"Pero, así como todo éxito en la vida esconde un fracaso y todo fracaso camufla un éxito, tal vez sea siempre necesario tener dos manos para escribir un texto que no pretenda ser solo distracción, consuelo o hipnosis. Una es la del que escribe inclinado sobre el manuscrito, proyectando su sombra y dominándolo con su autoridad; la otra es la del tenebroso, la del viudo, la del inconsolable anónimo que, instalado en el manuscrito bajo la página que escribe el primero, la llena, por debajo, con sus propios signos, la salpica con imágenes, encogido debajo del techo, como Miguel Ángel encaramado al alto andamio de tablones, con la pintura goteando en sus ojos y su rostro mientras pintaba personajes extraños en el cielo interior de una capilla."
Mircea Cārtārescu (Bucarest, 1954)
Solenoide (Impedimenta, 2017); traductor/a: Marian Ochoa de Eribe
Por fin, creo que me he tirado un año para acabar Solenoide de Mircea Cartarescu, leyéndolo a trompicones, que me da que es la única manera como se puede leer este mamotreto de casi ochocientas páginas, evitando a toda costa el atracón para poder así digerirlo por concienzuda y pacientemente. Porque se trata de un edificio literario al que hay que subir piso a piso, deteniéndote a disfrutar en cada uno de ellos según el o los inquilinos que lo ocupen, abriendo puertas para cerrarlas al instante porque no todos los pisos son lo habitables que uno esperaría, y sobre todo, insisto, parándose en cada rellano a descansar porque son demasiados escaleras y ya no somos unos chavales, hay edificios que te los subías de chaval de una tacada y ahora no es que no puedas, es que has aprendido a dosificar el esfuerzo. Y así te encuentras ante una obra que contiene muchas novelas, que deslumbra tanto como aburre, páginas de un excelso que ya creías imposibles de encontrar en texto alguno, y otras, muchas, demasiadas, que llenarían los pajares de media Rumanía. Impera un pulso lírico sobre las cosas del día a día, en especial sobre esa decadencia ya casi idiosincrásica de Bucarest y en especial sus alrededores, casi que hasta de muchos de sus habitantes. Y deslumbra la maestría del trazo realista, en especial el relato de las cosas del instituto del prota y las relaciones entre los profes y sus alumnos, también el halo kafkiano que envuelve todo lo relacionado con la casa en forma de barco que adquiere éste, la historia familiar, sus cuitas delante del espejo. Pero, insisto, hay demasiadas hojas de por medio y uno tiene la impresión durante buena parte del libro que el autor llena páginas al buen tuntún, entre una cosa y otra de verdadera sustancia, llevado en exclusiva por su grafomanía, por el pujo de querer sacar a toda costa poesía entre las líneas. Así pues, uno no sabe en realidad si está ante una obra maestra con mucho lastre o ante un ejercicio fallido de aglutinarlo todo a ver qué sale. Empero, merece la pena cuando lo que echas de menos es esa ambición literaria sin límites de los autores de antes. Luego ya, una vez recorrido el edificio de arriba abajo y gozado tanto como sufrido, la verdad es que salir a la calle, dejadlo atrás, cambiar de calle, resulta un verdadero alivio.
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