Hablando ayer entre sidras con el amigo Pedro Sáez acerca del extraño y casi también fatal de atractivo de Baroja para varias generaciones de lectores. Algo que resultaría inexplicable dado tanto la tosquedad literaria de Baroja como lo plomizo de la mayor parte de su producción literaria a rebosar de lugares comunes, imposturas de todo tipo y una visión de la vida, y más en concreto del mundo que le rodeaba, como muy de cliché de intelectual de la época. No estoy muy seguro si fui yo, Pedro o los dos a la vez los que convenimos en que buena parte, si no toda, de esa devoción barojiana residía, tanto en el embeleso que provoca la lectura de sus libros de acción o aventuras entre los más jóvenes, como en ese inconformismo aderezado de nihilismo pseudofilosófico -Baroja le dio mucho a Schopenhauer y a Nietzsche como tantos otros escritores del momento e intelectuales poco más que de Café Gijón y para de contar-, esa rebeldía de cachorro de la clase media española más o menos ilustrada en constante conflicto tanto con los suyos como con el resto de sus ya no tan semejantes, que es lo que apunta en libros como El Árbol de la Ciencia, La Busca, Cesar o Nada, Aurora Roja y de verdad que poco más. Por lo que a mí respecta me confieso víctima de ese primer embeleso provocado por la primera lectura de Zalacain el Aventurero, Las Aventuras de Shati Andia, la Dama del Aizogorri, Jaun de Alzate y en general toda su obra dedicada a su tierra vasca. Eran los primeros libros para adultos que un familiar ponía en mis manos, en ellos se hablaba de nuestro entorno más próximo y de nuestras gentes con una visión harto idealizada incluso cuando Baroja trataba de verdaderos canallas, como que siendo vascos acababan por no serlo tanto o siquiera con verdaderos motivos para ello. Ese Baroja de la adolescencia fue precisamente quien más contribuyó a afianzar en el subconsciente la idea esencialmente idealizada, a rebosar de tópicos que luego refrendaban los adultos con su propia visión autocomplaciente y no poco interesada sobre las cosas del país, el País Vasco, claro. Luego vinieron los libros de la juventud tardía, la rebeldía impostada y y ese malestar a cuenta te todo lo que le rodea a uno, que ni acaba de asimilar de buen grado ni sabe por dónde van los tiros, si bien intuye que lo que hay no está bien, no funciona, algo habría que hacer para cambiar semejante estado de las cosas aunque luego Baroja no haga nada, todo lo más tirarse al camino, largas, interminables caminatas que lo eran sobre todo alrededor de sí mismo, puede que como hacemos la mayoría de nosotros, siquiera como estamos condenados a hacerlo a poco que compartamos en alguna media ese desasosiego barojiano que no es tanto descubrir que las cosas no son como nos gustan, como negarnos a aceptar que en el fondo mucho de lo que criticamos nos complace más de lo que estaríamos nunca dispuestos a confesar porque de lo contrario no tendría sentido tanto postureo y daríamos directa y definitivamente en simples cascarrabias con cierta facilidad para hacernos escuchar y poco más, amén de correr el riesgo de ser descubiertos como lo que realmente somos: unos impostores.
Opino que ahí residiría la mayor parte del atractivo barojiano, y quizás también la razón de su sorprendente vigencia como autor, a la cual todo lo más habría que añadir una rápida e instintiva identificación o gusto por un estilo que enseguida reconocemos no poco atrabiliario ni nada, desmañado incluso, esencialmente intuitivo, aproximativo, y acaso por ello también un rasgo más de esa supuesta rebeldía ahora estética o literaria, el escritor cuya obra se sobrepone a sus detractores haciendo precisamente virtud de sus carencias y al que, por si fuera poco, va la posteridad y le concede todo su beneplácito para escarnio de todos aquellos críticos que van cayendo en el olvido o en el hoyo.
Y con todo, por qué no decir lo obvio, Baroja como escritor en un verdadero fiasco, alguien que se traicionó a sí mismo, a su obra más significativa y personal perpetrando una recua de novelas verdaderamente soporíferas, pedantes, vacuas, chapuceras, cuyo verdadero peso, a mi juicio, sólo se sostenía por el prestigio de las primeras antes citadas. Dicho de otro modo, que Baroja escribió demasiado y sobre todo lo que le vino en gana en cada momento sin preocuparle ni la coherencia de su obra ni el dudoso interés que podía tener para los lectores aquello de lo que trataba. Tal es así que muchas de sus novelas menores, de turista o simple observador de lo que acontece en la calle que luego va y lo cuenta, apenas tienen otro atractivo que el nombre del autor que acompaña al título. Y aún así, cuidado con los barojianos confesos y acríticos, como todo devoto de lo que sea dan verdadero miedo.
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