me acuerdo ya qué otra monserga.
Sin embargo, en el sueño el compañero que había entrado antes al confesionario no acababa de contar sus pecados, como que estoy seguro de que debía tratarse de Abaurrea, el cual acostumbraba a eternizarse allí dentro contándole al cura la pena de Murcia o vete a saber qué. Eso y que, encima, al salir solía dejarte dentro el aroma de sus pedos; como que sólo había que fijarse el la sonrisa de lado a lado que se dibujaba en su cara para adivinar que ésta no era tanto de felicidad por haber sido absuelto de todos sus pecados, como por el placer que le provocaba saber que a los que íbamos por detrás no nos quedaba otra que disfrutar de los efluvios flatulentos de su trasero.
Entonces oigo que el profe nos ordena ponernos con los curas de los bancos para que no se haga tarde y le toque hacer horas extras en la capilla por nuestra culpa. Para mí es la primera vez que me siento en los bancos y reconozco que siento verdadera aprensión a ponerme al lado de aquellos curas ya jubilados que parecen dedicarse a esos menesteres en exclusiva sin poder borrar de su cara una sonrisa que más que beatífica se me antoja terrorífica. Tal es así que, cuando al final llega mi turno y me siento al lado del cura, enseguida descubro que se trata de un viejales del que todo el mundo cuenta que acostumbra a ir por los pasillos del cole sacándole la lengua a los alumnos que más le llaman la atención sin venir al cuento. Creo que se me cierra el culo de golpe; pero, entonces va el tipo y me pone la mano en la rodilla mientras me pregunta: "¿Tienes de lo que arrepentirte, hijo?" En ese momento pego un brinco para levantarme del banco y dejo al cura plantado con el cuento de que el colega del confesionario acaba de salir justo en ese momento. Así que me meto de cabeza en el cubículo oscuro aquel de las confesiones, más que nada confiando en ponerme a salvo de la mirada, la cual ya solo puedo imaginar libidinosa, del cura que me acaba de poner la mano en la rodillla. Al rato oigo una voz, que evidentemente sólo puede ser cavernosa, desde el otro lado de la celosía
- ¿Tiernes argo que arrepentirrrrte, lieber Mein Sohn?
- Sí, sí, padre, he pecado y mucho. De hecho, llevo toda la semana pelándomela sin parar pensando en las vecinas, la frutera, la pescatera, la churrera del barrio, la Paloma Gómez Borrego...
- Was sagst du zu mir, Sünder? Ich werde auf deinen Schniedel schauen müssen, um zu wissen, wie du ihn hast, um zu sehen, wie sehr du gesündigt hast (¿Qué me dices, pecador? Voy a tener que mirarte la pilila a ver cómo la tienes para saber cuánto has pecado).
- Pero, ¿por qué me habla en alemán? ¿Quién es usted?
Momento en el que derribo de un manotazo la celosía y descubro que el cura que está al otro lado no es otro que Ratzinger, vamos, el anterior papa al argentino, Benedicto no sé cuántos. Con todo, tampoco lo puedo calificar de susto, porque para tal el que he tenido cuando sentía que alguien me ponía la mano el la cabeza y me he despertado de sopetón tras arrearle a mi señora un manotazo en todos los morros. Y eso que todavía no ha empezado el Cónclave...
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