Sueño que recorro de une extremo a otro la playa de Copacabana en Rio de Janeiro. Parece increíble pero sí, no soporto el calor bajo cualquiera de sus formas, todavía menos este húmedo y pegajoso que hace que me sienta como si llevara una mochila llena de cantos rodados a la espalda; pero, allá voy yo con mis sandalias de cuero degastadas, unas anodinas bermudas que he debido comprar en el aeropuerto junto a una hawainana con cacatúas estampadas y, faltaría más, mi gorra de lino beige para proteger la calvorota de este trópico de fuego. Ni que decir que voy sudando a chorros como siempre que he recalado en estas latitudes por debajo del trópico de Cáncer. Lo que no sé es porque voy a paso ligero en lugar de hacer un alto, ponerme en paños menores y darme un baño como hace la mayoría de los que frecuentan la playa. Me digo que no tengo tiempo para ello porque si lo hago llegaré tarde a la cita que me espera en el paseo que se encuentra en el llamado Caminho dos Pescadores al sur del barrio de Leme.
Sin embargo, no puedo evitar fijarme en el paisanaje que me sale al paso durante mi trayecto. Bueno, en realidad no puedo evitar echar un ojo, los dos si eso, a las garotas de todas las tonalidades cutáneas y tallas que me sonríen al pasar delante de ellas. Negras, mulatas, trigueñas e incluso más de una "loira" y hasta una pelirroja como testimonio de la importancia que también ha tenido en este país la emigración del norte de Europa. En cualquier caso, viva el mestizaje y en especial el que les toca a ellas. No había visto tanta belleza femenina junta y sobre todo con tan poca ropa; esos tangas tan mínimos son un verdadero monumento a la pacata hipocresía de un país de catolicones conocido en todo el mundo por la munificencia carnal de las mujeres que pueblan sus playas y, sobre todo, sus "ruas" durante los Carnavales. Está claro que yo jamás habría entrado en esta especie de paraíso con sus huríes tropicales sino hubiera sido en sueños.
Ahora bien, a mis cincuenta y tantos y con las pintas que llevo tampoco puedo evitar sentirme un viejo verde que apenas consigue disimular la lascivia de sus ojos cuando estos se recrean, siquiera por un instante, porque créanme que a pesar del maravilloso espectáculo de la exuberancia femenina y tropical al que asisto todavía procuro disimular mi rijosidad innata todo lo que puedo, en los cuerpos al sol de este paraíso aquí en la tierra. De hecho, soy más que consciente de que las sonrisas que me dedican y alguna que otra insinuación con el dedo índice de más de una garota para que me acerque hasta ellas, no es sino el anticipo de una burla que sólo se pueden permitir aquellos que todavía no han tomado conciencia de la fugacidad de la juventud.
Así y todo, tampoco estoy dispuesto a caer en la tentación del canto de estas sirenas en tanga y, cual un Ulises en bermudas y hawaiana, acelero mi paso para llegar a tiempo hasta mi destino donde me espera mi cita, una escritora a la que admiro tanto por su oficio como por su peculiar y arrebatadora belleza, de una elegancia de años cincuenta con cigarro en mano como si contuviera todo el tiempo del mundo entre una calada y otra, carmín de labios sin recato y suéter enfatizando una feminidad cónica y sobre todo muy de época. Tanto como que empiezo a dudar si la erección que disimulo gracias a la holgura de mis bermudas se debe a la exposición a la exultante juventud de las garotas durante todo el recorrido a lo largo de la playa de Copacabana, o más bien al modo como siento turbarse mi estado de ánimo a medida que me acerco a mi destino. Y eso que no albergo otra intención que no sea saludar a la que considero una de las escritoras que más admiro desde hace media docena de libros. Sin embargo, a qué otra cosa puedo achacar el sofoco que me invade y no digamos ya el miedo a que la revolución a la que van los latidos de mi corazón desemboque en un infarto en toda regla. Creo que me va a dar un soponcio de un momento a otro. Con todo, ya estoy subiendo por el Caminho dos Pescadores y puedo distinguir la silueta de una mujer de edad mediana y a la que presumo una elegancia casi que europea. Ahora sí que me va a dar algo, porque este calor no hay quien los soporte, como que me siento completamente deshidratado. No llego, ya te digo que no. Peor aún, estoy ya delante de ella y cuando le extiendo mi mano para estrechar la suya siento que la su tiene helada, como si tocara a una estatua de broce. ¿Qué coño está pasando?
- ¿Que qué coño está pasando? Que como llevamos tres días con la caldera central estropeada anoche te fuiste a la cama con un pantalón de chándal, un jersey de lana, te envolviste en una manta y luego te echaste el edredon encima -me explica mi legítima.
- Joder, es que dormimos en en octavo y después de haber estado varios días en Vitoria ha sido volver, encontrarnos la casa helada y encima...
- Por cierto. ¿Con quién estabas soñando que le decías en portugués algo así como: "Você está com frio, deixe-me aquecê-la."?
- ¿Yo? Creo que soñaba con algo o alguien que había leido antes de dormirme?
- ¿Qué leías?
- Un libro de Clarice Lispector: "Onde estivestes de noite".
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