La revista iberoamericana Letralia me publica esta reseñica de "Caracas muerde; crónica de una guerra no declarada" del escritor venezolano Héctor Torres.
A Caracas no se la habita, se la padece. Para atravesarla de punta a punta del reloj es conveniente sumergirse en cualquiera de las recetas del aturdimiento. La idea, después de todo, es padecerla creyendo que se la disfruta. Está, por ejemplo, extraviarse en el soundtrack del iPod a volumen bestial. Está el monte, la pega, el alcohol. Está la temeridad de la ostentación: una Avalanche tan larga como su inseguridad, una BMW poderosa y veloz, una pistolota, una cara de duro dentro de una chaqueta de cuero. O pincharse en las venas las Líneas del Poseso para colmarse de odio. También se puede subir a la acera con todo y carro, tocar corneta con impaciencia, comerse las luces del semáforo o ejercer cualquier modo de irracionalidad que ayude a andar por el filo perpetuo, con el vacío a un costado y la muerte al otro.(“¿Cómo se les llama a los que nacen en Chivacoa?”, en Caracas muerde, de Héctor Torres)
Soy un asiduo de la literatura venezolana, ya sea porque me interesa como todo aquello, sin excepción, que se publica en nuestra lengua (yo no distingo entre literaturas nacionales, para mí la literatura en castellano es un todo), como porque mis vínculos familiares con el país caribeño me predisponen a ello. Por eso confieso que no había leído algo que me pusiera tan al tanto con la realidad contemporánea de Venezuela y además con tanto tino literario, esto es, contado de un modo tan crudo como inspirado, donde el terror se mezclara tanto con el lirismo de la palabra exacta o la imagen perfecta, donde la cruda realidad tuviera tantos visos de realismo, ya no mágico, sino de auténtica pesadilla, desde que leí el gran clásico contemporáneo venezolano, País portátil, de Adriano González León, o las novelas tan divertidas como críticas de Alberto Barrera Tyszka. De hecho, y a riesgo de que me colmen de improperios por la comparanza entre un consagrado y otro que lo está haciendo a pasos agigantados (El amor en tres platos, Equinoccio, 2007; El regalo de Pandora, FBLibros, 2011; la novela La huella del bisonte, Norma, 2007, y Sudaquia, 2012; una colección de crónicas, Caracas muerde, Punto Cero, 2012, y su más reciente obra conformada por 35 crónicas: Objetos no declarados, Punto Cero, 2014), creo que Caracas muerde es un fresco impagable de la Venezuela de nuestros días así como País portátil, de Adriano González León, lo fue a su vez de la Caracas, y por extensión de todo el país, previa a Chávez, esto es, las décadas ominosas de la desigualdad económica y de clase, una desigualdad heredada, si no enquistada, desde los tiempos de la colonia, y todo ello a pesar del gran desarrollo económico que conoció el país gracias al monocultivo petrolero. Un estado de cosas que dio pie a gobiernos de todo tipo siempre a favor de la élite criolla que ya lo era antes de Bolívar, gobiernos democráticos y de milicos salvapatrias, y que tuvo su punto álgido en las políticas neoliberales del socialdemócrata Carlos Andrés Pérez y la corrupción institucionalizada, todo ello para dar paso a un período no mucho mejor de ineficacia gubernamental y carestías de todo tipo por obra y gracia de ese invento de Chávez llamado socialismo del siglo XXI, el cual, dejando a un lado determinados avances sociales e incluso reparaciones sobre los grupos históricamente desfavorecidos, ha fracturado el país por la mitad hasta extremos que hacen imposible una salida inmediata al atolladero en el que se encuentra hoy en día Venezuela por mor de la intransigencia, cuando no verdadera incapacidad, para llegar a acuerdo alguno con el otro en cada lado de la trinchera.
Los relatos de Caracas muerde se tejen con los hilos del miedo o la angustia de sus personajes al vivir sobre un escenario tan inquietante como impredecible.
Con todo, Caracas muerde, de Héctor Torres, nos habla del día a día de los caraqueños no sólo en el atolladero político de su país, sino también, o sobre todo, en una ciudad que ha dado en monstruo que fagocita a sus habitantes. Ya lo era en buena medida en País portátil, si bien como lo eran más o menos la mayoría de las grandes urbes latinoamericanas en las que las altas concentraciones de bolsas de miseria, que toman la forma de favelas o ranchitos, y la indiferencia o improvisación institucional, propician una delincuencia apenas conocida, por su calibre y ferocidad, en otras latitudes. Sin embargo, la Caracas de nuestros días, y por diversas circunstancias relacionadas en buena parte con las estrategias políticas de cada cual, ostenta el poco honroso título de ser la ciudad más peligrosa del mundo. No es cuestión de poner cifras sobre la mesa, me temo que el dato de unos miles más o menos al año en comparación con los anteriores no significa nada para los caraqueños, esto es, los protagonistas de los treinta breves y magníficos relatos que componen el libro. A mi juicio no hay ni un solo relato desechable o de relleno, todos son piezas imprescindibles para componer el puzle sobre ese monstruo llamado Caracas que Héctor Torres levanta magistralmente dando la sensación de que ha paseado su mirada por todos los aspectos posibles, esto es, todos y cada uno de los personajes, ambientes, circunstancias, sensaciones que singularizan a los habitantes de la capital venezolana. Una mirada que va más allá de lo que sería levantar una mera acta de lo que hay, es decir, apenas una crónica periodística de lo que nos encontramos a diario en la prensa o en las conversaciones con caraqueños. Y va más allá porque es una mirada esencialmente literaria que se cuela entre los fríos datos de los crímenes del día anterior para hablarnos de sus víctimas antes de serlo, y por supuesto que también de sus verdugos. De modo que es así, a lo largo de treinta relatos con todas las vidas que los habitan, que se nos presenta esa Caracas inhabitable, la ciudad del miedo, de vivir fingiendo siempre como si estuviera en otra parte, de hacerlo en permanente estado de alerta porque cuando se baja la guardia, como nos cuenta que les ocurre a algunos de sus protagonistas, ocurre siempre el fatal desenlace. Y también por eso mismo, porque una ciudad es sobre todo sus habitantes por muy inhóspita o cruel que ésta sea con ellos, la vida tiende a imponerse a las fatalidades. No siempre triunfa, claro que no; pero el instinto de supervivencia, a veces en conjunción con la mera suerte, a veces lo consigue; que se lo pregunten si no al taxista de uno de los relatos o a Marielba, la chica embarazada que casi se la juega por querer ser una chica normal que cena y toma con unas amigas queriendo escapar por unas horas de un novio sobreprotector como antes lo fueron sus padres.
Y de ese modo, los relatos de Caracas muerde se tejen con los hilos del miedo o la angustia de sus personajes al vivir sobre un escenario tan inquietante como impredecible, cuando también con el hartazgo, acaso un simple e imprevisible ataque de dignidad, que lleva a otro de los protagonistas a jugarse su correspondiente cuota de cómoda coexistencia con el horror diario y arbitrario, la cual reside básicamente en saber agachar la cabeza o mirar hacia otra parte cuando la situación lo requiere, plantándole cara a la autoridad uniformada y siempre abusiva, siempre presta a morder a su modo. Porque Torres no deja títere con cabeza, no carga las tintas sólo sobre la fría y gratuita crueldad de los malandros, sabe muy bien que no sólo son ellos los que hacen de la ciudad el monstruo sin compasión, ni remedio, que es. Así como tampoco demoniza a unos y a otros sin mirar más allá del cuerpo que empuña una pistola, extiende la mano para cobrar una mordida o mira hacia otra parte porque prefiere ser un cobarde vivo que un valiente muerto.
El gran acierto de Héctor Torres es esa mirada que hiela, emociona, indigna o maravilla según toque en cada renglón, en cada momento.
En resumen, Caracas muerde es un recorrido tan vertiginoso como minucioso a lo largo de lo cotidiano de una realidad que te deja sin aliento. Y lo peor de todo, o acaso lo mejor del libro, es que no puedes sospechar ni por un segundo que Héctor Torres ficcione en exceso, o al menos no del todo. No, porque buena parte de lo que cuenta ya lo has leído u oído mil veces antes, en especial a tu parentela y amigos caraqueños, incluso algo has visto con tus propios ojos, de modo que todo suena demasiado cercano y por ello también estremecedor. Pero el gran acierto de Héctor Torres, y en el fondo lo que sigue haciendo de la literatura una herramienta maravillosa para hurgar en el alma humana más allá de la frialdad de las crónicas periodísticas o las cifras estadísticas, es esa mirada a la que me refería antes, esa mirada que hiela, emociona, indigna o maravilla según toque en cada renglón, en cada momento.
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