sábado, 26 de enero de 2013

INTRASCENDENCIA


Veía hace poco una comedía francesa de éxito, Le Chef, la Receta de la Felicidad, con el siempre interesante y efectivo Jean Reno y un coprotagonista cuyo nombre ni me acuerdo ni me apetece hacerlo de puro histriónico. Pues bien, si la comedia es mala de narices, con algún gag que otro simpático pero más previsible que una rueda de prensa de un político español o un presidente de Club de Fútbol, hay una escena harto interesante en la que nuestros vecinos gabachos parodian con tan mala baba como razón la que denominan "cocina molecular" en la figura de un timador español, Santiago Segura, un más que evidente trasunto de Ferrán Adría como máximo representante de la enésima burbuja producida por los años de bonanza económica en este país donde parece imperar por norma el dar la nota, epatar al tonto con chequera o la pura y simpre prestidigitación mediática antes que el orgullo por el trabajo bien hecho y con sustancia. Pues bien, esa misma escena es la que ha acudido a mi memoria cuando hace unos días leía un reportaje sobre el Madrid Fusión, el encuentro de los gurús de la llamada cocina moderna para dar a conocer sus últimas ocurrencias, también conocidas por gastropolladas del tipo "merluza terrestre al churro".

 "Y más I+D vasco salió a escena. Elena Arzak —premiada como mejor cocinera del mundo— hizo desfilar unos diseños comestibles llenos de color e ironía. Arropada por el equipo de investigación del restaurante donostiarra, Xabi Gutiérrez e Igor Zalacaín, y con su padre, Juan Mari, emocionado a pie de pasarela, Elena Arzak subrayó que “si la cocina sigue viva y tiene fuerza no tiene límites de creatividad”. Así, en el restaurante se experimenta con “fotoplatos”, soportes, fractales, pantallas táctiles… “sin parar en la búsqueda incansable del mejor producto”. Sus tres propuestas de Madrid Fusión, que “requieren la implicación del personal de sala para sorprender y tener en vilo a los comensales”, son para niños adultos; sus hijos también la inspiran y cosas como unos caramelos chinos, el globo terráqueo o un viaje a México. La merluza terrestre es un globo verde hecho con la técnica del papel maché, a base de obulato (película transparente obtenida del maíz) y zumo de perejil y cebada; el pescado en salsa vizcaína rodeado de ajos confitados en leche que esconde la esfera lo rompe el camarero en la mesa. La mazorca y sus fibras de maíz, con foie dulce, vinagre, agua y azúcar, es una prueba de “cocina viajera donde la cocina vasca es el filtro del sabor”. Con foie dulce, vinagre, glucosa, agua y azúcar. Y mariquitas, dulce de chocolate blanco tintado de cochinilla y presentado sobre una rosa roja en copa o en un jardín impreso en cristal, es “un plato simbólico de la suerte".

Para "haberlos" matao, que diría un amigo mío. No lo puedo evitar, cada vez tengo más claro el paralelismo del fenómeno de la cocina moderna con el del arte contemporáneo. Sí, no hay duda, a partir de Duchamps y su inodoro todo estaba permitido, todo era arte. Los críticos de arte de la época hasta utilizaban los mismos términos ampulosos que los gastronómicos, que si explosión de creatividad, ausencia de barreras, búsqueda incansable de nuevos territorios, soportes y sensaciones... Todo, absolutamente todo estaba permitido, desde el inodoro en cuestión al tiburón en formol del mangante de Hirst. Todo además a precios de escándalo con el único propósito de justificar y mantener la burbuja especuladora del mercado del arte, otra rapacería que añadir a la lista, otra más para hacer caja a cuenta de la bobería propia y ajena, esto es, apenas otra cosa que una coartada para mangantes de todo tipo con la inestimable colaboración de los tratantes de arte, o mejor dicho, trantantes a secas.  Ahora bien, de todo el supuesto arte a partir de la segunda mitad del siglo XX, cuánto ha trascendido, esto es, qué obras y artistas han pasado a formar parte del acerbo común, del imaginario popular, cuántas maravillas de la humanidad nos han sido legadas para la posteridad. Pues en lo tocante a España y exceptuando algún que otro calcetín colgado de Tapies, las texturas de Barceló y algo de Saura, bien poco, casi nada. El resto estrellas fugaces. Las elevan a lo máximo, las exprimen a cociencia y cuando ya los del gremio se han aburrido de estafar a los tontos de rigor, al cubo de la basura, condenados al reciclaje si tienen suerte. Y esto sólo para una minoría, esa a la que le pone y mucho la cosa cultureta para distinguirse del resto, cuanto más selecto y raro lo suyo mejor que mejor, más exclusivos se sienten, menos plebe. ¿Pero acaso ese era el fin último de la obra artística, ser consumida y conocida una y exclusivamente por una pequeño grupo de iniciados cual miembros de una secta masónica que sólo se reconocen entre ellos? Y sin embargo, no hace mucho un estudio entre gente de topo tipo de orígenes y nivel de estudios confirmaba que para la inmensa mayoría de la peña el arte se había detenido antes de Duchamps, que hasta los más leídos o viajados sin ínfulas de nada, lo más sinceros para no andarnos con medias tintas, cuando recordaban la última obra de arte que les había impresionado, emocionado, removido algo en el interior, todas pertenecían a artistas anteriores al inodoro de marras. Dicho de otra manera, en el imaginario popular arte es sinónimo de Tintoreto, Da Vinci, Velazquez, Goya, Rembrant, Manet, Picasso, Van Gogh, Gaughin, Kadinsky... Pero claro, eso es para la inmensa mayoría, y ahí está la clave, el motivo del desdén infinito por parte de los que están convencidos de que sí una obra de arte se entiende de primeras y además gusta no puede ser bueno, siquiera porque así se podría llegar a un acuerdo generalizado acerca del valor de la obra, y eso no conviene, puede joder directamente el negocio, el chollo de unos pocos.

Pues tres cuartos de lo mismo con esto de la cocina moderna, molecular, una disciplina muy bonita y todo lo original que se quiera, pero que sólo disfrutan los cuatro iniciados antes mencionados. Un lujo en todo caso al alcance de unos pocos privilegiados que, al igual que con el arte moderno, así pueden ejercer de exquisitos, darle sentido a sus prurito clasista, satisfacer el snobismo innato de tanto nuevo rico y por el estilo. Pero, ¿cuánto de esta cocina molecular, moderna o lo que sea, trascenderá? ¿Cuántos platos de esta alquimia del nuestra época pasaran al acerbo común, a los fogones de la mayoría de las casas como resultado de su reconocimiento por la misma al igual que lo hizo en su tiempo un Bacalao Club Raniero, unas Almejes con Fabes o un Filete Strogonoff? ¿Alguien se imagina una cena de cuadrilla, siquiera la comida del día para los niños, a base de "espuma de foi de erizo con aromas de menestra de verduras de temporada" o "fotoplato de langosta tailandesa sobre un fondo de shunami ibérico".  Los ves hablando de sus creaciones como si hubieran encontrado la vacuna para la Malaria y alucinas, qué falta de modestia y no digamos ya del sentido del ridículo. Ayer sin ir más lejos un soplagaitas del gremio comentaba en la contraportada de El País: “Piensan que somos dioses los cocineros y no es verdad” .... Claro que no, majo, dioses, dioses, pues el cirujano que le opera las tetas a la Obregon, Messi, Justin Bieber y otros cuatro más. Vosotros no, vosotros hacéis cosas de comer de las que luego más de tres cuartas partes se cagan. Pero bueno, algún insensato les dijo que eran artistas y buena parte de ellos, los que cobran menús de 50 euros para arriba, y como si no les bastara con ejercer una de las profesiones más dignas, reputadas y gratificantes que hay, van y se lo creen. Pues lo siento mucho, miguelangeles de los fogones, el fin último de toda obra es trascender, y lo vuestro, por muy original, disparatado incluso, que os parezca, sólo trascenderá si cala en el subconsciente de esa mayoría de ciudadanos que ni pisa vuestros restaurantes ni puede hacerlo. Y por si os cupiera alguna duda, leer el Satiricón de Petronío, sólo nos ha sido legado parde de aquello que comía el pueblo romano a diario y prácticamente ninguna de las absurdas y complicadas a más no poder recetas que los cocineros de las casas de los patricios romanos se afanaban en crear para impresionar a los invitados de éstos. No señor, no, hoy en día nadie prepara delfín cocinado en leche, cerdo de cuyo vientre salen tórtolas volando o alcaparras con hígados de pollo cubiertos de caldo gelatinizado. Si bien es cierto, que de entre tanto figurón de entonces, algo quedó de los más grandes, pero no precisamente lo más asombroso y complicado, no, sino más bien aquello que luego estuvo al alcance de todos como la morcilla, la salsa negra o las lentejas...

Entre los sibaritas tanta importancia se daba a la comida (ergo: a los cocineros…) que aquel 5 estrellas (¿o 5 laureles?) que inventaba un nuevo plato, gozaba todo el año de sus “derechos de autor”. Por su parte, los griegos solían oponer a los “Siete sabios de Grecia” una lista de “Los siete cocineros más famosos”. Estos eran: Egís de Rodas, el único que sabía asar perfectamente un pescado; Nereo de Chío, un experto en la preparación de “caldo de congrio”; Caríades de Atenas, una estrella en ciencia culinaria; Lamprías, inventor de “la salsa negra”; Aftonetes: ¡inventor de la morcilla!; Eutrymo, maestro en preparar lentejas; Ariston: un mago para inventar nuevos guisos… Lo que diríamos, en términos modernos: “¡cocina de autor!”.


Lo dicho, mucho ruido y pocas nueces, pura alquimia, espuma y poco más, intrascendencia asegurada.


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