Odio la playa pero me encanta chapotear en el mar como un cachalote. Este verano sólo he podido bañarme dos veces hasta el día de hoy. La primera a principios de julio en una kilométrica playa asturiana al margen de la marabunta turística y de la que, por supuesto, no pienso revelar el nombre. La segunda a finales de julio en Saturraran, tres cuartos de horas dentro del agua a merced de las olas con mi hijo mayor en la que es mi playa de la infancia. El resto del verano me ha sido imposible acercarme a una playa, ya fuera por tema de trabajo o por los nubarrones que no nos abandonan en el norte ni en época estival. De hecho, la tónica de este verano ha consistido en pasar un calor de mil demonios durante las jornadas de trabajo y esperar a que llegara el fin de semana para ver cómo el cielo se cubría de nubes negras, como para no defecar en la progenitora de ciertos meteorólogos.
A decir verdad, me he obsesionado tanto con el tiempo por lo de poder encontrar un día propicio para acercarnos hasta la costa a tomar un baño, que la mayoría de mis pesadillas de las últimas semanas han consistido en que, después de toda una semana de curro con el sol ahí fuera a 35º-40º nos acercábamos a una playa y, mientras mi mujer y hijo pequeño se quedaban en el chiringuito porque decían que estaba nublando, había bandera roja por lo que fuera o simple y llanamente no les apetecía porque era ya la hora del hamaiketako, yo y mi hijo mayor corríamos a tirarnos de cabeza al agua y nada más entrar se ponía a jarrear como nunca. Eso o meter el pie en el agua y pisar una carabela portuguesa de esas que dice mi madre que nos las han mandado desde Lisboa al Cantábrico por lo de los hilillos de Rajoy. Sueños en los que cada vez que me metía en el agua veía a la gente salir del agua corriendo porque decían que habían visto un tiburón blanco dándose un festín de turistas madrileños, había un vertido de chapapote, caía una granizada o un ejercito de surfistas con radiocasetes escupiendo reguetton sobre sus tablas atestaba las aguas. ¿Te puedes creer que en una de esas, nada más meterme en el agua, me encontraba a mi suegra de frente y me veía obligado a huir despavorido hacia el chiringuito para meter la cabeza dentro de una jarra de cerveza a ver si así conseguía pasar desapercibido? En fin, lo dicho, pesadillas por un tubo.
El caso es que no ha habido manera de volver a tomarme un baño en el mar con lo que eso me relaja, me carga las pilas y así, que me puedo pasar una y hasta dos o tres horas dentro del agua a merced de las olas cual un Neptuno de secano, una sirena trans o lo que sea. Pues nada, habrá que esperar a septiembre, porque seguro que hará mejor tiempo que ahora como todos los años y, además, la turistada ya se habrá retirado a sus cuarteles de otoño en los Madriles y por ahí. Eso y que, mira que soy rarito y así, a mí el agua del Cantábrico cuanto más fría mucho mejor, más a tono me pone y menos riesgo de encontrarme sorpresas desagradables dentro del agua, por lo de las carabelas portuguesas y... así.
* Sí, la foto es de un tiburón blanco, no jodamos...
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