Supongo que habremos sido miles a lo largo y ancho del mundo los que nos hemos tirado a las estanterías de nuestra biblioteca, cuando no a las librerías digitales, porque las otras como que no, al menos no desde donde yo escribo, una España con la mayoría de sus negocios cerrados a cal y canto y millones de ciudadanos confinados en sus casas, que a saber si cuando toque salir a la calle todavía estarán ahí las librerías de antes de la proclamación del estado de alerta, o más bien se las habrá llevado por delante la crisis inminente que se anuncia y que en lo que al gremio librero se refiere amenaza con ser la puntilla definitiva para un sector que hacía ya tiempo que estaba en caída libre. Si lo hemos hecho, habrá sido en gran parte para rescatar lecturas relacionadas con la pandemia que nos ha recluido en nuestras casas mientras fuera peligran nuestros seres queridos y la economía se va al garete. No es poca la literatura sobre el tema; el primer autor conocido que trató el tema de las plagas como cronista de su tiempo, y no como apologista de castigos divinos al estilo del anónimo que relató las diez plagas de Egipto en la Biblia (“Esgrimiré contra vosotros la espada, vengadora de mi alianza; os refugiaréis en vuestras ciudades, y yo mandaré en medio de vosotros la peste, y os entregaré en manos de vuestros enemigos…” en Levítico 26,25), fue sin lugar a dudas Tucídides en un pasaje del Libro II de su Historia de la Guerra del Peloponeso. El historiador griego describe la llegada de la epidemia, que comenzó en Etiopía, atravesó Egipto y Libia y llegó luego al mundo griego, desde un punto de vista que por primera vez se aleja de explicaciones de tipo religioso o fantástico, si es que no es lo mismo, y procura aproximarse a los hechos como lo haría un reportero moderno. La epidemia brotó en la ciudad abarrotada, y Atenas perdió posiblemente un tercio de las personas que se cobijaban tras sus muros.
Jamás se vio en parte algún azote semejante y víctimas tan numerosas; los médicos nada podían hacer, pues de principio desconocían la naturaleza de la enfermedad. Además, fueron los primeros en tener contacto con los pacientes y morían en primer lugar.
No es la primera mención de una epidemia en la literatura clásica; de hecho, la Ilíada de Homero (alrededor del año 700 AC) comienza con una descripción de una plaga que ataca al ejército griego en Troya; pero, al igual que lo que sucedía con el relato de la huida de Egipto de Moisés y los israelitas, ésta es descrita como resultado de la intervención divina, en este caso del dios Apolo que dispara sus flechas sobre los seres vivos:
Terrible fue el choque que surgió del arco de plata.
Primero, fue tras las mulas y los perros que lo rodeaban, luego los soltó
una flecha desgarradora contra los hombres mismos y los golpeó.
Los incendios de cadáveres ardían en todas partes y no dejaban de arder.
El relato de Tucídides, en cambio, y como ya hemos señalado, es el primero que se limita a contar los hechos tal como los ve y a no sacar más conclusiones acerca del origen de la epidemia y sus consecuencias que aquellas que están al alcance de su humana comprensión. Se trataría, por lo tanto, del primero de los cronistas que a lo largo de la historia han dado testimonio de las plagas que han azotado a la humanidad, y entre los que podemos encontrar a autores tan ilustres como el emperador romano Marco Aurelio (121-180) reflexionando en sus Meditaciones sobre la embestida de la viruela que le costó la vida, o el cronista de la que fue la primera pandemia de la que se tienen fuentes escritas, la llamada “peste justiniana”, por el emperador Justiniano que regía entonces el Imperio Romano de Oriente en el siglo VI, en realidad la temible peste bubónica que, partiendo de Etiopía, pasó por Egipto, Jerusalén y Antioquía antes de ensañarse con la capital imperial, donde mató a la cuarta parte de la población. Y así siglos más tarde llegarían los cronistas de la que fue, sin lugar a dudas, la gran pandemia de la historia, la peste negra, la cual se inició en el siglo XIV y se extendió desde la India hasta llegar a Islandia. La catástrofe que según el gran cronista medieval Jean Froissart “mató a un tercio del mundo”, no perdonó ni a reyes ni nobles ni tampoco a escritores o eruditos. Al historiador florentino Giovanni Villani la muerte lo sorprendió a los 68 años, en la mitad de una frase que, justamente, estaba escribiendo sobre la peste. Petrarca perdió a Laura, su amada real o ficticia, y Boccaccio a su amante florentina, Fiametta. Con todo, hablamos de las crónicas más o menos contemporáneas acerca de las plagas que los historiadores, o simples narradores de su época, incluyeron en sus obras como parte de un todo, nunca como tema central de ninguno de sus libros. Y en cualquier caso, seguiremos hablando de cronistas de lo que ven a su alrededor incluso hasta llegar a Samuel Pepys (1633-1703), el cual nos reportará en sus diarios los estragos de la gran epidemia de Londres en 1665-66: “La enfermedad ha entrado en nuestra parroquia esta semana —anotaba el 26 de julio de 1665—; en realidad, se ha metido en todas partes, de modo que empiezo a pensar en poner las cosas en orden, y ruego a Dios me lo permita, tanto en lo que respecta al alma como al cuerpo”.
Lo que viene a continuación son las impresiones que dichas obras han provocado al lector que subscribe estas líneas tras la relectura de dos de ellas, La peste y Ensayo sobre la ceguera, y la lectura por vez primera de Diario del año de la peste.
De ese modo, habría que esperar a que el creador de Robinson Crusoe, Daniel Defoe (1660-1731), escribiera su A Journal of the Plague Year (Diario del año de la peste), 1722, para tener el primer libro de ficción dedicado en su totalidad a la misma plaga de la que Pepys tomó nota en sus diarios como testigo presencial. A decir verdad, tendrá que pasar mucho tiempo, de hecho varios siglos, hasta llegar a la gran obra literaria sobre el tema; me refiero, claro está, a La peste de Albert Camus, 1947. Hasta entonces podremos encontrar referencias a todo tipo de epidemias en las obras de autores como Edgar Allan Poe en su cuento “La máscara de la muerte roja”; la novela fantástica The Last Man (El último hombre), 1826, de Mary Shelley; en uno de los cuentos del argentino Manuel Mujica Lainez de Misteriosa Buenos Aires, y sobre todo en Alejandro Manzoni, el cual cierra su obra máxima, I Promessi Sposi (Los novios), 1827, con una impresionante descripción de la peste bubónica que diezmó Milán en 1630. Sin embargo, llama mucho la atención que la última gran pandemia que golpeó al mundo, la destructiva gripe española de fines de 1918-1920, la cual infectó a quinientos millones de personas y causó entre veinte y cincuenta millones de muertos en dos años, no inspirara a ninguno de los grandes escritores que fueron sus contemporáneos (Hemingway, Dos Passos, Scott Fitzgerald, Mann, Hesse, etc.), si bien aparece de manera lateral en un puñado de novelas y cuentos de Thomas Wolfe, Willa Cather, John O’Hara y Katherine Anne Porter. Kafka tampoco escribió de manera directa sobre ella, si bien fue uno de los infectados. Algo así como si la pandemia de su época hubiera sido poco más que una molesta pesadilla, vivida con mayor o menor intensidad según cada cual, y de la que los autores se habrían olvidado a toda velocidad una vez pasada y sin que supusiera para ellos motivo alguno, no ya sólo de inspiración, sino incluso de reflexión.
Así pues, a mi juicio son tres las novelas que merecen ser tenidas en cuenta para abordar el tema de las plagas, las dos ya citadas, A Journal of the Plague Year de Daniel Defoe y La peste de Albert Camus, y, por último y siquiera sólo por el éxito editorial que supuso en su momento, Ensaio sobre a Cegueira (Ensayo sobre la ceguera) de José Saramago, 1995. Se trata, por otra parte, de tres libros completamente diferentes entre sí en lo que se refiere al modo como abordan el tema de las plagas. De modo que ese, el modo diferente de abordar el tema de las plagas, epidemias, pestes o pestilencias, pandemias o como toque referirse en cada momento, a partir del hecho literario en exclusiva, incluso las razones para hacerlo y los diferentes resultados que obtiene cada uno de los tres citados autores en función de sus pretensiones literarias o no, serán el objeto de comentario, más que de estudio concienzuda y hasta académicamente detallado, que nos ocupará en lo que resta de artículo. Dicho de otro modo, lo que viene a continuación son las impresiones que dichas obras han provocado al lector que subscribe estas líneas tras la relectura de dos de ellas, La peste y Ensayo sobre la ceguera, y la lectura por vez primera de Diario del año de la peste, en plena cuarentena como consecuencia de la pandemia provocada por el infausto Covid-19.
Siquiera por una cuestión meramente cronológica, comienzo con Diario del año de la peste, escrito por Daniel Defoe, el autor del famoso Robinson Crusoe. Se trata de un relato ficticio de las experiencias de un hombre durante el año de 1665, en el que la ciudad de Londres sufrió el azote de la gran plaga. El libro está narrado cronológicamente y carece de capítulos, asemejando un cuaderno de notas que el protagonista de ficción recoge como testigo de la plaga que sucede a su alrededor. Aquí el gran acierto de Defoe es conseguir hacer verosímil su relato como si lo que se cuenta sucediera en tiempo real, a pesar de que los hechos que se cuentan ocurrieran dos años antes y el personaje narrador haya sido inventado ex profeso. Para acentuar la verosimilitud, Defoe aporta cifras y se permite aparecer al margen del relato como un juez que analiza la credibilidad de varios recuentos y anécdotas que aporta el protagonista-narrador. De ese modo, lo que hace al relato de Defoe increíblemente moderno es el uso del narrador en primera persona, un recurso narrativo todavía poco frecuentado dado que en la práctica ese otro omnisciente hace honor a su nombre en casi toda la literatura de la época. El protagonista, un comerciante inglés al que la peste le pilla en su casa londinense por pura casualidad ya que acostumbra a pasar parte de su tiempo viajando, asiste al desastre que acontece a su alrededor con cierta distancia, a veces como un mero testigo que recoge todo tipo de detalles y que sólo en contadas ocasiones llega a implicarse emocionalmente. Se diría que Defoe pretende ajustarse a cierto retrato estereotipado del gentleman inglés de una época donde esa línea casi invisible que separa las clases sociales es todavía tan inquebrantable y corriente que el protagonista parece caminar entre los enfermos y los cadáveres a su alrededor como si fuera a un metro por encima del suelo. De hecho, insisto, son contados los gestos o comentarios de piedad hacia las víctimas, a no ser que nuestro caballero juzgue que se la merecen por motivos muy concretos, y que casi siempre tienen que ver con la supuesta virtud cristiana de éstas a juicio del narrador-protagonista. No podemos olvidar que nos encontramos en pleno siglo XVII, y más en concreto en un país como Inglaterra que arrastra conflictos religiosos de muy atrás y en donde el ejercicio de la supuesta virtud cristiana, y más en concreto calvinista e incluso puritana, es considerada por una clase muy concreta, la de la gentry, integrada por la nobleza de tipo medio y bajo (barones, caballeros…) y los hombres libres (freemen y commoners), terratenientes y comerciantes, como un signo de identidad que los distingue de ese pueblo llano de cuya religiosidad desconfían, o al menos no la consideran tan pura como la suya. De ahí, pues, la mirada incluso fría y distante, cuando no ya directamente censora, del caballero inglés que nos ocupa sobre las víctimas de la peste. Una mirada, aun y todo, no exenta de una piedad, a saber cuánto de impostada o no, la cual, sin embargo, a veces parece servir sobre todo para exaltar las virtudes de los miembros de su propia clase social.
Pero en lo que se refiere a la salud pública, conviene señalar aquí que, viendo la estupidez del populacho que corría hacia la locura detrás de curanderos, charlatanes, brujos y adivinos, el Lord Mayor, un caballero muy sobrio y religioso, designó médicos y cirujanos para aliviar a los pobres —quiero decir a los enfermos pobres—, y en especial ordenó al Colegio de Médicos la publicación de instrucciones acerca de remedios baratos para todas las instancias de la enfermedad.
Leyendo al narrador-protagonista se diría que lo que más le preocupa de las víctimas es el estado de su fe y poco o nada el de su salud.
De hecho, los prejuicios de clase del caballero-narrador, el recelo e incluso desprecio con el que se refiere al pueblo llano, en realidad las principales víctimas de la plaga como suele ser lo habitual, suelen ser siempre en función del juicio, por lo general negativo, que hace sobre la sinceridad o fortaleza de su fe cristiana. De hecho, el narrador no duda en manifestarse inclemente con aquellos que, por lo que fuera, pero que mucho tenía que ver con la desesperación, renegaban o blasfemaban contra la fe cristiana, y hacia los que no muestra ni el más mínimo atisbo de empatía dada su situación.
Durante tres o cuatro días continuaron aquella lastimosa vida, mofándose permanentemente y ridiculizando a todos los que se mostraban serios o piadosos, afectados de alguna manera por el sentido de aquel terrible juicio divino. También se me dijo que insultaban del mismo modo a las personas valerosas que, a pesar del contagio, se reunían en la iglesia para ayunar y suplicarle a Dios que apartara su Mano. Durante tres o cuatro días, repito, continuaron aquella lastimosa vida; no creo que fueran más. Luego uno de ellos, el mismo que le preguntara al pobre hombre por qué había salido de su tumba, fue castigado por el cielo con la peste y murió del modo más deplorable. En una palabra, todos fueron conducidos a la gran fosa a que ya me referí antes de que ésta se viese completamente llena, es decir, en el término de unos quince días. Aquellos hombres se habían hecho culpables de extravagancias tales, que la naturaleza humana debería temblar ante su sola idea en una época de terror general como aquella en la que nos encontrábamos, sobre todo cuando tomaban en broma y blasfemaban contra todo lo que tuviese para el pueblo un sentido religioso, particularmente la piadosa prisa que impulsaba a éste a los lugares de culto público a fin de implorar la misericordia divina en aquellos tiempos de aflicción. La taberna donde se reunían daba frente a la puerta de la iglesia, y en más de una ocasión habían dado libre curso a su profano regocijo de ateos.
Leyendo al narrador-protagonista se diría que lo que más le preocupa de las víctimas es el estado de su fe y poco o nada el de su salud.
Al parecer, varias personas serias, de diversas creencias, los reprendieron al oírlos insultar tan abiertamente a la religión, y supongo que esto, sumado a la violencia de la epidemia, fue lo que terminó por derrotar su insolencia poco tiempo antes. Habían sido incitados por el espíritu de diversión y de ateísmo ante la algazara ocasionada por la llegada del pobre hombre; acaso el demonio mismo los agitó cuando tomé a mi cargo la tarea de reconvenirlos. Y sin embargo empleé toda la calma, la moderación y la urbanidad a mi alcance; por eso me insultaron más, pensando que su enojo me causaba miedo. Después pudieron convencerse de lo contrario.
Así pues, sólo son dignos de su consideración aquellos que se mantienen fieles a la fe cristiana tal y como él la concibe.
En una palabra, quienes eran verdaderamente serios y religiosos se aplicaban, de manera verdaderamente cristiana, a un adecuado trabajo de arrepentimiento y humillación, tal como un cristiano debe hacerlo.
Y de ese modo también la buena consideración que manifiesta, casualmente, hacia aquellos que casualmente considera iguales.
También venía a verme a menudo, y como era tan buen cristiano como médico, su conversación fue para mí, además de un recreo, un gran sostén en lo peor de aquella época terrible.
De ese modo, llega un momento en el que el lector sospecha que la verdadera razón del relato de la plaga no es tanto recrear un episodio histórico concreto como aprovecharse de éste para hacer un alegato religioso contra la impiedad y falta de religiosidad del pueblo llano, lo cual, faltaría, viene a ser también una manera de exaltar la propia.
Los clérigos y predicadores de distintas clases serios e inteligentes —hay que hacerles justicia— se pronunciaron contra estas y otras prácticas malvadas, exponiendo al mismo tiempo su tontería y su perversidad, y la gente más cuerda y sensata las despreció y aborreció. Pero resultó imposible iluminar a la gente ordinaria y a la clase laboriosa y pobre: su pasión predominante era el miedo, y despilfarraban con desaprensión el dinero en esas extravagancias. En especial la servidumbre, que constituía la clientela principal de los charlatanes. Después de la primera averiguación sobre si “¿Habrá epidemia?”, sus preguntas decían casi siempre: “¡Oh, señor! ¡Por el amor de Dios! ¿Qué será de mí?”, “¿Mi ama me conservará a su servicio, o me despedirá?”, “¿Se quedará aquí o se irá al campo?”, “¿Y si se va al campo, me llevará con ella o me abandonará para que muera de hambre y me pierda?”.
A decir verdad, este Diario del año de la peste parece una recopilación de anécdotas magistralmente detalladas, e incluso dramatizadas, que el autor debió obtener en su momento en boca de los testigos de la verdadera plaga ocurrida dos años antes, anécdotas que nunca podremos saber si se limita a transcribir o sobre las que carga las tintas al objeto de arrimar el ascua a su sardina, o lo que es lo mismo, de aprovechar los acontecimientos para hacer una interpretación sobre ellos acorde a sus prejuicios religiosos, o puede que sólo de clase.
Todo sentimiento de compasión se desvanecía. El instinto de conservación parecía, en verdad, la ley primera. Algunos niños abandonaban a sus padres, que languidecían en la mayor aflicción. En otros sitios, aunque con menos frecuencia, los padres se comportaban de igual modo con sus hijos. Ejemplos terribles pudieron verse, particularmente dos en una misma semana: madres insensatas y delirantes que mataron a sus hijos. Una de ellas habitaba no lejos de mi casa; la pobre mujer no vivió lo suficientemente para darse cuenta del crimen que había cometido ni, con mayor razón, para recibir el condigno castigo. No hay que asombrarse. El peligro inminente de morir le arrancaba hasta sus entrañas al amor. Hablo en general, pues hubo muchos ejemplos de invariable afecto, de piedad, de deber, de algunos de los cuales logré enterarme. Pero sólo fueron rumores y no puedo asumir la responsabilidad de dar detalles.
Sólo con recordar el éxito de ventas del que hablaba el periódico francés Le Monde al comienzo de la pandemia del Covid-19 en Italia nos podemos hacer una idea de la preeminencia de la novela de Camus sobre cualquier otro texto literario relacionado con las plagas.
De ese modo, este Diario del año de la peste es un texto que, en mi opinión, vale más como documento histórico, siquiera para que el lector contemporáneo en cuarentena por la pandemia del coronavirus tome nota de cómo y cuánto hemos avanzado desde ese inhóspito XVII con todas sus taras socioculturales a hombros, en realidad como cualquier otro anterior a la implantación de la sanidad pública, siquiera ya y de un modo verdaderamente efectivo en eso que llamamos hemisferio occidental, y donde, con la excepción de unas pocas medidas coercitivas de las autoridades locales y una atención médica mínima, al fin y al cabo una ciencia en pañales, el remedio para la plaga, cualquier plaga, se cifraba casi que en exclusiva a la divina providencia, que como recreación literaria de un episodio histórico, pues ese es su gran logro sin lugar a dudas. Un documento de alto valor histórico, el cual, por un lado, nos sitúa de lleno en medio de la plaga gracias a la gran verosimilitud que consigue el autor con un despliegue verdaderamente notable, apabullante incluso, de información y detalles, que nos presenta una sucesión de escenas dramáticas, o ya directamente dantescas, El triunfo de la Muerte de Brueghel en palabras, mientras que, por el otro, nos sirve en bandeja una aproximación a la psicología del caballero inglés de la época enfrentado a unos acontecimientos tan dolorosos y extremos como el de la peste con los parámetros sociológicos que les eran propios a los de su casta en su época. Y aquí me temo que da igual si son los del personaje de ficción inventado por Defoe o los suyos propios, ya fuera como supuesto gentleman inglés a pesar de su humilde origen (Daniel añadiría el aristocrático “De” a su nombre y en ciertas ocasiones afirmaría descender de la familia De Beau Faux, cuando en realidad era hijo de unos simples tenderos) o de acuerdo a las acendradas creencias religiosas que condicionaron tanto su percepción de la realidad como su activismo político siempre a la contra de lo establecido en la Inglaterra de su época (sus padres eran presbiterianos disidentes, así considerados porque sus creencias religiosas no coincidían totalmente con las de la Iglesia de Inglaterra establecida y mantenida por el Estado inglés). En cualquier caso, el relato del Diario del año de la peste de Defoe está muy lejos de ser el del individuo frente al drama que representa una plaga que de repente trastoca todo a su alrededor, que lo enfrenta de golpe a la muerte de sus vecinos y allegados, cuando no a la suya propia, y que por lo tanto provoca en su interior todo tipo de incertidumbres o desgarros metafísicos. Defoe, insisto, reconstruye con maestría la atmósfera general del Londres asolado por la peste, pero no consigue, porque no le interesa, y tampoco es propio de su tiempo, adentrarse en la psicología de los individuos que se enfrentan a la plaga tal y como hizo Manzoni un siglo más tarde en su Los novios con una sensibilidad poética propia. Para eso, para escarbar en las profundidades del alma humana en una de las situaciones más extremas a las que se puede enfrentar el individuo, tendremos que esperar hasta la aparición de la gran novela sobre el tema: La peste de Albert Camus.
En efecto, ya sólo con recordar el éxito de ventas del que hablaba el periódico francés Le Monde al comienzo de la pandemia del Covid-19 en Italia (“Le coronavirus dope les ventes de La Peste d’Albert Camus en Italie. Le roman du prix Nobel 1957 connaît une hausse spectaculaire de ses ventes. Le phénomène est moins flagrant en France, mais un frémissement se fait sentir”) nos podemos hacer una idea de la preeminencia de la novela de Camus sobre cualquier otro texto literario relacionado con las plagas. Con todo, nos encontramos ante un clásico de la literatura contemporánea, es decir, un libro que ya hemos leído, incluso varias veces, y al que ahora volvemos única y exclusivamente movidos por la situación extraordinaria en la que nos encontramos, y que a la mayoría nos obliga a estar confinados en nuestras casas mientras ahí fuera en los hospitales se libra la batalla diaria contra la muerte de miles de nuestros conciudadanos. De ese modo, la de ahora no puede ser una (re)lectura neutral, fría, distante, como fueron esas otras en su momento, cuando el texto de Camus se nos antojaba una nueva entrega del existencialismo al que estaba adscrito su autor, es decir, una novela de corte filosófico donde el trasfondo de la historia es siempre el sentido de la existencia cuando se carece de Dios y de una moral universal, motivo por el que el ser humano no tiene control sobre nada y se impone la irracionalidad de la vida como un axioma encarnado en la propia peste. De ese modo, si en su momento el recurso a la recreación de la epidemia de peste ocurrida en la ciudad de Orán en 1849, tras la colonización francesa, si bien Camus traslada los sucesos a una época indefinida de principios del XX, se nos pudo antojar un tanto forzado para lo que en apariencia era el objetivo principal del autor, hurgar en el alma humana a la búsqueda de sus previsibles contradicciones y como mera excusa para referir la actitud de cada individuo ante los mismos acontecimientos, incluso si el siempre hipotético paralelismo de la ciudad de Orán sitiada por la epidemia con la Francia ocupada durante la Segunda Guerra Mundial, y donde el nazismo semejaría un tipo de peste incluso mucho más letal, resultaba acaso demasiado ambicioso, la experiencia de releer el libro en plena cuarentena por el coronavirus, y eso día tras día mientras ahí fuera la epidemia avanza y las coincidencias con lo que se lee en la novela de Camus son cada vez más fragrantes, resulta verdaderamente conmovedora.
Muchos esperaban, además, que la epidemia fuera a detenerse y que quedasen ellos a salvo con toda su familia. En consecuencia, todavía no se sentían obligados a nada. La peste no era para ellos más que una visitante desagradable, que tenía que irse algún día puesto que un día había llegado. Asustados, pero no desesperados, todavía no había llegado el momento en que la peste se les apareciese como la forma misma de su vida y en que olvidasen la existencia que hasta su llegada habían llevado. En suma, estaban a la espera.
No puede ser de otra manera, porque Camus sistematizó y recreó con tanta precisión la cronología de la epidemia que, precisamente aquello que en las primeras lecturas parecía ralentizar el texto por el exceso de detalles o apuntes más allá de lo que entonces nos parecía el verdadero meollo de la novela, las vicisitudes e inquietudes de sus personajes y poco más, se convierte en el que siempre fue el verdadero protagonista desde la primera página del libro: la peste. Una peste cuya letalidad nunca llegamos a confundir con la del Covid-19; somos muy conscientes de las diferencias entre una y otra enfermedad, así como de sus consecuencias; pero lo que sí se confunde de la novela con nuestro estado actual es todo aquello que atañe al comportamiento de las personas frente a la inminencia de la peste y su posterior desarrollo (del desenlace, por desgracia y por lo que atañe a esta otra en tiempo presente, todavía no estoy en condiciones de avanzar nada mientras escribo estas líneas).
En el momento mismo en que todo el mundo comenzaba a aterrorizarse, su pensamiento estaba enteramente dirigido hacia el ser que esperaban. En la desgracia general, el egoísmo del amor les preservaba, y si pensaban en la peste era solamente en la medida en que podía poner a su separación en el peligro de ser eterna. Llevaba, así, al corazón mismo de la epidemia una distracción saludable que se podía tomar por sangre fría. Su desesperación les salvaba del pánico, su desdicha tenía algo bueno. Por ejemplo, si alguno de ellos era arrebatado por la enfermedad, lo era sin tener tiempo de poner atención en ello. Sacado de esta larga conversación interior que sostenía con una sombra, era arrojado sin transición al más espeso silencio de la tierra.
La verdadera amenaza durante una epidemia no es tanto biológica, a fin de cuentas un trágico recuento de víctimas y pérdidas, sino moral.
Camus especuló tanto y tan bien acerca de las pulsiones humanas frente a una calamidad como la peste que, cuando nos enfrentamos a su texto desde la excepcionalidad en la que nos encontramos, casi todo se hace también excepcionalmente reconocible. Se diría que todos los comportamientos humanos que hemos visto a nuestro alrededor, empezando por los propios, claro está, incluso todas y cada una de las sensaciones, de los pensamientos originados a lo largo de los días, aparecen en el libro de Camus de alguna u otra manera. De hecho, hasta los diferentes personajes que aparecen en la novela y que le sirven al autor para presentar un abanico suficientemente emblemático de perfiles humanos, no son sólo prototipos humanos que podamos localizar con facilidad a nuestro alrededor, pues, como se suele decir, de todo hay en la viña del Señor y en cualquier colectividad por pequeña que sea encontraremos fuertes y débiles, valientes y cobardes, generosos y mezquinos, profanos o espirituales, y así en general todo lo que es propio de la condición humana, sino también los que se revelan en nosotros mismos sin darnos cuenta según las circunstancias o el estado de ánimo en cada momento a lo largo de la cuarentena. Dicho de otra manera, gracias a La peste descubrimos que en nosotros puede haber tanto del doctor Rieux, Tarrou, el gacetillero Rambert, el funcionario Grand, como del padre Paneloux, Cottard o cualquier otro personaje de la novela.
Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas. El doctor Rieux estaba desprevenido como lo estaban nuestros ciudadanos y por esto hay que comprender sus dudas. Por esto hay que comprender también que se callara, indeciso entre la inquietud y la confianza. Cuando estalla una guerra las gentes se dicen: “Esto no puede durar, es demasiado estúpido”. Y sin duda una guerra es evidentemente demasiado estúpida, pero eso no impide que dure. La estupidez insiste siempre, uno se daría cuenta de ello si uno no pensara siempre en sí mismo. Nuestros conciudadanos, a este respecto, eran como todo el mundo; pensaban en ellos mismos; dicho de otro modo, eran humanidad: no creían en las plagas. La plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar.
Así pues, y si en aquellas primeras lecturas de La peste pudimos sospechar un exceso de estereotipificación de los personajes al servicio exclusivo de la tesis existencialista de su autor, de la metáfora moral que Camus quería construir con la peste como excusa, ahora, confinados en casa y pendientes de las noticias que nos llegan de continuo, tanto sobre lo que ocurre ahí fuera a nuestros seres queridos o simples conocidos, como del desarrollo de la pandemia a cualquiera de las escalas posibles, el dilema filosófico que nos plantea La peste, que la verdadera amenaza durante una epidemia no es tanto biológica, a fin de cuentas un trágico recuento de víctimas y pérdidas, sino moral, pues es precisamente en situaciones de crisis donde suele aflorar tanto lo mejor del ser humano como lo peor, y que será precisamente la preeminencia de lo primero o lo segundo lo que nos defina como personas y sobre todo como sociedad.
Nuestros conciudadanos, a este respecto, eran como todo el mundo; pensaban en ellos mismos; dicho de otro modo, eran humanidad: no creían en las plagas.
Sí, la peste, como la abstracción, era monótona. Acaso una sola cosa cambiaba: el mismo Rieux. Lo sentía aquella tarde, al pie del monumento de la República consciente sólo de la difícil indiferencia que empezaba a invadirle.
Pero los familiares habían cerrado la puerta prefiriendo quedarse cara a cara con la peste a una separación de la que no conocían el final.
En conjunto, La peste de Camus abarca con tanta precisión, ya sea la evolución de la epidemia como las convulsiones de todo tipo que se producen en la conciencia de los personajes a lo largo de ésta, que el lector en plena cuarentena no puede evitar pensar que se encuentra delante del espejo, a saber hasta qué punto deformado o no, de lo que está pasando a su alrededor. Y lo mejor de todo, que lo hace sin regodearse en los aspectos más truculentos de la epidemia al estilo del Diario del año de la peste de Defoe, recurriendo a la descripción de los estragos de la enfermedad, y por lo general de un modo más somero que minucioso, sólo como anticipo de la convulsión que dicho aciago episodio provocará en el ánimo de los personajes principales de la novela, tal y como es el caso de la muerte de un infante tras un amago de recuperación bajo la atenta mirada del doctor Rieux y el padre Paneloux, o esa otra tan repentina como ejemplar de este último, quién sabe si como una broma del destino o acaso sólo de epílogo perfecto para una vida dedicada a la ortodoxia cristiana. De hecho, tengo para mí que si hay un momento verdaderamente dramático, incluso de una crudeza inaudita, no es precisamente la recreación de truculencia alguna con un estilo casi periodístico como el de Defoe en su libro sobre la plaga londinense, sino más bien el momento en el que el doctor Rieux, cuando ya se ha confirmado el reflujo de la epidemia, recibe con calma la noticia de la muerte de su mujer, a la que había enviado a ponerse a resguardo en la montaña al comienzo de la epidemia, incapaz de reaccionar tras meses de convivencia diaria con cientos de tragedias de semejante calado. Sí, dudo que haya exageración alguna en lo que digo. Como que basta con cerrar el libro, asomarse a las noticias de todo tipo, y descubrir que ahí fuera hay tantos Rieux como Cottard y no pocos Paneloux. Empero, el lector también tiene que ser consciente, siquiera para no caer en una absurda y peligrosa melancolía, de que en los espejos de este tipo suelen reflejarse con más intensidad la insolidaridad, el egoísmo, la inmadurez, la irracionalidad de los individuos que nos rodean en tiempos de crisis, es decir, lo mismo que ocurre en las páginas de los periódicos o en las imágenes de los telediarios que, con todo, tienden a destacar antes lo excepcional que lo habitual, y que no es otra cosa que la preeminencia que lo mejor del ser humano a pesar de todo. De lo contrario, para qué engañarnos, hace ya tiempo que cualquiera de las pandemias que azotaron nuestra especie en el pasado nos hubieran hecho involucionar como especie en lugar de predisponernos a seguir avanzando hasta el estadio en el que nos encontramos en la actualidad y que, a pesar de lo crudo de toda pandemia, nada tiene que ver con tiempos en los que el ser humano se enfrentaba a ellas con lo justo, cuando, y aquí vuelvo a Defoe, todo se cifraba al capricho de la divina providencia, y no con todo lo que hemos conseguido hasta ahora como civilización para protegernos y hasta para hacernos mejores.
Lo que es natural es el microbio. Lo demás, la salud, la integridad, la pureza, si usted quiere, son un resultado de la voluntad, de una voluntad que no debe detenerse nunca.
La epidemia que vuelve ciegos a los personajes de la novela de Saramago no sólo es ficticia, sino que apenas es una mera y hasta nimia excusa a lo largo de toda la novela para recrear un ambiente de confinamiento extremo, apocalíptico incluso.
De ese modo, no podemos extrañarnos de la terrible vigencia de esta novela de Camus, considerada en su momento incluso menor dentro de la gran obra del escritor franco-argelino por no pocos críticos, un intento fallido de crear una gran alegoría filosófica y por ello aquejada de un exceso de pretenciosidad en el que todo parecía demasiado intenso, extremo, premeditado; acaso faltaba una plaga en condiciones como la que ahora padecemos para resituarla como la gran novela que es.
El único medio de hacer que las gentes estén unas con otras es mandarles la peste.
Y ya por último, ahora procurando ser breve, Ensayo sobre la ceguera de José Saramago. Parece ser que, después de La peste de Camus, la novela del Nobel portugués está siendo la segunda novela a la que más recurren lectores ávidos de empaparse de literatura sobre epidemias de todo tipo, y también la que más cita, siempre por detrás de la del francés, la prensa para hablar del coronavirus: “Pero es a veces en los tiempos de catástrofes y de desaliento, de las pérdidas que nos acongojan, cuando descubrimos que, como decía el Nobel de literatura, el portugués José Saramago, ‘somos ciegos que pueden ver, pero que no miran’” (El País, 14 de marzo de 2020). Y no me extraña tanta mención dado el predicamento que ha tenido esta novela de Saramago desde su publicación, probablemente su gran éxito y acaso también el que mejor define toda su obra. No obstante, no puedo estar más en desacuerdo con la elección de Ensayo sobre la ceguera como fuente de reflexión para un tiempo de pandemia como el que vivimos. Para empezar, la epidemia que vuelve ciegos a los personajes de la novela de Saramago no sólo es ficticia, lo cual en sí mismo no tendría ninguna trascendencia, sino que apenas es una mera y hasta nimia excusa a lo largo de toda la novela para recrear un ambiente de confinamiento extremo, apocalíptico incluso, en el que el escritor coloca a sus personajes para luego jugar con ellos a su antojo en lo que viene a ser en realidad una distopía moral, una más tan del gusto del Nobel portugués, en realidad casi todos sus libros lo son, y cuyo principal razón de ser no suele ser otra que poder verter a gusto, “a esgalla”, que dicen en Asturias, o lo que es lo mismo, con profusión, cualquiera de los sermones sentenciosos y hasta con vocación ecuménica que caracterizan toda su obra.
La conciencia moral, a la que tantos insensatos han ofendido y de la que muchos más han renegado, es cosa que existe y existió siempre, no ha sido un invento de los filósofos del cuaternario, cuando el alma apenas era un proyecto confuso.
A decir verdad, me resisto a categorizar la novela de Saramago como fuente de ilustración y hasta inspiración para una pandemia. Si en La peste su autor aprovechaba la convulsión que la epidemia causaba en la vida cotidiana de la ciudad de Orán poniéndola patas arriba, si lo que realmente le interesaba a Camus era husmear en la conciencia de los personajes enfrentados a una situación tan extrema para así poder exponer en toda su crudeza y urgencia las grandes cuestiones que constituyen el meollo de nuestra metafísica como personas, cuestiones que se manifiestan de muy diferentes formas según la personalidad de cada personaje de la novela, en Ensayo sobre la ceguera parece que en lugar de estar tratando con seres humanos lo haga con ratones encerrados en una jaula, en concreto a la del manicomio al que son confinados los ciegos repentinos, pues, con la excepción del matrimonio formado por el oftalmólogo y su mujer, y en especial está última, la falsa ciega en un infierno de ciegos, el resto de las personas ahí metidas parecen haber renunciado a su condición humana para reducirse en exclusiva a esa otra animal en la que predominan los instintos casi que en exclusiva y apenas se percibe atisbo alguno de juicio más allá del imprescindible para su supervivencia. Saramago los despoja de toda humanidad tras la ceguera y así puede hacer con ellos lo que le venga en gana y siempre con el propósito de que sirvan a sus teorías pesimistas sobre la condición humana expuesta a situaciones extremas, apocalípticas insisto, como la que él ha creado de la nada. De ese modo, Saramago somete a sus personajes a todo tipo de vejaciones y degradaciones para que saquen lo peor de sí mismos, es decir, para que acabe predominando del modo más artificioso la insolidaridad, el egoísmo, la inmadurez, la irracionalidad de los individuos. Todo esto, insisto que de un modo, a mi juicio, harto tramposo, como consecuencia de haberlos despojado caprichosamente de su individualidad, de modo que ya no les queda otra opción que comportarse como bestias.
Si no somos capaces de vivir enteramente como personas, hagamos lo posible para no vivir enteramente como animales, y tantas veces lo repitió, que el resto de la sala acabó por convertir en máxima, en sentencia, en doctrina, en regla de vida, aquellas palabras, en el fondo simples y elementales.
De ese modo, con una distopía producto exclusivo de la imaginación de su autor y que, por lo tanto, nada tiene que ver con el desarrollo natural, siquiera mínimamente verosímil, de una epidemia, todo en la novela tiene el aire de una deliberada arbitrariedad argumental, esto es, más en la línea de una serie de televisión de ciencia ficción al estilo de Perdidos, The Walking Dead o cualquier otra por el estilo, con su imprescindible héroe en la figura de la mujer del oculista guiando a un pequeño grupo de elegidos (y ya luego ese final en el que todos recuperan la visión de golpe y porrazo…, insisto, ni los guionistas más vagos de Perdidos o de cualquier otro producto de mero entretenimiento), que un verdadero, y no poco pretencioso, ensayo sobre la condición humana cuando los humanos dejan de ver las cosas como le gustaría a Saramago que las vieran, se supone que para ser así mejores personas, y toda la prosopopeya al uso propia de un Sermón de la Montaña cualquiera.
La virtud, habrá aún quien lo ignore, siempre encuentra escollos en el durísimo camino de la perfección, pero el pecado y el vicio se ven tan favorecidos por la fortuna que todo fue llegar…
Pero mejor lo dejo aquí, no se me vaya a notar demasiado que no soporto la prosa redicha, sentenciosa, tan alambicada como vacua, del escritor portugués, esa que encadena frases que provocan verdadera vergüenza ajena, ya sea en sí mismas o por reiterativas a lo largo de todo el texto, vamos, del tipo: “Eres ciega, no me puedes ver, No, no te puedo ver, Entonces, por qué dices que reconoces mi cara, Porque esa voz sólo puede tener esa cara”.
De cualquier modo, y con toda la falta de objetividad de la que pueda ser capaz el que subscribe estas líneas, una mala elección como lectura para una cuarentena, ya que las comparaciones serán todo lo odiosas que uno crea, pero es que en este caso poner a la misma altura la distopía pseudofranciscana de Saramago con el existencialismo de Camus, incluso con el ejercicio de periodismo que hace Defoe antes de la existencia del propio periodismo tal y como hoy en día lo conocemos, se me antoja una verdadera pérdida de tiempo. Si quieren saber de los tiempos de epidemias como la que nos ocupa, trazar paralelismos o simplemente tomar nota de las similitudes y diferencias, incluso cotejar en tiempo real cuánto o acaso qué poco hemos cambiado los seres humanos desde el XVII a esta parte pasando por principios del XX, lean, relean si procede, La peste y/o Diario del año de la peste; para lo otro ya tienen a Netflix.
Txema Arinas