Ayer al mediodía escuchaba en el noticiero el testimonio de uno de los supervivientes de la carnicería perpetrada por la GC durante el asalto a la valla de Ceuta hace unos años con el resultado de cinco muertos. Aseguraba que se había propuesto contar, allá donde le fuera posible y a todo el mundo que le quisiera escuchar, lo que ocurrió de verdad aquel día en el que las fuerzas de seguridad españolas dispararon a dar contra una muchedumbre de inmigrantes indefensos. Lo de aquel día y también de otros en los que los agentes en cuestión acostumbran a tirar de gatillo para, por ejemplo, reventar las embarcaciones de plástico con las que algunos inmigrantes intentar llegar por mar a la plaza española al otro lado del Estrecho.
Un propósito digno de encomio, por supuesto, puede que hasta ineludible y siempre con el propósito de mantener vivo el recuerdo de lo sucedido para oprobio de unas autoridades que no dudaron, ya sea en ordenar o autorizar, ya sea en encubrir, lo que fue sin lugar a dudas un crimen contra la humanidad en toda regla.
Pero claro, quién te va oír que no lo haya oído ya de antemano, quién te va a escuchar que no esté dispuesto a escucharte otro tanto. Esa era la idea que me venía a la cabeza cuando recordaba la reacción, no ya de esas autoridades españolas a las que se les llena la boca de continuo con la palabra democrática, los derechos humanos, la solidaridad y bla, bla, bla, sino más bien la mayoría de los ciudadanos del común para los que actos como el sucedido en un territorio siquiera oficialmente de su país son motivo de indignación durante unos pocos días y siempre al ritmo de los intereses mediáticos, esto es, lo que dura en aparecer otra noticia que aviva todavía un poco más esa indignación permanente en la que los ciudadanos con todavía cierta conciencia viven instalados desde su lado de la pantalla del televisor o el ordenador.
Y mejor no hablar de esos otros para los que la policía siempre tiene la razón, que van a muerte con sus perros guardianes hagan lo que haga, ya sea intentar abortar a porrazos y empujones una votación popular, arrancar confesiones a los detenidos a hostia limpia o con descargas eléctricas o disparar sobre una chusma tiznada y según ellos invasora, la cual parece no merecerles más consideración que la que tienen por la avispa asiática, el mejillón cebra o cualquier otra especie invasora. Simplemente no los consideran iguales, son de fuera, la mayoría negros y por ello a años luz de como se ven a ellos mismos, tan blanquitos, tan civilizados, tan buena gente y muchos de ellos probablemente también de misa diaria o casi, como que no dudarían en recibirlos con los brazos abiertos si no fuera, dicen, porque no hay sitio ni trabajo para todos, que temen que por ello vayan a engrosar las hordas de delincuentes subsaharianos que asolan las ciudades y que, mira tú qué cosas, si quitas a los manteros a los que sólo detienen para requisarles la mercancía y darles la preceptiva somanta de hostias en el calabozo a modo de correctivo o lo que sea, nunca son los que protagonizan los verdaderos actos de delincuencia en España. De hecho, de protagonizar alguna noticia, y muy de vez en cuando y no precisamente en portada, suelen ser las relacionadas con la explotación en condiciones de semiesclavitud, ya sea bajo los plásticos de un invernadero o en una fábrica donde los derechos laborales no existen porque en realidad ellos tampoco lo hacen a todos los efectos. Otra cosa es que haya revestir el rechazo instintivo al diferente, al pobre, con todo tipo de argumentos cogidos, como poco, del zacuto de los atavismos de toda la vida. Y tampoco se puede hacer nada para rebatirlos, la mayoría de la gente no atiende ni a razones ni a datos, atiende a lo que le interesa, esto es, a todo aquello que le ayuda a reforzar sus prejuicios, porque para eso lo son e intentar desmontarlos es como querer hacerlo también con sus dueños.
En realidad la mayoría lleva puesta una coraza de indiferencia y cinismo que le permite desentenderse del mal trago de tenerse que enfrentar a la ruindad sobre la que se sostiene buena parte de nuestro mundo. Por eso es frecuente encontrarte cuando visitas sitios como la llamada Isla de los Esclavos, o Gorée, en Senegal donde almacenaban a los esclavos arrancados del continente antes de embarcarlos en barcos negreros hacia América, o en cualquiera de los antiguos ingenios azucareros de Cuba alrededor de los que los esclavos vivían hacinados, turistas como tú que, como reacción al relato de las penalidades de los esclavos negros, no dudan en hacer bromas al respecto del tipo: "¡Encima que les pagan el pasaje a América; cuántos querrían ahora poder llegar a Europa del mismo modo!" o "¡Pero dónde iban están mejor, con techo y comida gratis; todo la vida de campamentos...!"
Luego te puede quedar el consuelo de pensar que aquellos que hacen este tipo de comentarios no son precisamente los más espabilados de su pueblo. Pero no, el consuelo dura lo que dura darte cuenta de que todo el mundo les ríe las gracias y que el hecho de que tú estés compartiendo esa visita turística con semejantes energúmenos en lugar de en cualquier otro punto del globo terráqueo, y en condiciones no muy distintas de los antiguos inquilinos de aquellas barracas, se debe única y exclusivamente al mero azar. Así que mejor no comentar lo que se te pasa por la cabeza en ese momento, cuando uno de esos cafres, para más señas de tu pueblo o ciudad, le da también por vanagloriarse de que el propietario más importante de ingenios de Cuba y reconocido traficante, primero de esclavos negros y luego, ya con la abolición, de chinos a los que en la práctica trataban como tales, fue el alavés Julián de Zulueta y Amondo. Como mucho, y otra vez a modo de nimio consuelo, te queda la opción de contarle que su hija Elvira sufrió toda su vida remordimientos de conciencia por las actividades de su progenitor, razón por la que dedicó buena parte de la fortuna heredada de su padre a obras benéficas con las que procurar paliar la culpa de la que también se consideraba heredera.
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