Doy por hecho el tópico de que las
comparaciones son odiosas, faltaría más. Pero con una salvedad: las históricas.
Éstas pueden ser odiosas, pero también son divertidas, siquiera sólo
entretenidas y a veces hasta imprescindibles, pues no por nada si la
Historia sirve para algo es para eso mismo, para comparar y sobre todo sacar
conclusiones. De ese modo, y siquiera sólo por defecto profesional o más
bien simple secuela de cinco años de carrera, servidor lleva ya un tiempo largo
que no se puede abstraer a una que tiene como principal referencia la
Restauración Borbónica del XIX. Voy a ella.
Al igual que en esta otra restauración borbónica
de nuestra época, la cual titularon de Transición precisamente para evitar la
comparanza con aquella, el regreso de los Borbones al trono de España sucede a
uno de los periodos más convulsos de nuestra historia. Primero el derrocamiento
de Isabel I tras uno de los reinados más desastrosos que se pueden concebir, lo
cual ya es mucho decir tratándose de la dinastía que nos ocupa. A continuación
ese otro reinado tan absurdo como breve de Amadeo de Saboya, el rey que se
trajo de Italia el general Prim. Luego, ya por fin, y porque no quedaba otra, la I
República, la primera ocasión de un gobierno republicano y verdaderamente
democrático que empezó mal desde el principio, esto es, como una verdadera
jaula de grillos en lo parlamentario y un desastre en todo lo demás, guerra
carlista en el norte y revuelta cantonal en el sur incluidas, con los
inevitables pronunciamientos militares de la época de por medio hasta el
triunfo del perpetrado por el general Arsenio Martínez Campos proclamando al
hijo de Isabel I, Alfonso XII de Borbón, rey de España.
A partir de ese momento se inicia un periodo de
paz y relativa prosperidad que no se conocía desde hacía décadas. Este periodo
se caracterizó por una cierta estabilidad institucional tras el guirigay
permanente de épocas pasadas y los intentos de golpe de estado de los
militares, el fin de la tercera carlistada en las provincias vasco-navarras y,
muy en especial, la incorporación por primera vez de los movimientos sociales y
políticos que surgen al calor de lo que parecía la incorporación de España al
carro del desarrollo originado por la Revolución Industrial. Entonces se
estable un sistema político esencialmente bipartidista entre el Partido Liberal
Conservador liderado por Antonio Cánovas del Castillo y el Partido
Liberal-Fusionista de Práxedes Mateo Sagasta. Un sistema que también admite en
su seno ciertas minorías a izquierda y derecha en los extremos de estos dos partidos
mayoritarios, los cuales, en la práctica, están condenados a la marginalidad por
un sistema electoral injusto y un fraude continuado en las urnas. Es entonces
cuando nace el caciquismo como una institución no reconocida que permite la
alternancia en el poder de esos dos grandes partidos mediante la compra de
votos y el ya citado fraude electoral. De ese modo se suceden gobiernos
liberales y conservadores sin que los movimientos sociales y políticos que
surgen a izquierda y derecha tengan opción alguna de alcanzar el poder o
condicionar el acceso al mismo de otros. Al mismo tiempo, España disfruta
también desde hace mucho tiempo de un inusitado crecimiento económico como
consecuencia de la inercia provocada por el triunfo de la Revolución Industrial
en los países de nuestro entorno y, muy en especial, por las ventajas que
origina la neutralidad del país durante la Primera Guerra Mundial.
De este modo, durante las primeras décadas pocos
osaban cuestionar el sistema que parecía haber traído por fin la paz y la
prosperidad a España. Aquellos que osaban hacerlo, además de pocos eran también
tachados de radicales y antipatriotas. No obstante, con el paso del tiempo las
grietas del sistema empezaron a aparecer por todas partes. Para empezar el
supuesto crecimiento económico español acabó en un fracaso sin precedentes. El
sistema proteccionista impuesto para beneficiar a las pequeñas elites
económicas del país impidió la modernización de la industria, así como el
desarrollo de las comunicaciones y el reparto de la riqueza. Sólo Cataluña, el
País Vasco y zonas muy concretas de Andalucía y Asturias disfrutaron en parte de los beneficios
de la Revolución Industrial. En cambio, el resto del país aparecía anclado en
una economía de subsistencia caracterizada por el latifundio y el atraso de los
métodos productivos. Por si fuera poco, acontece el Desastre del 98 en el que
España pierde definitivamente las migajas de su antiguo imperio colonial, éste cuestionado por los respectivos movimientos independentistas
cubanos y filipinos que se oponían a la soberanía española de unos territorios
que eran vitales para la economía del país, y que tras un breve y trágico
conflicto con los cada vez más emergentes Estados Unidos acaban en la órbita de
influencia de éstos. Todo este estado de cosas es amparado en buena parte por el
caciquismo que rechaza cualquier cambio que pueda poner en tela de juicio los
privilegios de las respectivas elites locales y, muy en especial, los
beneficios de una corrupción generalizada en todas las instancias del poder.
También se suceden las propuestas regeneradoras de las minorías ilustradas y
los intentos reformistas desde arriba: todos fracasan.
Siendo así, las diferencias sociales,
territoriales y sobre todo económicas, materializadas en continuos conflictos
laborales y de orden, pistolerismo entre patronos y sindicatos,
reivindicaciones nacionalistas y amenazas golpistas, se hacen cada vez más evidentes
a partir del ascenso al trono de Alfonso XIII. La
España que hereda el abuelo del actual Borbón ya no tiene que ver nada con esa otra de su padre, la cual tenía
como prioridad la estabilidad política. La España de Alfonso XIII está cada vez
más dividida y enfrentada entre sí. Por si fuera poco, la Guerra de Marruecos
con el consiguiente desastre y la notoria inutilidad y complicidad del monarca, culpable en
buena parte de la derrota de Annual y máximo representante de una clase social que vive de espaldas al resto del país, lo alejan cada día más de
su pueblo. Se impone un cambio de timón y la única solución que se le ocurre al
monarca es dar su visto bueno a la dictadura de Primo de Rivera, con lo que
consigue distanciarse definitivamente de la inmensa mayoría de las fuerzas
democráticas. Entonces intenta restaurar el sistema democrático y se encuentra
que, con la excepción del medio rural donde el caciquismo todavía mantiene su
fuerza y por lo tanto su adhesión a la corona, en el resto del país, y muy en
especial en las ciudades y en los territorios más desarrollados, las fuerzas
republicanas y de izquierdas son mayoría. No le queda otra que abdicar y
asistir a la proclamación de la Segunda República Española. Que luego ya
viniera lo que vino es tema de otro cantar, si bien no habría que olvidar que
fueron precisamente aquellos que empezaron a desafinar desde el primer momento,
esto es, la casta de privilegiados de la Restauración y las fuerzas más
reaccionarias del mismo, quienes tuvieron la mayor parte de culpa en el fracaso de la
segunda experiencia republicana y ya más directamente en la preparación y
desarrollo de la confabulación militar que dio origen a la Guerra Civil y la
dictadura de aquel generalito gallego de mediocre inteligencia y crueldad sin
límites.
Pues eso, lo que se suele decir en estos casos, cualquier parecido con la realidad de ahora pura coincidencia. Pero, claro, las similitudes son evidentes, al menos para mí,
demasiado acaso. Ahora bien, ya digo que este tipo de comparanzas sólo sirven
como ejercicio de autocrítica de nuestro presente, mirarse al espejo de la
Historia puede ayudarnos a tomar conciencia de hacia dónde va nuestro presente, y todo ello
sin dejar de insistir hasta la saciedad que en Historia no existe determinismo
alguno.
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