Viajar no es sólo recorrer kilómetros, visitar monumentos casi siempre horribles o insustanciales, aburrirse en los museos, perderse en el callejero, exponerse a la gastronomía local, cagar en el baño del hotel. Para el, así llamado, letraherido, término inventado por no sé quién para definir a los apasionados de las letras, a saber si tan sólo a los que dan el coñazo con ellas a todas horas, el viaje también es una ocasión para la evocación literaria, máxime si los lugares que frecuenta ayudan a evocar lecturas o citas.
En el caso de Berlín, como en el de casi todas las capitales europeas, la evocación literaria salta casi a cada vuelta de esquina. Siempre hay una calle, un nombre o un simple dato que remite a algo leído, siquiera oído. De ese modo el viajero también va trazando su propio recorrido por los escenarios de sus lecturas o de los autores de éstas.
Claro que si uno viaja en compañía no conviene dar la matraca con lo de que si aquí vivió tal o cual escritor, que si esta calle o plaza aparece en tal o cual página, que si el personaje de la novela que sólo uno ha leído se inspiró en un fulano de acá o de más allá. Eso como tantas otras cosas mejor reservárselas para uno mismo, rumiarlas en la soledad de los momentos más o menos aguardientediosos. Y no tanto por miedo a parecer excesivamente pedante, esto es, más de lo habitual, siquiera a aburrir al acompañante a riesgo de la regañina correspondiente para luego tener que afrontar de morros lo que queda de jornada hasta la cerveza pertinente. No, mejor callar porque las pedanterías literarias no le interesan a nadie. Eso y que casi siempre suscitan un recelo inaudito; la gente no lee, pero le jode infinitamente que encima se lo recuerden.
Otra cosa es cuando la visita a tal o cual lugar se debe casi o en exclusiva a su impronta literaria. Es lo que ocurre con la Alexanderplatz, ya que sólo la fama de la novela casi homónima, Berlin Alexanderplatz, de Alfred Döblin, explica el atractivo que todavía tiene una plaza que hoy en día no tiene absolutamente nada que ver con aquella que le dio fama y la convirtió en eje de la vida social y comercial de la capital alemana en el periodo de entre guerras.
La historia de Berlin Alexanderplatz se sitúa en el barrio de clase obrera, Alexanderplatz, en el Berlín de los años 20, y empieza con la salida de la cárcel de Franz Biberkopf. Döblin describe su lucha y su desdicha al intentar buscar por los submundos de Berlín un futuro y su intención de convertirse en “un hombre nuevo”. La novela pertenece a la época de principios de siglo XX en los que el género experimentó todo tipo de sacudidas estructurales, conceptuales, argumentales y hasta temporales o cronológicas. Una novela emparentada directamente con el Ulises de Joyce, tanto en su forma como en la figura del protagonista, el antihéroe, y que podemos encuadrar en el género de novelas intrínsecamente ligadas a una ciudad concreta al modo que el Ulises lo está con Dublín o el Tres Tristes Tigres de Cabrera Infante con La Habana. Sea como fuere, si hay que emparentarla con alguna de las novelas de la primera y muy fructífera mitad del pasado siglo, en mi opinión sería con La Vida Perra de Juanita Narboni del español Ángel Vázquez, tanto por el retrato de una ciudad que ya no existe, en este caso el Berlín de entre guerras al igual que el Tanger de su época como ciudad abierta, como por el fatalismo que acompaña a su protagonista a lo largo de toda la novela (sí, ya sé que el Dublín del Ulises tampoco existe y que Leopold Bloom es tan o más pringado que el berlinés y la tangerina, incluso la Habana de Cabrera Infante sólo lo es anterior al castrismo, pero aún así…). Apenas se trata de una percepción personal, sólo eso, pura subjetividad desmemoriada o ya directamente indocumentada.
De cualquier modo, si estas novelas se parecen horrores lo es casi en el sentido literal del término, pues sin desdeñar en nada sus virtudes, la revolución que supusieron en su momento y lo acertado y único del testimonio que dejaron, la verdad es que estamos hablando de novelas densas como pocas, que requieren, no sólo más devoción que atención al texto, sino también un conocimiento o familiaridad con el espacio físico e histórico en el que se desarrollan, a veces incluso con los personajes que en ellas aparecen. Y sobre todo, creo que resulta indispensable sentir cierta disposición a sumergirse casi que en exclusiva en el mundo ahí reflejado, a dejar todo lo demás que tenga uno por leer a un lado y darse de lleno al libro en cuestión. De lo contrario pueden resultar verdaderos tochos impenetrables de no pasar uno por el imprescindible cursillo para iniciados. Incluso puede pasar que rescates el Alexanderplatz de las estanterías con ánimo de releerlo así que por encima, y te des cuenta de que ya no estás para esos trotes, al menos no en esta etapa de tu vida de tanto agobio familiar, profesional y casi que de todo, a saber si más adelante, cuando ya estés más pausado y te brote de nuevo el gusto por la literatura en su estado más puro, si no crudo, intenso, la lectura hasta de la minucia más intrascendente, de la cancioncilla boba e identificable, el anuncio ramplón o la cháchara insustancial de la nada cotidiana. Vale, todo ello al servicio del gran fresco a lo Brueghel o el Bosco de su ciudad y su época. Pero también es verdad que no abruma poco ni nada tanto lo uno como lo otro, sobre todo en estos tiempos, en lo general y también en lo personal, de incesante trasiego de novedades intrascendentes e innecesarios compromisos con una cosa y otra, con unos y otros, todo tan agotador como efímero, tan rápido como inconstante.
En cualquier caso, y tal y como pretendo corroborar con las fotos que acompañan la entrada, la Alexanderplatz de Döblin nada tiene que ver con ese otra rodeada de mamotretos de oficinas de la época soviética, el gris hasta en la sopa, no vayamos a ponerle color a la vida que somos comunistas, somos tristes no tanto por principio como porque no nos da para más -para algo más que hormigón y ladrillo, la belleza resulta contrarrevolucionaria o casi-, hoy puro testimonio de ese otro capítulo negro de la historia alemana, y, por supuesto, a rebosar de turistas, titiriteros, puestos de venta ambulante, algún que otro desgraciado de la globalización desharrapada, y, faltaría más, la alegre muchachada multicultural, mucha muchachada, al fin y al cabo, eso y no otra cosa es lo que parece la Alexanderplatz hoy, un inmenso botellódromo donde todo es light, cool o ya en alemán, wunderbar…
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