Veinte años desde lo de Miguel Ángel Blanco. Aquel día habíamos quedado para ir a Pamplona como todos los años. No sé por qué, ni siquiera en qué estaba entonces, pero como teníamos el día libre me fui con J a pasar el día a Bayona. La ciudad siempre me había gustado y me gusta mucho. Recuerdo que me alucinaba el número de peluquerías que había y lo bien puestas que estaban en comparación con las de este lado de la muga. Sería una especie de defecto profesional sobrevenido, he pasado mis primeros años de mi vida compartiendo piso con una y trabajado codo con codo con mi padre en su academia. Paseamos por Baiona Tippia o Petite Bayonne sin caer en la tentación de convertir un par de cañas o vinos en un poteo en toda regla; había que reservarse para la noche. Comimos unos paninis junto al Adour que nos parecieron deliciosos. Luego ya a la tarde, bajando por Leizaran hacia Iruña, nos enteramos de la noticia: habían encontrado a Miguel Ángel Blanco con varios disparos y todavía no se sabía si viviría. Recuerdo la rabia del momento, los juramentos. También el silencio, no saber qué decir porque hacía tiempo que ya estaba todo dicho. En Pamplona nos estaba esperando el resto de la cuadrilla junto a uno de los arquillos de la Plaza del Castillo. Intercambiamos impresiones sobre lo ocurrido, puede que sólo fueran aspavientos de inmenso fastidio; estábamos demasiado acostumbrados a ese tipo de cosas y allí habíamos ido a divertirnos. De modo que nos entregamos de lleno a la alienación etílica. Luego ya hacia mitad de la noche, o no, no lo recuerdo, corrió la noticia por las calles de la vieja Iruña, la capital sentimental de los vascos, de que Miguel Angel había muerto.De repente el ambiente se tensó, se oían juramentos por todas partes, "hijos de puta", "asesinos". También me acuerdo de haber estado en medio de una tremenda trifulca entre gente que insultaba a otros fuera de sí por lo ocurrido. No lo recuerdo muy bien, lo juro, porque para entonces ya iba con exceso de alcohol en la sangre y me parecía que iba flotando entre la gente. De hecho, y vuelvo a jurar que no me invento nada, no soy capaz de recordar dónde, cómo y qué paso entre el grupo que increpaba al otro, si estaba en medio de los que insultaban a los supuestos radicales que se revolvían contra el resto de la humanidad, o simplemente asistía de testigo a la trifulca. Y tampoco recuerdo si aquel día los supuestos radicales me inspiraron más asco de lo normal o solamente pena, la que deriva de ver cómo el corazón de algunos está podrido hasta la raíz por culpa del fanatismo.
Llegados a este punto hasta podría decir que aquello era como una metáfora de lo que había sido la actitud de la mayoría de la sociedad vasca durante décadas frente al terrorismo: andar borrachos o como si lo estuviéramos, esto es, idos, ensimismados en el pedo de cada cual, entre trincheras, no saber si se está al lado de unos, de los que sabes que tienen la razón de su parte frente al fanatismo, o viendo los toros desde la barrera como durante los encierros con la cabeza en otra cosa. Podría pero no sería cierto, porque yo no he andado nunca así, nunca he tenido dudas.
Y no las he tenido porque nunca fue normal que un crío de menos de diez años creyera que los mismos que habían matado al jefazo de la Michelin de su ciudad, o a ese otro político también paisano, Ustarán, fueran los mismos que hasta entonces había imaginado como los héroes de aquí al lado, los nuestros, los cuales habían cogido las armas para luchar contra Franco al estilo de los argelinos del FLN o los revolucionarios de Sierra Maestra. No era normal, no, que un niño pensara en esas cosas. Y tampoco era normal que un niño se alegrara ya que aquel día iba a haber huelga general porque ETA había matado al ingeniero de Lemoniz, Ryan, que había secuestrado semanas antes, y a las pocas semanas más de lo mismo porque Joseba Arregi había muerto torturado en una comisaría madrileña. No era normal que las noticias de asesinatos fueran el pan nuestro de cada día. Y si no eran los asesinatos era que te sacaban de casa en mitad de la noche porque habían puesto una bomba en el bar de copas de al lado de tu portal y de repente te veías con tu familia toda en pijama saltando sobre las mangueras; se ve, se decía, que alguien no había pagado lo que tenía que pagar, o no sé qué de un chivato de la policía. No era normal que de chico todos los fines de semana hubiera bronca en lo viejo y que tú estuvieras en ellas, según el motivo y el como a un lado de la barricada o viendo el encierro entre maderos y manifestantes a través de los cristales de los bares, y eso si antes no te desalojaban por la fuerza, porrazos y culetazos a discreción, y paseillo de maderos a la salida para descargar sobre tus espaldas la rabia apenas contenida de saberse más fuerzas de ocupación de lo que jamás se atreverían a reconocer, sí, que en muchos casos, por no decir todos, se comportaron como tales. No era normal despertarse una mañana de un salto porque habían volado la fachada de los juzgados de la Avenida, o los relatos morbosos de la gente que había visto restos humanos entre los escombros originados por el etarra al que le había estallado la bomba que llevaba en la mochila caminando por la calle Independencia. No era normal andar a hostias todo el día con el que antes había sido tu amigo e incluso con el que no. No era normal que no se pudiera llevar un lazo azul como protesta por el secuestro de Aldaia y otros según por dónde y delante de quién. No era normal pasarse la vida entre manifestaciones y sobresaltos, que delante de tu clase en la facultad apareciera el coche de un profesor en llamas porque se había significado contra ETA y sus secuaces, que otros se tuvieran que marchar o que... No fue normal lo de Casas, Ordoñez, Jauregi, Mugica, Tomas y Valiente, López de Lacalle, Lluch, Pagazaurtundua, lo de... imposible recordarlos a todos y aquí confieso que me refiero sólo a los más destacados sin olvidar a los cientos de anónimos que componen la lista de más de 900 víctimas en manos de ETA. Como no fue normal lo de Zabalza asesinado como Lasa y Zabala en el cuartel de Intxaurrondo por Galindo y sus secuaces, ni de lo de Brouard también a las órdenes de los supuestos defensores de la ley, o lo de Muguruza. No era normal y menos aun inteligente el ojo por ojo, tampoco lo de lo Yoyes por sus antiguos compañeros. No era normal salir a la calle a suplicar a unos criminales que dejaran de serlo, como no lo fue ningún otro asesinato en manos de una ETA sin cabeza hasta lo de Miguel Ángel Blanco y mucho después, como lo de Buesa y su escolta, apenas veinte minutos después de que mis padres pasaran camino del trabajo delante del coche con la bomba preparada para estallar, como no fue normal lo de los dos policías franceses de Cap Breton. No era normal nada de esto ni muchísimas cosas más, muchas de ellas demasiado personales, para las que aquí no hay ni sitio, ni tiempo, ni ganas.
No es normal que cada uno de nosotros tengamos para contar un sin fin de historias o anécdotas en las que la violencia siempre está presente en cualquiera de sus formas. Como tampoco puede ser normal que los que durante años justificaron y alentaron, incluso ayudaron, a los asesinos, los mismos que se burlaban de las víctimas y que todavía hoy pretenden quitarle gravedad a lo ocurrido aduciendo que más víctimas hubo durante la guerra civil o todos los años en las carreteras, los que tiran de mezquindad por un tubo para referirse a éstas o a los que les plantaron cara a riesgo de que se la partieran o algo mucho peor, todavía se nieguen a aceptar que lo que hicieron estos estuvo mal, que no tuvo ningún sentido, que fue un trágico y criminal despropósito y que no hay lucha que justifique el asesinato vil y cobarde. No ha sido normal, no, todo lo que hemos vivido porque algunos creyeran que para resolver un supuesto contencioso, en realidad para imponer un proyecto político concreto, era imprescindible matar a sus semejantes. No son normales las pejigueras o piruetas dialécticas de algunos para no reconocer lo obvio y seguir parapetados tras sus trincheras.
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