viernes, 26 de julio de 2024

PESADILLA EN EL URBANO




 La pesadilla de anoche ha sido de lo más chorra. Resulta que me montaba en un urbano para acudir a una cita de trabajo muy importante en la otra punta de la ciudad, y, entre pitos y flautas, vamos, entre que mirando por la ventana se me iba la cabeza con mis fabulaciones de rigor, y que siempre he sido un despistado de mil pares de cojones, pues, oye, que de repente aparecíamos en Algeciras justo cuando el urbano se disponía a subir al ferry para cruzar hasta Tánger. Luego ya me he despertado de golpe como de costumbre. ¿Y el susto a cuenta de qué? Pues, el agobio más bien, porque a ver cómo le explicaba luego a mi señora que salía de buena mañana para una cita de trabajo y acababa al otro lado del Estrecho en el Zoco Chico famoso de Mohamed Chukry, y eso que para perderse de verdad en uno, créanme, mejor el de Marrakech, Fez o Mequinez; pero, pasa como con todo, unos cardan la lana, y otros...


Putos urbanos. Porque, si bien es cierto que en Vitoria nunca he tenido un problema con ellos porque no cojo un urbano desde que era pequeño para ir a las piscinas de Gamarra en verano, en otros sitios donde he vivido, o que he frecuentado, siempre he tenido algún que otro percance con el urbano. Cuando intentaba estudiar derecho en Donosti creo que falté a más de la mitad de las clases de primero por culpa del urbano que cogía en Amara para ir hasta la facultad en el Antiguo dado que casi todas las tardes acababan haciéndome un tour turístico sin habérmelo propuesto. En Dublín no fueron una ni dos ni tres las veces que acabé de noche en las cocheras de los urbanos porque servidor perdía la noción del tiempo y el lugar en aquellos autobuses verdes que recogían a los borrachos del centro tras la farra de rigor; vamos, que me quedaba dormido en mi asiento. En Budapest, de regreso al hotel soviético en "a tomar por culo" donde estaba alojado, el urbano daba tantas vueltas que cuando por fin me fijaba a través de la ventana para hacerme una idea de por dónde andaba, me encontraba una estampa de hombres en camisetas de tirantes enseñando pelambrera en el pecho, mujeres en bata de andar por casa con rulos en la cabeza y chiquillos correteaban por todos los lados sobre aceras reventadas por las raíces de los árboles, y todo así. Una estampa como de haber retrocedido en el tiempo, hasta el punto de que tuve la impresión de que, andando por las calles tras haber decidido buscar el hotel de marras por mi cuenta, me iba a dar de narices de un momento a otro con un tanque ruso enviado a Hungría para poner orden por las bravas tras la famosa Revolución de Otoño del 56. En la Habana se nos ocurrió la gracia de subirnos a uno de los ochos autobuses urbanos (Seis Pegaso 5062-A y dos Pegaso 5064-A) que el Ayuntamiento de Vitoria-Gasteiz donó a Cuba en su momento para que los reconvirtieran en guaguas, con la idea de que nos llevara hasta las Playas del Este, y, oye, que todavía estoy deseando mojarme los pies en la de Bacuranao. Ya en Oviedo, y si bien es cierto que han sido pocas las veces que he cogido solo el urbano, para cuatro o cinco veces que lo hecho puedo asegurar que conozco rincones del extrarradio de esta ciudad de los que la mayoría de los carbayones no han oído hablar nunca y probablemente seguirán sin hacerlo.

Así pues, siempre que viajo fuera procuro no tener que subirme a un urbano a no ser en caso de fuerza mayor. Y mira que es una pena, porque no hay nada más triste que moverse en metro de una punta a otra de una ciudad privándote de lo mejor que tienen las ciudades y que no es otra cosa que el espectáculo de sus calles. En cambio, pocas cosas me hacen tan feliz como viajar en tranvía; en eso los de Viena una maravilla, los de Roma casi que también porque encima te salen gratis, y los Lisboa casi que también por lo obvio. ¿Que por qué en urbano no y en tranvía sí? Pues, oyes, será un trauma por lo que he contado antes o yo qué sé, y si lo sabes tú, pues me lo explicas.

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