domingo, 12 de julio de 2015

CONFEDERADOS DE AQUÍ AL LADO




Carolina del Sur retira la bandera confederada del Capitolio. La bandera confederada fue izada sobre el domo del Capitolio en 1961 como protesta ante la integración racial. Resulta que la misma gobernadora del estado que dio la orden de arriarla se negó a hacerlo hace unos pocos atrás con el argumento de que dicha bandera simbolizaba las esencias sureñas y bla, bla, bla. Esencias entre las que parece encontrase ese racismo epidérmico de buena parte de la población blanca del sur y que motivó el alzamiento de la susodicha bandera hace cincuenta años en plan reivindicando, entre otras cosas, la esclavitud a la que tanto apego tenían sus antepasados y por la que fueron a la guerra. Ese racismo larvado después de décadas contra la segregación racial que a veces estalla en forma de episodios tan dramáticos y absurdos como la matanza de nueve miembros de una congregación en una iglesia negra de Charleston en manos de un joven de raza blanca, supremacista para más señas.

Y lo ves de lejos y te suena todo a película tipo “Matar a un Ruiseñor” y por el estilo. Que no cambian esos cabrones blancos sureños, lo llevan metido hasta el alma, forma parte de sus más profundas convicciones. Llámalo una seña de identidad, de esas a las que el hombre sencillo se aferra con toda la fuerza de sus dientes para ser alguien, siquiera ya para no verse fuera de la tribu, para no acabar en la trinchera de enfrente, en la equivocada, la de los que tienen todo que perder frente a la mayoría tan encantada de haberse conocido como convencida de los motivos de su supuesta supremacía. 

Todo muy exótico, de película, sí, sí, como que no cuecen habas del mismo pelaje donde está uno. Sin ir más lejos cuando llega el aniversario del asesinato de Miguel Ángel Blanco y ves que la noticia, con su homenaje incluido, no sólo pasa sin pena ni gloria por la mayoría de los medios del “paisito”, sino que incluso parece molestar, sobre todo cuando se recuerda el trasfondo de aquel crimen y que no es otro que el pujo de la izquierda abertzale de entonces de ver un enemigo en todo aquel que no comulgaba con su credo. Un credo teñido además de una más que evidente xenofobia, también epidérmica, también, la cual veía en ese chico de Ermua, localidad maldita donde las haya para cualquier sabiniano de pro, confeso o no, un hijo de gallegos, gente de fueraaaaa, y lo peor de todo, no sólo indiferente a la ley de la tribu de su entorno sino además militante del PP, vamos, todos aquellos que vivimos aquella época y sabemos el percal de los que blandían ikurrinas victoriosas o “arranos beltzas”, bien podemos imaginar al “jarraitxu” de turno comentando a sus colegas en la herriko del pueblo que “ese hijo de puta está pidiendo a gritos que le peguen un tiro en la nuca ”, “¿quién mejor que él para lo del escarmiento?”. Así de crudo porque tal cual lo eran las cosas, siquiera entonces y con una frecuencia e intensidad que a muchos de sus protagonistas parece que se les ha olvidado muy rápido, y de ahí también ese torcer el gesto cuando alguien se lo recuerda. Que no ayuda a la reconciliación, que así no se avanza hacia ningún lado, que ya son ganas de joder la fiesta del ahora sí, ahora vamos por el buen camino, ¿y lo de la ETA?, pelillos a la mar, dejad a los muertos en paz, ¿no veis que incomodáis a sus verdugos y a los que les jalearon? Lo mejor si eso extender una fina tela de silencio y complicidad sobre el pasado no muy distinta que la que se extendió en su momento sobre las víctimas del franquismo y que todavía dura. De hecho los argumentos empiezan a sonar muy parecidos, en especial ese de que remover el pasado es un obstáculo para vivir el presente. Pues eso, qué sociedad más enfermiza la sureña con sus banderas confederadas, su Ku-Klux-Klan nazareno y sus supremacistas blancos pegando tiros durante sus picnics de fin de semana con salsa barbacoa que no falte. La nuestra no, la nuestra siempre es la hostia y en todo.

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