Pocas cosas me sacan tanto de mis casillas, y mira que son legión las que lo hacen, como que me metan prisa. Mi mujer es una especialista en sacarme de quicio en ese aspecto, otro. Así que esta noche he soñado que estaba delante del ordenador, es muy probable que escribiendo el relato que ahora nos ocupa, y ella me gritaba desde la puerta de casa: "¿Todavía no te has preparado? Vístete ya que tenemos que salir disparados. ¿No dices que no te gusta hacer esperar a la gente, que tú siempre procuras llegar puntual a todas partes?" Estoy a punto de iniciar una de nuestras discusiones a cuenta del pequeño detalle de que, en efecto, siempre procuro ser puntual... cuando sé que tengo una cita, lo que no es el caso que nos ocupa, porque no sé ni con quién hemos quedado ni adónde tenemos que ir; pero, para qué, ya no es solo que suela acabar siempre escaldado en este tipo de discusiones, sino que con la premura que nos invade estoy seguro que la bronca acabaría siendo de las gordas.
- Vale, voy, voy, voy. Déjame cerrar el ordenador, ducharme, vestirme. No tardo ni cinco minutos.
Mentira cochina porque la Ley de Murphy es inexorable, así que basta que tengas toda la prisa del mundo para que el ordenador no quiera cerrarse en ese momento, el agua de la ducha no caliente o no encuentres una camisa planchada y tengas que ponerte a planchar una a toda prisa y suerte si no la quemas o la plancha no empieza a echar humo en ese preciso momento.
- Date prisa que llegamos tarde.
- Hago lo que puedo. ¿Me podré poner las lentillas? Digo yo -es decirlo y caérseme una en el suelo del baño, así que toca un par de minutos de más buscándola a tientas.
- Mira, voy sacando el coche. Te espero en la calle.
No se cuánto tiempo después aparezco por fin saliendo del portal de casa.
- ¿En serio?
- ¿Qué, qué pasa?
- La pierna, te has dejado la pierna de madera en casa.
- Coño, ya decía yo que iba dando saltos. Ahora vuelvo.
Entonces comienza lo más crudo del sueño. Primero porque es darme la vuelta para volver al portal y darme cuenta de que no estoy muy seguro cuál es el nuestro. Suerte que cuando me voy a meter en el que no es oigo el claxon del coche con el que mi mujer me avisa que me va a cortar la otra pierna con la voy dando saltitos. Eso a la vez que me indica con el mismo dedo con el que puede que me saque un ojo nada más sentarme junto a ella en el coche, cuál es nuestro portal. Pobre, hay que entenderla, vivir conmigo es como hacerlo montada a un tiovivo de imprevistos y sobresaltos como el que nos ocupa.
Claro que me las doy muy felices, que parece que solo tengo que entrar al portal, meterme en el ascensor y esperar que me deposite en el séptimo piso donde vivimos y en el que la puerta que hay es la nuestra. Algo que hago todos los días varias veces casi que con los ojos cerrados. Pero no, hay está Murphy para recordarme que nuestro portal tiene varias escaleras y que yo, por supuesto, voy a elegir la que no es porque eso mismo es lo que toca en las pesadillas: cagarla todo el rato. De modo que es llegar al séptimo piso de la escalera equivocada, coscarme de que no puede ser el nuestro porque hay varias puertas, e intentar corregir el error volviéndome a equivocar de escalera una vez más. Todo ello mientras voy recorriendo a saltitos pasillos interminables buscando un ascensor que siempre está al fondo de no se sabe muy bien dónde. Entonces siento que la angustia empieza a paralizarme. Quiero despertar de esta pesadilla porque he tomado conciencia de que no puede ser otra cosa. Pero, como bien sabemos todos, no somos nosotros quien tenemos a mano el botón con el que damos o finalizamos los sueños, sino nuestro subconsciente, el cual suele ir por su lado en esto de jodernos la existencia. No consigo despertar, pero sí salir del bloqueo en el que me encuentro gracias a los pitidos del claxon que enseguida reconozco como los de nuestro coche. Así que salgo disparado hacia la calle.
- Que no encuentro la pierna.
-¿En serio vas a ir así?
- ¿Qué pasa, te avergüenzas de que tu marido sea un tullido?
- Lo que me alucina es que siempre tengas que dar la nota allá donde vamos.
No me dirige la palabra durante todo el trayecto hasta lo que creo empezar a distinguir que es el Paseo de la Castellana de Madrid.
- ¿Pero dónde cojones me has traído?
- ¿Cómo que dónde? ¿Qué día es hoy?
- Creo que 12 de octubre.
- Pues eso, el Día de la Hispanidad. Nos han invitado a presenciar el desfile y hace ya un rato largo que nos están esperando sus majestades los reyes de España para dar inicio al acto.
- ¡NO ME JODAS, NO ME JODAS!
- ¿Que preferías ir a comer a casa de mis padres?
Pues bien, cuando me he despertado, aparte de palparme al instante las dos piernas por si acaso, se me ha quedado tan mal cuerpo que parecía que me había peleado con todos los payasos que estaban presentes en el desfile, desde Abascal hasta los de la Legión, que he estado el resto del día con una mala hostia que ni para qué. Y a mi mujer, por supuestísimo, no le he dirigido ni medio gruñido en todo el día. No sé muy bien a santo de qué; pero, estoy esperando que me pida perdón, porque si no este fin de semana va ir a comer a casa de sus padres la cabra de la Legión, que para el caso...
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