viernes, 14 de mayo de 2010

TODO FLUYE


Este es un libro de los que quedan, a los que recurre el subconsciente cuando menos te lo esperas, por eso merece la pena hacerle una reseña, sé que cuando relea el blog me reviviré la impresión que deja. Y es que TODO FLUYE de Vasili Grossman es uno de esos libros que bajo la apariencia de una novela, o un conjunto de relatos, es ante todo un testimonio. En este caso de la monstruosidad del régimen soviético y más en concreto de la vida de los campos siberianos adonde el camarada Stalin, y no sólo él, condenó a millones de camaradas y donde murieron también millones de ellos.

El libro tiene como hilo conductor de todas esas historias de dolor y muerte al protagonista Iván Grigórievich, probable trasunto del autor, el cual regresa a San Petersburgo (entonces Leningrado) tras pasar treinta años en uno de esos campos de trabajo siberiano. Tras unas cuantas visitas cortas a los lugares y personas de su vida anterior acaba dándose cuenta de qué ésta es irrecuperable, por lo que emprende otra que ya lo es sólo poco más que de supervivencia. Entretano, durante esas visitas al conocido o amigo que le delató, a la mujer que le traicionó, en su nueva vida rodeado de personas igual de heridas que él, en su nuevo trabajo en una de esas empresas del antiguo sisitema soviética en la que principal característica de las mismas es el escaqueo y la ineficacia, Iván rememorará una y otra vez su experiencia en el campo y las de las personas que conoció allí. De ese modo nos hablará del absurdo del sistema soviética, de lo arbitrario de la represión stalinista en la que todos eran sospechosos sin importar la implicación de cada cual con la Revolución, más bien todo lo contrario, cuando más implicado se estaba más boletos tenía la persona de acabar en Siberia. Nos contará cómo la población de los campos estaban formadas por diferentes oleadas de presos, desde los prozaristas, los menchelviques y otros revolucionarios no soviéticos, a los bolcheviques sospechosos de cualquier cosa, desde hacer sombra al encargado de turno a los desgraciados acusados de sabotear la revolución por pura torpeza en el desempeño de sus tareas. En suma, un estado no sólo de terror sino sobre todo de absurdo, de absurdo criminal porque el destino de la mayoría solía ser la muerte, de hecho el protagonista se sabe un privilegiado por haber podido salir vivo de semejante pesadilla, la mayoría no, la mayoría dejó la vida en el campo, y de entre ellos se podría afirmar que los que fueron llevados de inmediato al paredón fueron los que tuvieron mejor suerte. No es para menos dadas las condiciones de vida de los campos, el trato no sólo de los guardias sino sobre todo de otros presos, de los comunes en especial, aliados no sólo de los verdugos sino sobre todo ansiosos de hacer méritos delante de sus carceleros martirizando a los políticos a los que además despreciaban por señoritos, idealistas, ilustrados.

En fin, una historia más de la infamia humana con todos los ingredientes al uso, del tipo de lo que Primo Levi o Imre Kertész hicieron con los campos de exterminio nazis, pero en la que destaca, porque se eso se trata, la escritura de Grossman, concetrada aquí en una obra menos de poco más de 200 páginas (nada que ver con ese inmenso tocho de VIDA Y CASTIGO, auténtico fresco y todo lo que se quiera de la batalla de Stalingrado, una descripción genial de personajes y situaciones, pero que a mí se me antoja tras llegar a la mitad, a la página 500 y algo, uno de lo excesos típicos del escritor que llevado por la trascendencia de lo escribe prentende meterlo TODO, es decir, sin importarle lo más mínimo que el volumen de la obra llegue, ya no a abrumar, sino a aburrir con tanta profusión de detalles y un ritmo excesivamente lento; pero, en fin, parece ser que para muchos de los gurus de la cosas esta de los libros es condición sine qua non que una obra para ser maestra tenga que sobrepasar las 500 hojas...)

Así pues, TODO FLUYE no sólo resulta más asequible por su tamaño sino también porque se nota que lo que animaba a Vasili no era tanto la certeza de que estaba creando una obra maestra, como que, y muy especialmente teniendo en cuenta que dicha obra jamás iba a ver la luz en la antigua URSS, todo lo más podría circular clandestinamente, precisamente por eso se sentía libre para escribir todo lo que viniera en gana, sin tapujos o melindres, ya que, peor de como ya estoy... o qué más pueden hacerme ya que no.... De ese modo Grossman no sólo describe los campos con una crudeza inaudita, ambienta algunas de las historias de sus personajes en episodios muy significativos de la revolución como la locura staliniana contra los Kulaks -el pequeño campesinado terrateniente- o esa otra de condenar a todo un pueblo al hambre y la posterior deportación como en el caso de los ucranios a los que acusaba de retener el trigo que debían entregar al Estado o a los chechenos, alemanes o polacos rusificados por sospechosos de poco patriotas, etc..., sino que además, o sobre todo, lo hace con una fina ironía, con el que impregna a todos sus relatos de un desencanto y una fatalidad que en muchos casos desembocan en reflexiones de verdadero calado filosófico o simplemente humano:

-No, ¿por qué dice eso? Le daré una respuesta -dijo Ivan Grigoriévich-. Antes creía que libertad era libertad de palabra, de prensa, de conciencia. Pero la libertad se extiende a la vida de todos los hombres. La libertad es el derecho a sembrar lo que uno quiera, a confecccionar zapatos y abrigos, a hacer pan con el grano que uno ha sembrado, y a venderlo, lo que uno quiera. Y tanto si uno es cerrajero como fundidor de acero o artista, la libertad es el derecho a vivir y trabajar como uno prefiera y no como le ordenen. Pero no hay libertad ni para los que escriben libros ni para los que cultivan grano o hacen zapatos.

Y como si el transcurrir de todas las historias de la novela llevasen inexorablemente a una reflexión más amplia, como si lo arbitrario y monstruoso de todo lo descrito obligara a preguntarse por qué, cómo, quiénes, la novela de Vasili acaba con un par de capitulos sumamente interesantes, sustanciosos, en los que el autor, abandonando del todo el relato, se mete de lleno a interpretar la razón de ser del sistema soviético, lo que también le lleva a intentar acercarse a la personalidad de sus protagonistas, no tanto la de Stalin, del que no puede decir nada que ya no se sepa, esto es, de sus enormes complejos de inferioridad, su crueldad sin límites (aquí el judío Grossman se despacha con un calificativo no poco xenófobo, dice que la crueldad del georgiano, su espíritu incluso, deriva de su origen asiático, y que tire la primera piedra quien este libre de todo prejuicio...), como la del padre de la Revolución Rusa, cuando no su icono, esto es, de Vladimir Ilich Ulianok, también llamado Lenin. En el caso de éste el autor reconoce su fascinación inicial por el personaje, al cual alaba el espíritu igualitario que animaba los actos del joven revolucionario en el exilio, su deseo de justicia frente a la tiranía zarista y su odio a la servidumbre en la que vivía el pueblo ruso; pero, al mismo tiempo se horroriza ante la evolución autoritaria y criminal del hombre de estado. De ese modo, recalca la dicotomía de un personaje del que era conocida su sensibilidad no sólo humana sino también cultural, capaz de emocionarse escuchando la Appasionata y releer una y otra Guerra y Paz, a la vez que permanecía completamente insensible frente a la eliminación física de todo tipo de disidente o las penalidades que su política provocaba en el pueblo en cuyo nombre había liderado una revolución. Cito al propio Grossman:

¿Que condujo a Lenin por el camino de la Revolución? ¿El amor a la humanidad? ¿El deseo de acabar con los desastres de los campesinos, la miseria y la ausencia de derechos de los obreros? ¿La confianza en la verdad del marxismo, en la justicia de su Partido? Para él la Revolución rusa no significa libertad de Rusia.

Todas sus capacidades, su voluntad, su pasión estaban subordinadas a un único objetivo: hacerse con el poder. Para ello sacrificó todo; para alcanzar el poder inmoló, mató lo más sagrado que Rusia posería: la libertad. ¿Pero qué experiencia podía tener la libertad, una criatura de sólo ocho meses -los que van desde el derrocamiento de los zares a la instauración de la dictadura bolchevique-, nacida en un país de esclavitud milenaria?


En todo caso, hablamos del perfil exacto del iluminado, el hombre imbuido de una misión cuasi divina, poseedor de la verdad absoluta, que no habla para convencer sino para imponer, que no se escucha más que a sí mismo, que desprecia a todo aquel que no se le somete. Lenin no buscaba la verdad, buscaba la victoria y a ello subordinó todo, no importó el cómo. Ese es hombre que encarno en su retrato, más que en su figura, esa religión laica del siglo XX que fue el comunismo, una religión en la que creyeron millones de personas, la más de ellos de buena voluntad, convencidos en su ingenuidad e ignorancia -la que derivaba también de toda la manipulación sectaria del Partido y en especial del maniqueismo de la época- de la bondad última de una ideología cuya razón de ser no era otra que la igualdad y la justicia, hermosas palabras que sólo sirvieron de coartada para los crímenes de los salvadores liberticidas Esos millones de crédulos que apostaron por un sistema que con el tiempo se vino abajo de puro absurdo, que dejó a la vista no sólo sus contradicciones sino sobre todo sus crímenes contra la humanidad, fueron también víctimas del engaño, lo sé, más bien me lo imagino, porque entre ellos hubo un hombre bueno que fue mi abuelo materno y no me cabe duda de lo mucho que habría sufrido si hubiera vivido para asistir a su derrumbe e inmediato descrédito, no en vano la primera y única vez que puso la mano encima a mi madre fue porque ésta le replicó una vez cuando era joven que en la U.R.S.S también se pasaba hambre como se pasaba entonces en España, él, que había perdido dos hermanos en un paredón de fusilamiento durante la Guerra, y que si había escapado de una suerte semejante sólo lo fue porque alguien juzgó que ya eran demasiadas muertes en la misma familia, no podía asimilar semejante blasfemia.

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