Hartazgo infinito, de todos y hasta de uno mismo.
Va a haber que desconectarse de todo. Y no porque uno tenga, en su infinita presuntuosidad, la convicción de que la peña está padeciendo una regresión progresiva a lo más negro, primario, del alma humana. No, probablemente siempre ha estado ahí y esa supuesta modernidad era sólo un espejismo.
Blanden banderas por todos los lados, eslóganes de guerra encubierta, una retórica de épocas que creímos definitivamente pretéritas, una dialéctica que decir de barbecho es decir poco, es de puro erial.
Parece que a falta de materia gris son los más tontos del pueblo los que han cogido el relevo y que además compiten por demostrarlo. Todo son discursos de odio al contrario, amenazas de hacerlo todo por las bravas, de castigar sin que tiemble el pulso, de tener los cojones más grandes que nadie. No se escucha ni una sola palabra cuerda llamando al diálogo, al entendimiento entre diferentes. No existe la más mínima voluntad de entenderse, solo de imponerse al contrario.
Es como si la estulticia se hubiera generalizado y además se retroalimentara entre unos y otros. Ejemplo de ello las algaradas de ayer en el País Vasco a la entrada y salida de los mítines de Vox. Odio a raudales, amagos de llegar a las manos, el pujo totalitario de los viejos tiempos contra el que no comparte tu credo. Y de propina más carnaza, más munición en tu contra, sobre todo para ese enemigo, porque él se tiene de tal, haciéndole el juego sucio para que luego saque réditos de tu estulta torpeza al repetir uno tras otro los mismos errores del pasado.
Porque somos incapaces de ver la paja propia en el ojo ajeno, y por eso ni nos damos cuenta, ni estamos dispuestos a aceptar, que las banderas que ahora blanden contra nosotros son muy parecidas a las que blandimos en el pasado contra otros, que somos mucho más parecidos de lo que podemos pensar, que sólo nos diferencian los colores pero poco, muy poco, los valores, que no hay estrategia más equivocada que ponerse a la misma altura del que va a por ti.
Y no, ninguno estamos libres del odio, de caer en la tentación de responder con las mismas armas, de hacer oídos sordos al sentido común cuando nos dice que no hay mayor desprecio que no hacer aprecio, de olvidar o no entender que la mayor resistencia ante los fascistas de cualquier signo o bandera siempre ha sido y es la preeminencia de una actitud moral, un compromiso con los valores que de verdad importan, los que nos hacen de verdad individuos libres y no meros números de un supuesto ejército en la sombra o miembros de una fratría o tribu concreta frente a otras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario