Su soberbia que, habiendo reunido en las partes de Flandes una inmensa escuadra,
tripulada de gente armada, no solamente se jactan de destruir del todo nuestros navíos
y dominar el mar anglicano, sino también de invadir nuestro Reino”.
Su soberbia que, habiendo reunido en las partes de Flandes una inmensa escuadra,
tripulada de gente armada, no solamente se jactan de destruir del todo nuestros navíos
y dominar el mar anglicano, sino también de invadir nuestro Reino”.
Viendo el tercer capítulo de la segunda temporada de Black Sails, una magnífica serie que se presenta como una precuela, veinte años antes, de La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson, y que, con los mismos personajes imaginarios del libro y otros reales como la mítica Anne Bonny o el capitán Charles Vane, recrea la Edad de Oro de la piratería en las Antillas, no pude evitar relacionar el tema de la piratería con la noticia sobre la supresión, casi que de broma, de la ley islandesa que permitía asesinar vascos, y que tiene su origen en un oscuro episodio ocurrido en el año 1615, cuando el sheriff de la zona de fiordos al oeste del pequeño país nórdico dio orden de pasar por las armas a una treintena de balleneros guipuzcoanos que habían aparecido en sus dominios tras hundirse su barco. Al parecer, los vecinos de la zona temían que los náufragos fueran en realidad invasores que pretendían robarles la pesca y tras algunas escaramuzas menores, por lo que Ari Magnússon, que así se llamaba el mandamás de la zona, decidió acabar la disputa asesinando a aquellos 32 marineros vascos perdidos a miles de kilómetros de casa.
Explicado tal cual parecería un tremendo error, acaso un arrebato de locura por parte de los islandeses llevados por un miedo ciego e irracional, e incluso, como ya he leído por ahí, una conspiración por parte del tal Magnússon para zanjar a saber qué cuenta pendiente con los marineros vascos. Sin embargo, a poco que tiremos de erudición histórica en seguida descubrimos que no hay motivo para desestimar el miedo de los islandeses a ser atacados por unos marineros vascos, sino más bien todo lo contrario, pues si por algo eran conocidos los vascos en aquella época a lo largo y ancho del Atlántico era precisamente por su fama de piratas.
Se trata de un hecho histórico poco conocido fuera del País Vasco, yo diría que hoy en día incluso no más allá de la zona costera, pero a poco que uno rastree en los libros y documentos de la época que hacen mención a las cosas de la mar, la fama de los marineros vascos como corsarios o piratas aparece por doquier. Evidentemente no se trata de un hecho aislado; ya fuera el “corso” o incluso la piratería tal cual, era una actividad “comercial” del todo corriente en la mayoría de los puertos guipuzcoanos y labortanos con capacidad suficiente para albergar barcos y tripulaciones que en tiempo de guerra se dedicaban a abordar los barcos supuestamente enemigos de la bandera bajo la cual actuaban como corsarios, ya fuera ésta española o francesa; esto es, según de qué lado de la muga, frontera, fueran los vascos en cuestión. Empero, en los tiempos de paz tampoco solían hacer ascos al abordaje bajo la bandera negra. Por si fuera poco, en el caso vasco, tanto el desarrollo de la industria naval como la pericia adquirida por los marineros durante sus largas travesías persiguiendo ballenas y otras presas hasta territorios tan alejados como Terranova o la propia Islandia, a lo que habría que añadir cierta complicidad de las autoridades e inversores locales para los que, de acuerdo con la mentalidad de la época, el corso no dejaba de ser una empresa comercial como cualquier otra, fueron probablemente motivos suficientes para que prosperara dicha actividad hasta el extremo de que muchos de esos piratas y corsarios vascos acabaran convirtiéndose en personajes de leyenda al igual que lo fueron en el Caribe el capitán Kidd, Barbanegra, Drake y demás ralea popularizada por la literatura y el cine esencialmente anglosajones. Me refiero a nombres como Jean Lafitte, Ixtebe Pellot o el famoso Michel Etchegorria, apodado Michel le Basque, un pirata vasco-francés que sembró el terror en las costas del Caribe a mediados del siglo XVII —según cuentan, tenía por costumbre arrancar el corazón de sus víctimas y comérselo cuando aún palpitaban— o Pedro de Larraondo, un mercader bilbaíno reconvertido a corsario, el cual, tras haber sido víctima de los saqueos de los catalanes, decidió hacerse pirata y ser el terror de quienes le habían acosado. La lista en realidad es interminable; de hecho los historiadores como Pierre Rectoran, Philip Gosse, José Antonio Azpiazu y otros nos refieren testimonios como el siguiente: “Según Enrique Otero Lana, entre los siglos XVII y XVIII los vascos fueron hegemónicos en las actividades corsarias, contando el señorío de Vizcaya con 77 buques corsarios. Se tiene noticia de que el pirata Martín de Irízar apresó en tiempos de Carlos V al bucanero francés Jean Florin. Se conocen los nombres de los donostiarras Francisco de Illareta y Pedro Arin, del pasaitarra Miguel de Iturain y también Domingo de Albistur, Juan de Erauso, Juan de Lizarza, Pedro de Mondragón y Antón de Garay, varios de ellos apellidos de cierto lustre en la ciudad, es decir, ejemplo de que no se trataba precisamente de una actividad propia del lumpen de entonces. En el siglo XVIII renace la piratería vasca bajo la forma del corso, con figuras como la del marino de Rentería Vicente Antonio de Icuza y su lugarteniente Joaquín Mendizábal, que obtuvieron la patente de corso en 1765”. Aún más, parece ser que dicha actividad corsaria o pirata de los vascos se dio a ambos lados de la frontera, actuando como corsarios los unos bajo pabellón español y los otros bajo el francés, y como piratas siempre sin distinción. Tal es así que los corsarios de la región vasco-francesa de Lapurdi alcanzaron fama internacional, dando ocasión a que se le haya dado una etimología popular a su nombre (lapur-di: lugar de ladrones).
Una historia apasionante, sí, tanto o más que la ya clásica de los piratas antillanos y que, como decía al principio, no me extrañaría que hubiera sido el verdadero motivo que llevó a los islandeses a querer eliminar de su territorio a unos marineros sobre los que, a pesar de lo pacífico de su actividad pesquera en aquella isla, puede que pendiera también la sospecha de piratería, tal era la fama de los de su “nación”, que decían entonces.
Txema Arinas
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