viernes, 18 de octubre de 2024

LA BANDA SONORA DE MIS SUEÑOS

 


    Me pregunto si todos los sueños tienen banda sonora o sólo me lo imagino, si será cosa de todos o sólo mía que escucho música todo el tiempo desde que me levanto por la mañana. Esto viene a colación porque esta noche me he dado cuenta de que cabe la posibilidad de que la música que escuche, en combinación con las circunstancias al uso, condicione mis sueños nocturnos.

De ese modo, no es extraño que en mis sueños empiece escuchando a Rachmaninov y acabe con Shostakovich, si, por ejemplo, y tras haber visto esa semana por enésima vez Doctor Zhivago, me da por recrear el momento justo en el que los dos amantes se reencuentran y resulta que descubro que es mi señora la que me ha estado siguiendo a mí de una punta a otra de la Madre Rusia para convencerme de que vaya a comer ese domingo a casa de su madre. Otro tanto si esa semana sueño que estoy de vuelta a Praga, Viena o Budapest rememorando por enésima vez el gulash de esa noche y la preceptiva e indeterminada cantidad de jarras de la mejor rubia tipo Pilsen que he bebido en mi vida, prácticamente de trago y medio cada una de ellas, con su deliciosa espumita a rebosar como al final de una escena porno de Nacho Vidal, y casi siempre acompañadas por los cantos regionales, o lo que fueran aquellos berridos en cualquiera de las lenguas de Centroeuropa, de los desconocidos a ambos lados de la larga mesa de madera de la cervecería de turno. Entonces no fallan la Séptima de Dvorak, la Quinta de Mahler o las danzas húngaras de Brahms.
Y así con todo, da igual si suenan fados de Amalia soñando con Lisboa, Morente con el Albaycin, Serrat o Silvia Pérez Cruz en Catalunya, Chet Baker mientras decido si arrojo la trompeta, me tiro yo de cabeza en uno de los canales de Ámsterdam o me pinto de negro para hacerme pasar por Coltrane, mucho cantante clásico italiano o gabacho de esos que si no hubieran entonado una nota no habrían conocido hembra ni en sueños, cualquiera de The Who, The Clash, el proyecto musical que sea de Paul Weller, Specials cantando con Anny Winehouse la de “You´re wondering now”, Oasis y así todo por el estilo en plan recordando los viejos tiempos qué éramos jóvenes y rebeldes, o sólo borrachos, no me acuerdo, canciones de Lete, Imanol, Urdangarin o muchas del cancionero tradicional vasco con especial predilección por las del bardo de Urretxu y que canturreo a menudo en la ducha, "gazte gaztetatikan herritik kanporaaa....", incluso ese otro recurrente de un viaje eternamente aplazado a México en el que huyo de una banda de narcotraficantes caracterizado de Pedro Infante vestido de charro mientras canta todo desgarrado:
“Cuando lejos me encuentre de ti
Cuando quieras que yo este contigo
No hallarás un recuerdo de mí
Ni tendrás más amores conmigo
Y te juro, que no volveré
Aunque me haga pedazos la vida
Si una vez con locura te amé
Ya de mi alma estarás despedida
No volveré
..."
Y así todo más o menos todo como consecuencia de ser un romántico empedernido, con especial predelicción por las canciones de resentimiento y así, para qué negarlo. Sueños que de acuerdo con su banda sonora sólo puedo de calificar de agradables porque es la música que me gusta y que oigo a menudo.
Sin embargo, siempre he temido soñar lo que fuera con la música dodecafónica de fondo. Como que siento verdadero pavor hacia todo lo que tenga que ver con el dodecafonismo desde que una vez me llevó a escuchar La Consagración de la Primavera de Stravinsky en el auditorio de Oviedo. Juró que a la salida de aquello tenía la cabeza como si me la hubieran puesto a centrifugar dentro de una lavadora. Como que desde aquella experiencia siempre sentí un ridículo pavor ante la sola mención de nombres como del ruso antes citado, Béla Bartók, Milton Babbitt, Ernst Krenek, Riccardo Malipiero y en especial Schoenberg. De hecho, estaba convencido que no podía haber peor pesadilla que cualquiera que tuviera de música de fondo la de cualquiera de los compositores antes citados. Empero, digo ridículo porque hace tiempo que escuché “Nocturno para cuerdas y arpa” de Schoenberg, así como el concierto para orquesta y violín de Bartók, y confieso que no he podido ser más zoquete o cuanto menos prejuiciado.
De ese modo, confieso que he intentado superar mis prejuicios con música como el reggaetón, el rap, trap, hip-hop y todo tipo de derivados eléctricos o no, e incluso con grupos que me han resultado siempre estomagantes al estilo de Héroes del Silencio y no digamos ya su líder en solitario. Imposible, todo tiene un límite y el mío está en un soplapollas con ínfulas de haber compartido meadero una noche al lado del cantante de The Cure, cantando:
"Entre dos tierras estás
Y no dejas aire que respirar
Entre dos tierras estás
Y no dejas aire que respirar"
O al menos eso es lo que creía hasta esta semana, que al ir a meterme en la cama con el estómago revuelto tras una comida familiar de esas con mucho de todo y todavía más de vino, sabía no sólo que me iba a tocar una noche toledana, sino sobre todo una en la que me podía aparecer en sueños desde el Bunbury de los cojones al Bud Bunny pasando por la mismísima Rosalía. Pues ninguno de los tres, tampoco Leticia Savater berreando la Salchipapa. Eso sí, tuve una noche de espanto con todo tipo de pesadillas; pero, no os lo vais a creer, o sí, yo qué sé y a mí qué me importa, la música que me martirizó durante toda la noche no fue otra que la de las canciones de ese sumamente melifluo e irritante grupo ñoñostiarra llamado la Oreja de Van Gogh, el cual yo jamás escucho ni he escuchado si no ha sido por accidente, como cuando la CIA me metió en Guantánamo acusado de haber saludado a Bin Laden en una calle de lo viejo de Bilbao con un “salam malaikun”. ¿Qué cosa más rara, no? Ni que hubiera pasado algo y yo no me hubiera enterado.

LEIRE


 

   Maiteminduta nago Leirekin -platonikoki diot, jakina- telekate batean lehenengo aldiz ikusi nuenetik oso. Izan ere, Leire dut nire ametsetako neska kuttun eskuraezina, sekula inolako sexu-asmorik gabe, ondo asko eta maiz ere zoriontsurik ezkonduta bainago. Esan nahi dut aldian-aldian nire ametsetan Leirekin hitz aspertuak egin ohi ditudala, beti euskeraz, noski, Leireri euskeraz aditzeak zoratzen nau eta, -ixa-ixa bere begi urdin ederrek bezainbeste- hainbat txorakeriaren kontura. Azken aldiotan ere beti gauza berbera galdetzen nion:

- Hi ez al haiz aspertzen, nazkatzen, La Orejaren abesti gatzgabe eta melengak etengabean kantatu behar izateaz?
- Ni beti eskertuta egongo nauk...
- Baietz ba; baina, hi oso neska jatorra, zintzoa, azkarra bipila haiz, musikan edozein egitasmori aurre egiteko gauza; hortaz, ez al hau atsekabetzen ñoñostiartasun gorenaren ikurra den talde baten ahotsa izatea?
- Ni ezer baino lehen behargin nekagaitza nauk.
- Ondo ba, ulertzen dinat, benetan; baina, ez al dun uste Amaia Monteroren itzalpean bizitzeak ez dinala inolako mesederik egiten, hik gehixeago merezi dunala?
- Nik beti umiltasunez...
Tamalez, edo hobeto esanda zorionez, nire aburuan behintzat, La Orejako ñoñostiar peto-petoek Leire kaleratu omen dute oso mudu zakarrez eta betiere, Amaiak eurekin sekula bueltatuko ez zela hamaika aldiz baietsi eta gero, hau da, San Pedrok Kristori esan baino gehiagotan. Zer dela eta, Leire maitea? Horixe delako, laztana, zu bezalako egiazko artista pusken patua; gainontzekoen edertasuna, zintzotasuna, jatortasuna, bipiltasuna eta abar gorrotatzen dituzten erdipurdikoen biktima izatea.
- Baina, Txemita, hiri hainbeste axola al dik La Orejaren etorkizunak?
- Niri? Baterez. Izan ere, nik ia inoiz ez dut XXI mendean egindako musikarik entzuten.

PATOS, TRITONES Y DOS PEDAZOS DE CABRONES

 


       Esta semana veía en una de esas páginas para el recreo de la nostalgia municipal una foto antigua de la popularmente conocida como La Fuente de los Patos. La foto es de 1962 y hecha, cómo no, por el conocido fotógrafo vitoriano Santiago Arina Albizu, padre de uno de mis más queridos amigos de la infancia a pesar del tiempo, transcurrido sin vernos desde la última vez; dónde pararás A. Así que me decía: "Esta semana la pesadilla va a ser..."


Porque resulta que siendo un mocoso, pero mucho, mi viejo, para hacer tiempo hasta que mi vieja acabara de recoger la primera academia de peluquería que regentaba en Cercas Bajas, solía llevarme a tomar algo hasta el cercano Politena. Empero, mi vieja a veces solía retrasarse, y mi viejo, entiendo que para no sacar más rondas, aprovechaba para dar dar un garbeo por los alrededores de la zona de Aldabe.

Así que todavía recuerdo la primera vez que me acercó hasta la mal llamada Fuente de los Patos, ya que en realidad se trata de gansos u ocas.

- ¿Has visto qué patos más hermosos?

Momento en el que yo debí levantar la cabeza y sentir un verdadero escalofrío de espanto ante la visión de aquellos bichos que mi subconsciente infantil, y por la razón que sea, debió catalogar al instante como monstruosos.

- ¿Qué te pasa? ¿No me dirás que te asustan unos pájaros? Mira que no son de verdad, que son estatuas.

Pues nada, que no había manera de levantar la cabeza para observar de cerca a aquellos pajarracos infernales. La verdad es que el miedo me paralizaba. Y claro, a partir de ese día y siempre que había que esperar a la vieja, el cabrón de mi viejo me llevaba engañado o casi hasta la Fuente de los Patos para, básicamente, echarse unas risas a cuenta del miedica de su hijo.

Pues bien, muchos años después, cuando yo ya era padre del primero de los míos, llevamos a este a ver una obra de teatro, Miren Poppins, en teatrillo privado que el grupo independiente gasteiztarra Ortzai tiene, o tenía, no sé, en la Pinto. La Pintorería, una de las calles gremiales de lo viejo de Vitoria. Y ahí estábamos viendo la versión alavesa de Mari Poppins, "Miren", como que recuerdo que los actores hasta cantaban en mitad de la función la de "En el monte Gorbea" sin venir mucho a cuento, dicha sea la verdad, cuando de repente aparece uno de los actores disfrazado de tritón, o lo que es lo mismo, y esto siempre según la RAE, un anfibio urodelo de unos doce centímetros de longitud, de los cuales algo menos de la mitad corresponde a la cola, que es comprimida como la de la anguila y con una especie de cresta, la cual se prolonga en los machos por encima del lomo. Tiene la piel granujienta, de color pardo con manchas negruzcas en el dorso y rojizas en el vientre.

Pues no veas el susto que se llevó nuestro primogénito en medio de la función. Fue aparecer el bicho de marras en escena y ser incapaz de levantar la cabeza para seguir la obra. De hecho, estuvo con el brazo derecho cubriéndose los ojos hasta que salimos a la calle, por si acaso.

Y cómo son las cosas, y sobre todo qué hijo de mi padre soy, que apenas un par de días más tarde, si es que no fue al día siguiente, paseando junto al quiosco de la Florida, me acuerdo de que una de las fuentes del jardín que lo rodea tenía la estatua de un tritón. ¿Huelga decir quién estuvo martirizando a su retoño cada vez que pasábamos junto a aquella fuente?

Pues eso, no voy a decir que esta semana haya tenido una pesadilla con los falsos patos o el tritón de marras, no, eso ya como que muy pillado por los pelos; pero, la verdad es que he reflexionado mucho sobre la pesadilla que puede subyacer en el dicho popular ese de “De tal palo, tal astilla”. 

domingo, 6 de octubre de 2024

LA SALA DE FIESTAS


 

       Sueño con un episodio de mi infancia al que, por la razón que sea, mi subconsciente suele recurrir a menudo y todavía más en tiempos como los que nos ocupan. La policía, puede que los bomberos, me despierta en mitad de la noche donde vivía de canijo con mis padres y mi hermano, el primero del edificio de la Avenida donde mi padre también tenía la peluquería. Parece ser que han puesto una bomba en el local “de tetas”, así le decíamos, que hay a unos pocos metros de nuestro portal, también a poca distancia de una conocida sala de fiestas que en mis sueños recibe el curioso nombre de Sion y de la que recuerdo que era foco de todo tipo de conflictos con el vecindario.

- ¿Una bomba? ¿Quién ha sido? –pregunta mi madre, puede que mi padre, a los vecinos que han sido desalojados como nosotros y que asisten al desarrollo de los acontecimientos desde la acera, como nosotros también en pijama.
- ¡Buuf, vete a saber!
Pues sí, “buuf”, porque son finales de los setenta y comienzo de los ochenta, es decir, en plenos Años de Plomo en el País Vasco, y, aunque, por lo general, las noticias sobre bombas, tiroteos, incendios y demás salvajadas propias del terrorismo hacen referencia a atentados cometidos por cualquiera de las dos ramas de ETA, milis y polimilis, amén de aquella escisión extra testosterónica de estos últimos llamada Comandos Autónomos Anticapitalistas, tampoco hay que desdeñar la mano igual de criminal de vete a saber qué grupo de la extrema derecha española y muy española de entonces, Guerrilleros de Cristo Rey, Batallón Vasco Español, Triple A y por el estilo, incluso particulares incontrolados, con y sin uniforme, que se tomaban la justicia por su mano.
Yo ya sé que son las tantas de la mañana, que hace frío y estoy en pijama, que las sirenas de los bomberos y la poli hacen un ruido ensordecedor a nuestro alrededor, y que además estamos entorpeciendo el trabajo de los bomberos pisando todo el rato sin querer sus mangueras; pero, resulta que también han desalojado a las tres hermanas del portal de al lado que suelen bajar por las tardes a jugar en nuestra acera. Yo suelo bajar también todas las tardes para dar vueltas en bici a la manzana sin cesar con el único propósito de poder así pasar delante de donde ellas juegan a la comba a ver si hay suerte y la pequeña de las tres, que me tiene robado el corazón hasta el punto de que ya con nueve o diez años me hace fantasear con que sea la madre de mis futuros hijos y eso sin saber todavía lo que es la postura del misionero, se fija en mí de una puñetera vez y deja de cuchichear con sus hermanas a cuenta del vecinito moscón. Sin embargo, tampoco va a ser esta la ocasión de que intercambie la palabra con la primera fémina responsable de mis más tempranas erecciones, dado que es la hermana mayor, como de costumbre, quien se me acerca para dirigirme la suya.
- ¡Qué cojones la ETA! Esto seguro que ha sido cosa del dueño de la Sion esa –me explica la mayor de las vecinas.
- ¿Quién, el alemán?
- Bueno, no sé si alemán, polaco, ruso o de por ahí. Uno que además está metido en una secta o algo por estilo. El caso es que el tipo apareció hace ya unos años, no sé sabe muy bien de dónde, y se metió de ocupa en un pequeño bajo de la calle donde abrió su primer garito sin contar con permisos de ningún tipo. Pues, oye, fue conseguir la licencia de apertura y empezar a acosar a los dueños de las lonjas colindantes para que se las vendieran a él y poder así ampliar su negocio
- ¿Acosar? – pregunto a mi futura cuñada.
- Ya sabes, amenazas más o menos veladas, denuncias falsas en las que él se hacía pasar siempre por la víctima, sabotajes de todo tipo para perjudicar la actividad comercial de sus vecinos, incluso algún que otro incendio fortuito.
- ¡No me jodas!
- Y todo ello, faltaría más, con la complicidad de las autoridades municipales.
- Así que al final la ampliación del Sion…
- Exacto, a cuenta de los locales cuyos dueños no tuvieron más remedio que vender o arruinarse del todo. Así ha levantado el muy cabrón la que es la sala de fiestas más importante de la ciudad, esa en la que todo aquel que no sea de su secta tiene que pagar el doble por la entrada, y eso si te dejan entrar.
- ¿Y qué tiene que ver eso con la bomba del club de tetas que hay al lado?
- ¿Te lo cuento o te lo explico?
- ¡Puto mafioso!
- Mira, ahí lo tienes. Todos aquí acongojados por la explosión y él que apenas puede disimular la sonrisa.
Momento en el que giro la cabeza para ver al susodicho y no puedo evitar proferir un grito de verdadero espanto, uno de esos que hace que mi mujer esté en un tris de caerse de la cama al despertarla del susto.
- ¿Qué pasa, qué pasa?
- No te lo vas a creer, menuda pesadilla.
- Pero qué, por qué gritabas: “¡NO QUIERO SER UN REFUGIADO EL RESTO DE MI VIDA!”
- He soñado con Netanyahu…

LAUTADAKO MAMUA


 

       Gutxienez 200 orrialdetik gorako nobelatxoak idatzi ohi dituen Xabier Montoia gasteiztarrak ozta-ozta 110 erabiltzen ditu ia denok, gainerako gasteiztar gehienok bai behintzat, ezin ezagunago dugun Juan Diaz de Garayo Sacamantecas goitizenekoaren istorioa kontatzearren. Horrenbestez, ezin uka Montoiak Sancamantecasen kontakizuna izugarri txukun, dotore, bere laburtasunean borobil, balekoa, euskaratu egin duenik, ez. Gauzak horrela, Montoiak delako istorio jakin beltz itzelaren kontura (ah ze pena, gure hiri zein garaiko beste serieko hiltzailearekin, Koldo Larrañagarekin, nahastu balu nolabaiteko konparaketa historiko-soziologiko bat edo egite aldera!) narrazio zinez mamitsu, gogoetatsu, literaturaki aberatsago, joriago bat egiteko aukera erabat alperrik galdu egin duelakoan nago, hau da, gaurdaino bere aurreko nobela ia guztietan horren maisuki egin ohi izan duen bezalaxe, alafede. Nagiak ote?

LA CONDICIÓN

 


    - ¿Y toda esta destrucción, todas estas muertes y el dolor que las acompaña, para qué?

- ¿Para lo de siempre?
- ¿Te refieres a lo de arrebatar territorios al vecino para construir a cuenta de éste tu sueño de una patria prometida por un ser superior imaginario, para castigar al otro por no compartir tu mismo credo, para apuntalar el poder de los respectivos gerifaltes entre su gente, siquiera para darle sentido a tu presencia en este mundo enseñoreando a tu tribu sobre el resto de tus semejantes?
- No, aunque para la mayoría de ellos seguro que sí. Me refería a la certeza de que a pesar de todos los años, décadas e incluso siglos que pasen matándose los unos a los otros, por muy fuertes y sobre todo impunes que se crean los opresores frente a sus oprimidos, semejante estado de cosas acabará siendo moral, ética y sobre todo hasta socio-estratégicamente insostenible, ni más ni menos como lo fue la esclavitud, el colonialismo, el III Reich, el socialismo soviético, las dictaduras militares sudamericanas, el Apartheid en Suráfrica, etc., porque no hay injusticia que dure mil años, y más pronto o tarde tendrán que sentarse a negociar un acuerdo de mínimos para poder vivir en paz intentando reparar lo que todavía pueda repararse.
- Tienes razón; pero, ya sabes, es la condición humana.
- En serio, qué harto estoy de que todo lo justifiquéis con la condición esa de los cojones.
- Claro, qué vas a decir tú si eres un perro...


THOMAS BERNHARD SOBRE EL ESCENARIO

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Almuerzo en casa de los Wittgenstein, es una de mis piezas teatrales favoritas de Thomas Bernhard, Y éste, a decir verdad, e incluso recurriendo a uno de los títulos más conocidos del escritor austriaco, uno de mis Maestros Antiguos (a mi juicio, junto con Tala y Extinción, su mejor libro). Todo esto dicho con mucha cautela y también con cierta afectación al uso cuando se trata de escribir sobre uno de los autores que servidor ha leído con verdadera fruición, tanto para no pecar de presuntuoso como para no hacerlo de memo. Con todo, no paro de darle vueltas al asunto, puesto que he caído en la mala tentación de revisitar sobre el papel la obra que vi no hace mucho tiempo representada sobre las tablas del teatro Jovellanos de Gijón.

De Bernhard creo haber escrito en su momento y sin que pueda recordar dónde, y más en concreto a cuenta de la edición castellano de un libro de relatos suyos sobre los premios que le fueron concedidos, y que disfruté de lo lindo porque resultaba una ocasión única para revisitar la mala leche que destila su obra. No podía ser de otra manera tratándose, como ya he señalado, de uno de mis escritores fetiches. Todo letraherido los tiene, autores que una vez nos deslumbraron, que nos hicieron pasar un rato de esos que no cambiarías ni por un macro orgasmo con las diez miel huríes del paraíso según el Corán, autores cuya principal virtud o mero atractivo no es lo que cuentan si no cómo lo cuentan, autores con voz propia. Otra cosa es la relación que el lector mantenga con esa voz, hasta qué punto colma los deseos de ocio y meditación, hasta dónde llega uno a identificarse cómo o por qué.

Pues una de esas voces es la del difunto Thomas Bernhard, escritor austriaco de renombre internacional, enfant terrible, o más bien que jugaba a serlo, para sus pacatos paisanos germanos a fuerza de soltar improperios a diestro y siniestro, enfermo crónico que hizo de lo suyo un género, y, sobre todo, aunque esto ya es una opinión personal, juntaletras que hizo de sus limitaciones como tal un arte. La de Bernhard es una literatura de filias o fobias, o te gusta o lo odias, no hay término medio porque para algo se empeñó él en que no lo hubiera. Puede resultar insoportable a fuerza de estirar hasta la nausea cierta técnica reiterativa, a hacer de sus manías y odios el eje principal de todo lo suyo, a impostar una gravedad que sólo los más ingenuos se la pueden tomar en serio. Él, desde luego, no lo hacía, por eso procuraba siempre desmentir en las entrevistas que le hacían la fama de personaje esquinado con todo y con todos que derivaba de su literatura. De hecho, en dichas entrevistas le gustaba calificarse a sí mismo de autor esencialmente humorístico. Aunque menudo humor, a lo sumo para arrancar sonrisas a lectores tan retorcidos,  tarados o crónicos sin esperanza alguna como aparenta serlo él entre sus las líneas de sus obras.

El caso es que, a pesar de lo mucho de plomizo que hay en los libros de Bernhard, en algunos, en especial los primeros donde el escritor austriaco tenía que epatar al personal y granjearse el aplauso de la crítica por su pretendida originalidad, el resto, a destacar su trilogía autobiográfica, una vez que el artificio y en especial las ganas de poner a prueba la paciencia del lector dan paso a la bilis, el humor corrosivo y también la ternura a raudales, son sencillamente maravillosos. Lo son porque además, una vez leídos, el lector sabe que volverá a ellos antes de morirse porque en las cosas de estos autores se convierten de inmediato en memorables por su manera de decirlas. Por eso y porque en la obra de Bernhard hay mucho de la vida en general y sobre todo una cierta e inevitable empatía cuando presientes que todo eso que te cuenta, e insisto que sobre todo por cómo lo cuenta,  es nada ni nada menos que el estado de ánimo habitual de cualquier persona enfrentada a la realidad con acaso más sensibilidad de lo habitual ante el sufrimiento ajeno y fastidio por el propio.

Así pues, y aprovechando que sus herederos tuvieron a bien editar Mis maestros a partir de un texto que dejó a medio hacer antes de morirse, he vuelto a Bernhard después de haberme alejado de él como de la peste. Sí porque por mucho que pudiera deslumbrarle a uno en su momento como lector, también se trata de una escritura demasiado perniciosa para un escritor o aspirante a tal. Si se te pega puedes acabar intentando emular el estilo retorcido y puramente intuitivo del maestro. Y eso sólo puede ser un error garrafal, casi siempre da en pastiche, en mala copia y para de contar. Por eso mejor abandonarlo en cuanto se tiene la ocasión, eso o salir corriendo, no te vayas a contaminar de sus peores vicios.

El reencuentro como lector, en cambio, ha cumplido una vez más todas las expectativas. Me encontrado a un Bernhard en estado puro, más bronco incluso, acaso con un humor todavía más desatado y sutil dado que no hablamos tanto de su obra literaria al uso, esa en la saca toda la artillería que lo hace tan aditivo para unos como odiado para otros, sino de unas crónicas acerca de su experiencia ante los premios que recibió a lo largo de su vida, del suplicio institucional y mediático al que se siente abocado por culpa de estos, de su desagrado hacia la pompa y la simulación que los rodea, del hastío provocado por las miserias particulares del gremio y sus contornos. En resumen, y tal como era de esperar en Bernhard, un pormenorizado relato de su asco infinito hacia las actitudes de ciertos figurones de la política, la cultura y en ese plan.

Así pues, otro deslumbrante despliegue de mala leche y también mucha  ironía sobre sí mismo y sus circunstancias, esto es, mucho desnudarse o auto desmitificarse como escritor, tan humano como cualquier hijo de vecino. De ahí también que, frente a la impostura de creerse dueño de un halo de respetabilidad o ejemplaridad para otros, tipo a lo André Malraux, Günter Grass, José Saramago,  Darío Fo y demás escritores de púlpito, él reconozca sin tapujos que lo único que le interesaba de los premios era, primero el dinero, luego la trascendencia de los que lo tenían, y sobre todo la posibilidad de poder seguir viviendo de lo suyo, y no precisamente mal. Como que jalona el texto de anécdotas de lo que hacía con el montante de cada premio, y que iban desde pagarse el tratamiento para lo suyo en un lujoso centro médico del Tirol del que luego sacaría una de sus deliciosas novelas-venganza, esas tejidas de coña sin límites y la ternura más descarnada, hasta para comprarse un descapotable con el que tendría un accidente en la antigua Yugoslavia y de ahí mil y una anécdotas.

Lo dicho, una voz que divierte, emociona, irrita, desagrada, pero voz al fin y al cabo. Lo peor es tomártelo en serio, entonces cierra el libro y vámonos. Además, él era primero en no tomarse en serio a sí mismo. Y se nota, vaya que sí se nota y mucho. En Mis premios todo es juego, exageración, cachondeo puro desahogo sobre el papel, total, ya vendrán los soplapollas con las medallas y los discursos envarados con frac delante de los críticos y políticos que hasta entonces acostumbraban a despellejarlo en público por faltón, payaso, mal patriota (enorme su novela Extinción sobre el pequeño nazi que anida en todo austriaco por esa perversión moral que se materializa en la gran mentira austriaca; “Nosotros no fuimos los agresores si no los agredidos, los invadidos. No fuimos los verdugos, sino las víctimas.” ¿Y de dónde era Adolf si no?), mal bicho en suma. Luego también vendrían las comilonas con gente que ni conoce ni aguanta; parte del suplicio del que hablábamos antes. Menos mal que al final, una vez ya con el cheque en la mano, siempre habrá una cervecería cerca donde poder invitar a unas jarras y unas salchichas a los amigos que todavía lo aguanten. Pena de vida, oye, ya se podía haber cuidado un poco.

Claro que también hay otra manera de acercarse a la obra de Bernhard desde un punto de vista exclusivamente literario. La literatura con mayúscula de Bernhard, sus novelas en concreto, pueden llegar a producir tanta fascinación como rechazo, y en el caso de consumirla demasiado de seguido, un inevitable hartazgo. No es para menos, estoy convencido de que todos los recursos típicos de Bernhard, la reiteración tanto de las frases como de los conceptos, los circunloquios sin fin que parecen no llevar a ninguna parte, las exageraciones que a veces rozan lo patético, y en especial las que dejan atisbar más de una canallada por parte del autor, estaban motivados única y exclusivamente por las especiales querencias literarias del autor con Schopenhauer y Montaigne a la cabeza, en realidad cualquier autor que le sirviera de maestro a la hora de dar forma escrita a su mala baba a raudales.

Con todo, reitero que él decía que la suya era ante todo una literatura humorística, y lo hacía a sabiendas de que su interlocutor iba a fruncir el ceño, dado que no es precisamente el tono distendido, alegre incluso, o simplemente ligero, el que caracteriza toda su obra. Bernhard es un autor de tremendidades, de sacar las cosas de quicio, de no dejar piedra sobre piedra, y siempre, siempre, de no parar en mientes ante nada que no contribuya a redondear su particular y muy desquiciada visión de la vida. Un autor al que se le nota que con tal de repartir estopa a diestro y siniestro prefiere llevarse todo por delante, ya sean amistades o simples lealtades, e incluso, o sobre todo, la propia verdad de las cosas. Qué más da si lo verdaderamente importante es el resultado final.

Insisto, una obra a rebosar de mala leche. Empero, ese es, por otra parte, su principal atractivo, porque todo lo demás, exceptuando alguna que otra profunda disquisición acerca del arte y los maestros antiguos, como en la novela homónima, la denuncia reiterada de la hipócrita autocomplacencia de la sociedad austriaca después de la segunda guerra mundial, de su impune complicidad con el nazismo, suena a puro artificio, a querer hacer creer al lector que se encuentra ante un espíritu elevado que luego no lo es tanto y ni siquiera tiene ganas de serlo, a impostar un apego por cierta filosofía al estilo del ya citado Schopenhauer, una dependencia más que dudosa de multitud de afirmaciones categóricas acerca de la literatura, música, pintura, etc., que suenan a eso, a pura impostura, querer dar el pego, jugar a niño malo, ir de bicho raro por la vida cuando lo único que era de verdad era un tocacojones en grado sumo, y todo ello como si eso no fuera bastante a modo de tarjeta de visita.

En todo caso, toda esa impostura, esa inmensa tomadura de pelo que es la obra de Bernhard, bien que tamizada con lo que realmente importa, esto es, con lo que se vislumbra muy por debajo de tanta hipérbole y cuchillada trapera a propios y extraños, la podredumbre moral de una sociedad como la austriaca tan satisfecha de sí misma como culpable de haber apoyado y participado en los crímenes más horrendos que se hayan conocido nunca y encima no estar arrepentida de ello, al menos no del todo. Todo eso junto la puesta en escena de la decadente y presuntuosa burguesía vienesa, la insoportable vacuidad de la provincia y sus gentes, la crítica inmisericorde de la clase política a todos los lados del espectro político, todo eso es lo que nos hace a Bernhard tan atractivo a unos, siempre y cuando no caigamos en la tentación de tomárnoslo demasiado en serio.

Por eso se debería poner sobre aviso al lector que tenga reparos en lidiar con el lado más amargo y retorcido del ser humano. Me refiero, claro está, a todos esos lectores que se decantan por principio y casi que por instinto, siempre a favor de lo bonito, lo positivo, el buen rollo, la belleza de las pequeñas cosas y los buenos sentimientos a granel, la que consume a troche y moche, compulsivamente incluso, Galas, Coelhos, Allendes, Moccias y por el estilo. Pues bien, todo esto y más se podía encontrar en la pieza teatral que vi en el teatro Jovellanos de Gijón, Almuerzo en casa de los Wittgenstein, al igual de lo que podemos encontrar en cualquiera de sus libros antes mencionados.

©Txema Arinas. Berrozti, 23/09/24 – Todos los derechos reservados. 


MENDEMA


 

   - Aditu al dituk aurtengo Arabar Errioxako uztaren nondik norakoak?

- Bai, aurten mahats gutxi, baina kalitate handiagokoa.
- Edo bestela esanda, datorren urteko ardoa inoiz baino garestiagoa.
- Niri bost, oraindio nabilek aurreko urtekoarekin jo eta su, badakik, gainproduzioa dela eta.
- Hi beti hire auzokoen ekonomiaren alde!
- Horixe, bai!

MIL OJOS ESCONDE LA NOCHE


        

     Sí, Juan Manuel de Prada te mira con esa cara de capullo porque sabe que a ti también te saca te quicio con su postureo de repelente niño Vicente, su personaje de escritor decimonónico al que parece sudársela todo por su mundo no el tuyo sino ese otro de las musas eternas que poco o nada tiene que ver con las modas literarias o toda la parafernalia que rodea al negocio editorial con sus estrellitas o tendencias del momento. De Prada te mira así porque sabe que ha escrito un novelón, MIL OJOS ESCONDE LA NOCHE, incluso que ha redoblado su LAS MÁSCARAS DEL HÉROE con la que dejó pasmado a muchos que creían que ya no se podía escribir como él lo hace y levantar pasiones lectoras, vamos, que no estaba ni está muerta la Literatura con mayúsculas que no renuncia a un estilo muy personal y hasta cierto punto "vintage" o así, como a la macha leche, a "epater" ese burgués en el que se han convertido sobre todo las nuevas generaciones de lectores modositos y que fruncen el ceño, cuando no es que ponen cara de verdadero asco, delante de libros que les hablan de nuestra pequeña Historia y además con una sorna tan exquisita y valiente, por lo general porque no entienden eso de la sorna y todavía menos cómo qué es eso de la valentía en unos tiempos donde todo el mundo se ofende porque él prójimo no comparte una visión determinada de la vida que, vaya por Dios, suele coincidir tanto con la suya en exclusiva como con esa otra que conforma lo que hoy llamamos lo políticamente correcto. De la Prada te mira así porque sabe que ha escrito eso que alguno ya ha denominado, con no poca hipérbole, como "una catedral de la Literatura". Una catedral que además sabe a placer prohibido porque, repito, se da directamente de hostias con esa otra en boga en estos tiempos de "buenrrollismo" como principal actitud moral y ética ante la vida, y no digamos ya el cultivo de una falsa y mojigata equidistancia para lo de llegar a todo el mundo procurando molestar lo menos posible a quien está deseando que lo molesten para poder despotricar contra esto o lo otro gracias a esa ventana infinita al mundo que son las redes sociales. Empero, Juan Manuel de Prada te mira como un capullo redomado sobre todo porque sabe que sospechas que su protagonista, Fernando Navales, es un trasunto imposible de él mismo, y encima no te queda otra que reconocerle que has disfrutado de una novedad literaria en lengua castellana como pocas veces desde hace mucho, pero mucho tiempo, y en el especial con el personaje cínico y cabronazo que sostiene estas casi 800 páginas a través de las cuales tu sonrisa retorcida se mantiene constante, a excepción de cuando se torna en verdaderas carcajadas. Y lo mejor de todo, que el sindios de esta contra-epopeya de nuestra Historia más reciente no se ha acabado porque De Prada nos amenaza con otro tocho de semejante tamaño. Y es que puede que sea precisamente eso lo que más irrita de la jeta de Juan Manuel de Prada en la foto que acompaña a estas palabras, que se le nota demasiado el casi impúdico placer que ha sentido escribiendo esta maravilla, cómo ha disfrutado el muy cabrón haciéndolo, como pocas veces consigue hacerlo un escritor con lo que tiene entre manos. Yo diría que hasta el punto de importarle poco o nada el éxito o no de su criatura, de ahí el despropósito de hojas que ha pergeñado una tras otra y siempre a espaldas de lo que parece dictar el sentido común de estos tiempos literarios sin Literatura. Pues lo que decía, qué tío más repelente.



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Jon K. Zamalloa Teodoro, Rosa Eguizabal Leniz eta Beste 

   
 

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