lunes, 8 de febrero de 2010

GARBEO POR LA COSTA






El sábado a la mañana, aprovechando el buen tiempo -en Asturías lo hace siempre y cuando no llueva- y también que servidor ha ambientado allí y en el vecino Arneo un paraje de una novelica de género, negro, que está acabando, nos acercamos hasta Salinas, pasado Aviles, una población que se extiende a lo largo de tres playas, Salinas propiamente dicha, El Espartal y San Juan. Se trata no sólo de una de las playas más concurridas de la región, si no también, o sobre todo, de Salinas propiamente dicha, El Espartal y San Juan. Se trata también una de las primeras estaciones balnearias de España, de cuando todavía eso del turismo no se sabía ni que era, de cuando de cuando veranear en el Cantábrico era cosa de las familias más pudientes de una España a la cola del desarrollo europeo de finales del XIX y principios del XX. No obstane, el origen de Salinas como población permanente está estrechamente vinculado a la implantación y actividad de la Real Compañía Asturiana de Minas, actualmente denominada Asturiana de Zinc y así como al Real Club Náutico. De modo que la mayoría de las familias que se instalaron allí pertenecían al grupo de los cuadros medios de la Compañía, muchas de ellas de origen belga que dejaron su impronta en la arquitectura de las casas o palacetes del lugar. Ahora bien, con el paso del tiempo y en especial la generalización del turismo, así como la extensión de la costumbre de las segundas residencias de fin de semana entre las clases medias, los diferentes promotores de la cosa inmobiliaria fueron derribando muchas de las antiguas casas de principios de siglo para levantar mamotretos tipo enjambre de siete, ocho y más piso, así como de toda una colección de chalets de mal gusto entre los que destacan los de autor, esto es, de arquitectos que odian los tejados y que creen que una casa viene a ser en lo básico poner una bloque de cemento sobre otro. En fin, sea como fuere, nos dimos un garbeo a lo largo del paseo marítimo -si bien a una distancia prudencial de la playa para evitar reecontrarme con el pez escorpión que el año pasado atraveso con dos de sus afiladas puas mi hermoso pie izquierdo y me tuvo cojeando una semana entera, amen del espectáculo patético-cómico en el puesto de la Cruz Roja con una tía que casi me chupa el pie para quitarme no sé qué veneno, que yo porque estaba mi señora que si no, que uno no es de piedra...- en una mañana en la que el mar estaba precioso de lo encabritado que estaba y también entre las calles de los alrededores del Club Naútico en las que todavía se pueden apreciar casas de aquella época, tanto las de cubierta de zinc a lo belga como esos palacetes otras de tipo montañes que tanto se estilaban entre las clases medias asturianas de entonces. Se supone que uno de mis personajes vive precisamente en una de esas casas, recuerdo de otra época y refugio de la actual.

Luego enfilamos hacia Arnao, por el famoso tunel de la Playa del Cuerno, donde se encuentra las ruinas de La Casona de Arnao, un palacete construido a finales del siglo XIX como residencia de los altos cargos de la Real Compañía de Arnao, actualmente integrada en Asturiana de Zinc. Durante años estuvo ocupada por la familia Sitges, de evidente origen catalán como tantas otras familias de Asturias relacionadas con la industria. El paso del tiempo y su abandono han deteriorado considerablemente la estructura, dos edificios comunicados por una majestuosa galería. Los propietarios ya han rehabilitado la cubierta. Por fortuna, La Casona se encuentra en la base de la península de Arnao, en la misma zona en la que el Ayuntamiento ha puesto en marcha un ambicioso plan de recuperación del patrimonio histórico industrial con fines turísticos. Palacios aparte, toda la zona es un verdadero museo al aire libre de la primera época industrial de España, tanto en lo referente a la famosa mina de Arnao, llamada popularmente El Pozu Güelu, como al hecho de que los railes y ferrocarriles que todavía se pueden ver son de los primeros que hubo en el estado, amen del tendido eléctrico, las oficinas de la compañía, las casas de los antiguos mineros hoy reconvertidas en humildes y no menos coquetas residencias. Con todo, el estado actual de abandono del castillete y alrededores le daba un aire pelín tétrico al lugar, fantasmagórico incluso, como que hubo un momento que los chavales que estaban jugando al futbol junto a la antigua cantina o lo que fuera, completamente chapada, por supuesto, parecían de otra época, de ultratumba incluso.

Luego nos acercamos hasta Santa Maria del Mar a comer, a un lugar cuyo nombre no quiero mencionarlo para que no acudan en tropel los miles y miles de lectores que no tiene este blog, ya que cominos de cine por cuatro euros, una sopa de marisco deliciosa, un rey a la espalda sobre capa de patatas y cebolla confitada, un pastel de txangurro delicioso, un albariño fresco y sabrosón, unos postres caseros de rechupete. En fin, una gozada que merece ser recordada. Y como colofón una caminata de sobremesa a lo largo del paseo marítimo junto al acantilado, con el viento azotando la cara, kresala azalean, o séase, el salitre sobre la piel, el mar como horizonte, y la convicción de que no hay mejor época para visitar la costa que el invierno.

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