Sabes que tienes un día irascible cuando de vuelta de vacunar a tu canijo, bajando en coche una cuesta de camino a casa, ves de repente a un viejales que se lanza a la carretera sin mirar. De modo que frenas en seco, levantas los brazos indignado y recriminatorio, y entonces ves cómo el interfecto, lejos de mostrarse arrepentido o avergonzado de la que podía haber montado con su imprudencia, él en la fosa y yo en el talego, va y te dedica una sonrisa acompañada del cachondo aleteo de una de sus manos, un gesto que sólo puedes interpretar como una invitación a bajarte del coche para abrirle la cabeza contra el asfalto.
Pero te aguantas, ya sea porque lo de abrir la cabeza a señores mayores está tan mal visto como penado, ya sea por no dar un mal ejemplo a tu hijo pequeño; o más bien para no darle la razón ya que es él quien te anima a hacerlo. En todo caso, el susto te deja tan mal cuerpo que lo que era una plácida mañana nublada de julio, se convierte en un día con los nervios a flor de piel.
Y claro, luego vas al super a hacer la compra del día, y cuando estás en la frutería, en una de esas de sírvete tú mismo, pesa la fruta tú mismo y ponte tú mismo la etiqueta con el precio, porque aquí las empleadas están sólo para reponer y mirar, vas a coger unas vainas y de repente que se te vienen encima unos repollos morados que estaban apilados al lado. Momento que una de las empleadas que ronda por la frutería aprovecha para acercarse a ti con el único fin de reprenderte por tu torpeza, para eso y porque no te has puesto los guantes de plástico que no has visto por ninguna parte para coger las vainas. Y claro, la tipa es tan desabrida, tan displicente, tan hija de la gran puta, que cualquiera diría que lo has hecho a posta para joderle a ella, eso y como si se le hubiera olvidado que yo soy el cliente y ella la frutera que en un mundo normal me debería haber atendido para ponerme las vainas, pesarlas y ponerles el precio, que servidor no puede evitar revolverse para recordarle que de entre las escasas habilidades de uno no se encuentra precisamente manejar la verdura con la suficiente destreza para evitar que se caiga la que aparece apilada al buen tuntún. Por no hablar del hecho de que yo tampoco tengo la culpa de que no haya guantes de plástico para coger la verdura y sí mucha prisa como para esperar a que alguno de los responsables se digne en reponerlos antes de que cierre el local. Eso y sobre todo la poca gracia que me hace que a mi edad me regañe una extraña, que me regañen en general, como si uno fuera un niño chico y no un adulto al que dirigirse como tal, que dónde cojones habrán aprendido algunos dependientes que los clientes somos como críos a los que hay mantener a raya porque de lo contrario vamos por el super poniéndolo todo patas arriba y eso no, eso no se puede permitir. En fin, que no me queda otra que aconsejar a la señorita que se vaya a regañar a su puta madre. Porque que me lo hagan a mí, desde luego, puede desatar una violencia inusitada, volcánica, de salirme humo por las orejas. Porque sí, algunos somos por naturaleza extraordinariamente violentos a la menor de cambio y sólo nos aguantamos haciendo un gigantesco acopio de paciencia porque sabemos que no está bien eso de ir rompiendo cabezas por ahí; pero oye, la genética es la genética, y en mi caso son generaciones acumulando una mala hostia de azada y mallo que para qué.
Y si luego llegas al portal y ves que está recién fregado y tú con las mismas prisas...
*El Grito de Oswaldo Guayasamin
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