TÍNTÍN Y EL REGGAETON
La culpa de lo de esta noche la tiene la pintora que hace unos días me dijo que yo estaba hecho un Haddock de tomo y lomo. Así que, como le prometí, he dedicado el fin de semana a pensar qué cojones quería querido decir. Por eso ayer a la tarde, aprovechando los últimos rayos de sol de este veroño maravilloso que estamos disfrutando, salí a pasear por la cubierta del transatlántico que tenemos de terraza mientras le daba los últimos tragos a la botella de hierbas que suelo pimplar los sábados por la tarde con el único fin de poder así hacer más ligera la digestión de la manduca del mediodía: dos tortillas de patatas bien babosicas, tres docenas de anchoillas rebozadas que había comprado por la mañana, un delicioso guacamole casero con nachos de esos por los que mi familia debería estar agradecida de tenerme al timón del barco para los restos. En cualquier, caso, yo dándole vueltas al tema y en esa que me asomo por la borda atraído por el ruido que viene del fondo de la calle. Entonces veo que se acerca un yate de esos que atracan en Puerto Banus y por el estilo con una música reguettonera a todo volumen y la cubierta repleta de peña medio en bolas o entera.
- Tú me dejaste de querer cuando menos lo esperaba
Cuando más te quería
Se te fueron las ganas (toma que toma)
Dale, aire
Toma que toma (vaya, vaya)
Hala, ajá
Me digo que uno de los tres niñatos en traje de baño y gorra beisbolera será el Tangana famoso ese de los cojones. Lo digo aunque no lo conozco y la verdad es que el yate todavía está bastante lejos para distinguir nada.
Quieto, quieto, quieto (hey)
Ese Pucho (hala)
Venga ya, dale
Chipu, chipu
No me lo puedo creer, el yate se ha acercada ya lo suficiente a nuestro barco como para poder reconocer a los tres mamarrachos que bailan sobre la cubierta acompañados de señoritas sin la parte de arriba del bañador. No me lo puedo creer porque, aunque solo me resultan conocidos de la foto que publicaron los medios hace unos días tras el fallo del millonario Premio Planeta de este año, no me cabe la menor duda: es el trío Mola, los tres figuras que estaban tras el pseudónimo de la escritora Carmen Mola y su trilogía superventas.
- ¡HASTA LUEGO, FRACASADO, ENVIDIOSO, MEDIOCRE!
No te jode que encima de chulearse en plan Tanganas de las letras, van y se descojonan de este pobre escritor fracasado, envidioso y mediocre. Ellos y las zorrillas que los acompañan, entre las cuales, y aquí no sé yo si era uno de esos espejismos marítimos a los que estoy acostumbrado por la cosa esa de mi alcoholismo galopante, creo reconocer a la Dolores Redondo o a mis paisanas Eva García Saénz de Urturi y la Toti Martinez de Lezea; también es verdad que alucino de lo buenas que están las tres en pelota picada. Me voy a cagar en todos sus muertos.
- ¡VISIGODOS, CLEPTÓMANOS, ANACOLUTOS, VEGANOS!
A continuación, poseído ya por la furia que me caracteriza en estos casos, arrojo la botella de orujo, ya vacía, y unas cuantas más de la que se acumulan en la terraza como consecuencia de mis paseos vespertinos de otros días. Lo hago con tanta rabia que casi se me cae por la borda la gorra de capitán de la marina mercante y también con tanta fortuna que una de ellas va a parar a la cabeza del tipo que está al timón, creo reconocer en él a Pérez Reverte. Lo he dejado KO. Así que el yate pierde el control y en una de esas comienza a dar vueltas alrededor de sí mismo hasta que voltea para hundirse inexorablemente en las profundidades del océano. Dicho lo cual, solo espero que haya suficiente comida para satisfacer a todos los tiburones que veo que acuden hacia lo que ya solo es un pequeño remolino sobre la superficie del agua; pobretines.
- ¿PERO QUÉ COÑO HAS HECHO, ARTXI? ¿OTRA VEZ ARROJANDO BOTELLAS A LA CALLE, EN SERIO, OTRA VEZ? Cualquier día de estos le vas a dar a un peatón en la cabeza y ya verás la que nos cae.
Entonces veo que aparece en cubierta mi mujer, la cual no consigo reconocer de primeras porque debe haber pasado por la peluquería donde le han cortado el pelo a lo garçon dejándole un ridículo tupe rubio. También me llama la atención que lleve puestos unos pantalones bombachos que nunca antes le había visto.
- ¿Es que tienes que siempre tienes que montarla? ¿Qué va a pensar nuestra invitada?
- ¿Qué invitada?
- Cómo que qué invitada, acaso no te había dicho que venía a cenar Dorleta?
- ¿Qué Dorleta? Conozco varias.
- Dorleta Ortiz de Castafiore... Por cierto, ¿qué vas a poner para cenar?
- No sé, supongo que improvisaré un ajoarriero con el abadejo ahumado que tengo siempre en la nevera...
- Disculpa. Antes de nada, quiero decir, de ponernos a discutir o lo que sea. ¿Serías tan amable de decirme por quién te sueles decantar a la hora de votar o a qué político no puedes ver ni en pintura?
- ¿Pues?
- Pues pa
ra saber más o menos lo que tengo que opinar y así evitamos que se cree una situación desagradable entre nosotros. No quisiera estropear lo nuestro por una tontería como los principios de cada cual.
- ¿Y eso?
- Eso es que procuro ser un individuo de mi época en todo momento y con todo el mundo.
He soñado que dejaba el coche subido a la isleta de una gasolinera, me bajaba y salía corriendo en dirección al desierto. Ya sé que los precios de la gasolina están por las nubes; pero, ¿era para tanto? ¿De qué huía? ¿Acaso del peso irreversiblemente abotargador de lo cotidiano, de las deudas que no tengo, del fantasma del fracaso existencial a la vuelta de cada esquina, de ese otro en el que me he convertido yo mismo? De cualquier manera, como una vez ya despierto procuro buscarle un sentido a lo soñado, enseguida he creído reconocer en la extensa planicie grana que atravesaba al trote el desierto de sal del interior de Túnez que un programa de televisión me trajo a la memoria hace unas semanas. ¿Pero cómo había vuelto a aquel hermoso infierno sobre la tierra? Ahora solo quedaba esperar el espejismo de rigor, el cual, mucho me temo yo, viene a ser ya casi que de pago para turistas y así. Y en efecto, allí estaba, como siempre en lontananza, una visión borrosa que solo pude distinguir con nitidez una vez que conseguía secarme las gotas de sudor que se me colaban entre las lentillas. Esperaba el clásico oasis con sus palmeras datileras o el perfil amurallado de una imponente alcazaba como la de Uarzazat al sur de Marruecos. En realidad cualquier cosa que me recordara parajes del Cielo Protector de Paul Bowles con el que tanto aluciné en su momento; siempre digo que adolescente y gilipollas van irremisiblemente de la mano. Y ya puestos, por qué no imaginarme en chilaba tendido sobre un puff moruno mientras una hermosa joven bereber, la cual habría tenido sin lugar a dudas el rostro y cuerpo de la escritora Leïla Slimani cuyo Le Pays des autres estoy leyendo estos días, y aquí mejor lo dejamos porque FB ya me tiene amenazado con cerrarme la cuenta un año entero a poco que me ponga rijoso.
Pero no, nada que recordara un cuento de las Mil y una noches, una escena todavía más cutre de Rodolfo Valentino en El Jeque, ni siquiera de Tintín en el país del oro negro, ni cualquier otra cosa por el estilo. De repente me encontraba metido de lleno en el espejismo y, para mi sorpresa y no poco disgusto, podía reconocer a la perfección las afueras de mi ciudad a la altura de Gamarra. Lo más curioso de todo, lo que hizo que aquello adquiriera trazas de verdadera pesadilla fue verme vestido de guerrillero de la Guerra de Independencia española con un trabuco entre las manos.
- Aurrera mutilak! ¡Despejemos de gabachos la entrada a Vitoria!
En ese momento me percato de que el tipo vestido con casaca decimonónica y un aparatoso sombrero de ala ancha ribeteado con un ridículo penacho que va a caballo y nos conmina sable en mano a abalanzarnos sobre los soldados de la Grande Armeé que nos apuntan con sus mosquetones desde el otro lado del puente que se levanta sobre el río Zadorra no es otro que el guerrillero Francisco de Longa y Anchia al que reconozco por el retrato que creo haber visto en más de una ocasión en el museo de armas de Vitoria al que me llevaba mi padre todos los años. Entonces descubro que nos encontramos justamente en el lugar que recibe el nombre de Batallaleku, o lo que es lo mismo, “el lugar de la batalla”. Y, como ya podéis imaginar que la gente no le ponía nombres a las cosas por puro capricho, no me cabe duda de que allí se va a armar una buena. Claro que entonces recapacito un rato y llego a la conclusión de que puede que me encuentre en medio de la representación anual de la Batalla de Vitoria, una de esas patochadas carnavalescas que acostumbran a organizar gente que parece querer seguir jugando con los soldaditos de plomo ya de adultos. De hecho, creo reconocer en el oficial francés a caballo apostado al otro lado del Zadorra a Oleg Sokolov, el mayor experto en Napoleón, el cual participó en la recreación de 2016 como el mariscal galo Jourdan. De modo que ya no me caben dudas y decido tirar el trabuco al suelo, el cual, para mi desgracia, se dispara solo al golpear con una piedra y derriba a uno de los gabachos que tengo enfrente. En ese momento veo que el tal Sokolov espolea su caballo y se lanza al galope hacia donde yo me encuentro con el sable en ristre.
Sigo convencido de que se trata de la mascarada que celebran cada año en el aniversario de la famosa batalla los amigos de jugar a soldaditos; pero, acabo de recordar que al tal Sokolov lo detuvieron por descuartizar a su pareja y tirarla al río Moika en San Petersburgo. Así que no me lo pienso dos veces y salgo, otra vez, escopetado por si las moscas; para qué me voy a engañar, dudo mucho que se pueda razonar nada con el ruso; a decir verdad, sospecho que con los rusos en general no se puede razonar y punto.
Ahí empieza la pesadilla en su forma más clásica; persecución alocada a través de los campos de patata y cereal que rodean Vitoria con la esperanza de llegar hasta la zona de Ariñez donde tengo leído que se encontraban las tropas británicas de Wellington, las cuales confió que me protejan de las arremetidas de la furia vengativa del mariscal gabacho. Entonces, ya a la altura de Jundiz, descubro una patrulla de ingleses a los que imploro amparo. Dicho y hecho, los ingleses consiguen espantar al oficial napoleónico con sus bayonetas. Sin embargo, justo cuando creo estar a salvo de los sablazos del ruso, escucho, porque para algo servidor lleva toda la vida estudiando la lengua de Joyce, que me van a desnudar para quedarse con todo lo que lleve encima en la convicción de que debo ser uno de esos vitorianos que han salido tras el tesoro que, según les han hecho llegar rumores, ha dejado a sus espaldas el hermano del pequeño corso tras su huida por peteneras. En ese momento recuerdo las palabras de Wellington sobre sus propios soldados con motivos de la batalla que nos ocupa: "The British soldier is the scum of the earth, enlisted for drink" Así que, como no soy muy de beber con extraños, y menos aun con ingleses, porque uno tiene fondo para la priva pero no tanto, consigo escabullirme de los casacas rojas, cosa fácil porque andan ya con más de una bota de cosechero encima, supongo que arramblaron todo el que pudieron a su paso por Labastida. Como estoy en Jundiz me dirijo hacia Zumeltzu con la intención de llegar al pueblo donde vive mi vieja monte traviesa, por Zonzarreta hasta los caseríos de Eskibel, que para algo me conozco la zona. Ya en casa, derrengado, es decir, consumido por el esfuerzo, incapaz de articular una palabra, pero deseando contarle a mi vieja lo que acabo de vivir antes de dejarme caer sobre el sofá del salón, soporto con toda la impotencia a la que ya estoy acostumbrado, es decir, siempre, la absoluta y habitual desgana con la que la mujer que me trajo al mundo atiende a mis cosas por norma.
- Venga, venga, déjate de batallitas y demás rollos tuyos, y quítate el calzado que mira cómo vienes de barro hasta las rodillas.
El comunicado es el que es, y lo es porque probablemente viniendo de donde viene, de lo que han sido o lo que han defendido durante décadas los que lo subscriben, no podía ser de otra manera. El comunicado se queda corto para la mayoría, la cual, por si alguien todavía tuviera alguna duda, consiste en la suma de todos aquellos que no votan a la izquierda abertzale, los que no lo hicieron nunca y los que dejaron de hacerlo, porque llega demasiado tarde y todavía sin señalar con todas las letras al culpable de la tragedia que nos ocupa por mucha culpa que tuviera también el Estado Español en propiciar que se enquistara el drama con su guerra sucia bajo todas las siglas habidas y por haber, el gatillo fácil de sus funcionarios policiales, el uso sistemático de la tortura y, en general, todo aquello que, por supuesto, nunca reconocerá a pesar de todos los testimonios y evidencias porque afea e incluso cuestiona el relato victorioso sobre lo ocurrido a mayor gloria sí mismo. Corto aunque necesario, imprescindible incluso para poder mirar a la cara a más de uno antes de sentarse a una mesa para discutir o acordar lo que sea. Aunque, no nos vamos a engañar, siempre hay y habrá muchos dispuestos a no darse por satisfechos por principio, a no reconocer nada aunque lo tengan delante de las narices y no pocos también por miedo a perder una baza política. Y luego, claro está, tenemos a Iturgaiz.
CONTRA EL MINIMALISMO
Ya no pasa un día sin que me sienta cada vez más viejuno. Verbigracia, este pasado sábado tocaba cena en un garito nuevo propuesto por una amiga. Pues, oye, antes me encantaba eso de visitar sitios nuevos y probar cosas nuevas; ahora me da pavor. Será como resultado de las últimas experiencias, pocas buenas, las cuales me han llevado a la convicción que todo garito de moda es sinónimo de tomadura de pelo al por mayor, o porque ya he asumido como artículo de fe el precepto viejuno de "más vale lo malo conocido que lo malo por conocer", el caso es que me provoca una pereza tremenda visitar sitios que, en la inmensa mayoría de los casos, casi siempre se me antojan más de lo mismo, quiero decir, de lo que ahora está de moda y que dan lo que se supone que está de moda y poco más, si eso, mucho diseño con pretensiones de originalidad y lo que sea con tal de justificar un precio que en la mayoría de las ocasiones no se ajusta con lo que ponen sobre el plato ni de lejos.
Por si fuera poco, la mayoría de estos garitos de moda parecen estar planteados para jovencitos en exclusiva. Siquiera el de este pasado sábado donde todo eran cuadrillitas de colegas treintañeros o parejitas otro tanto. Dicho de otro modo, gente que se arremolina alrededor de una mesa sin importarle mucho si están cómodos o no porque lo que prima es el roce y cotorrear sin reparar demasiado en lo que les ponen sobre el plato. Así que no falla, cuanto más "juvenil" es un garito más apuran el espacio y reducen el tamaño de las mesas para meter toda la gente que puedan.
Y en esas estábamos las dos parejas que nos reunimos el sábado alrededor de una mesa para cuatro mínima. Una mesa además coja y en mitad de todo como estorbando. Luego ya, se supone que para compensar, platos de tamaño postre y la bandeja justa para poder ponerla en centro. La comida, tal y como he señalado antes, nada que no se pueda encontrar en cualquier otro garito por el estilo, muchos nachos de colores con guacamole, nigiris y tatakis de los cojones y croquetas para alimentar a los siete enanitos sin riesgo de que cojan sobrepeso. En resumen, uno de esos sitios en los que te pasas toda la cena añorando un menú de sidrería.
Pero, lo peor, como ya he apuntado, es el espacio, sobre todo para un tipo de mi estatura y corpulencia tirando a Coloso de Rodas, para qué andarnos con medias tintas, la cual hace que en estos sitios me sienta a ratos como Gulliver a la mesa en las país de los diminutos. Pero lo peor de todo es que estos sitios me obligan a hacer lo que más odio cuando salgo de cena con mis amigos, algo que me resulta especialmente odioso y denigrante, algo que nunca espero que suceda cuando salgo de casa: moderarme con la bebida.
Si, porque cada cual tenemos nuestro drama a cuestas y el mío tiene que ver con aquel restaurante italiano de Oviedo al que me llevo mi carbayona, que no es un insulto, es como se les llama a los de Oviedo, y en el que las mesas eran de esas redondas y también mínimas en plan para intimar con tu pareja. En cualquier caso, una de esas mesas en las que apenas hay espacio para moverse, que no sabes dónde meter las piernas y las tienes que tener dobladas todo el rato, que se te cae todo de encima de la mesa porque servidor es de expresarse mucho con los manos. Y claro, las botellas de vino se van acumulando sobre la mesa, la conversación con tu pareja avanza, lo cual suele ser sinónimo de que no paras de decir chorradas y por lo tanto de gesticular como un loco para enfatizar lo que sueltas. Entonces, tras haber tirado por descuido durante la cena todo tipo de cubiertos, vasos, botellas, trozos de pan y lo que sea que se amontona sobre una mesa tan reducida, que no se puede ser tan efusivo, llega el momento de levantarte y, oye, como estás tan pletórico de amor y taninos, te olvidas de que estás encajonado en un lugar donde todo parece estar dispuesto para que lo tires al primer movimiento, no te das cuenta de que a tus espaldas hay colgada una lámpara que arrancas de cuajo al incorporarte para ponerte la chamarra que cuelga del respaldo de tu silla. Pero lo peor no es el estruendo que provocas al arrancar la lámpara de marras, sino que al hacerlo dejas sin luz a todo el establecimiento. Así que tienes que deslizarte tú y tu pareja entre las mesas prácticamente a oscuras hacia la luz de una vela al fondo del restaurante y en la mano de uno de los camareros al que le sueltas antes de cruzar la puerta de la calle: "No sé qué cojones ha pasado; pero, creo que se ha caído la lámpara que había a mis espaldas nada más levantarme y de repente se ha ido la luz. A ver si lo miráis porque ahí debe haber un cortocircuito y la próxima vez igual hasta se provoca un incendio. Venga pues, todo muy rico, por cierto."
Lo dicho, un trauma que prácticamente me inmoviliza cuando me encuentro en sitios donde me siento como Blancanieves en el comedor de los siete enanitos y que, sobre todo, impide que me entregue al pimple sin conocimiento tal y como es de rigor cuando uno sale de farra con los colegas.
Pues eso, muy harto del minimalismo, mucho.
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