Leía recientemente el prólogo a una edición de la novela Estas ruinas que ves, de Jorge Ibargüengoitia, publicada por Seix Barral, en la que su autor, el escritor y periodista José Manuel Fajardo, se preguntaba por el escaso éxito en España de los libros del escritor mexicano en comparación con los autores del famoso y así llamado Boomlatinoamericano.
La fama es un animal caprichoso y esquivo. A veces se deja ver en ciertos parajes, pero otras se oculta inexplicablemente pese a que las condiciones del terreno le son particularmente propicias. Eso explica tal vez el porqué mientras que la obra del escritor mexicano Jorge Ibargüengoitia disfruta en su país natal de un general reconocimiento, ha recibido hasta hoy tan escasa atención en España. No hay ninguna razón lógica para que sus libros no cosecharan un éxito similar al de otros autores latinoamericanos cuyas obras empezaron a publicarse a principio de los años 70 en España. Sin embargo las tres novelas de Ibargüengoitia que llegaron al público español —Dos crímenes, Las muertas y Los pasos de López, aunque ésta lo hizo con el título de Los conspiradores—, si bien recibieron una excelente acogida de crítica, han terminado por engrosar las mesas de libros de saldo.
Así pues, y sin dejar a un lado la evidencia de que el éxito es un concepto tan relativo como impredecible, servidor, que pertenece a lo que Fajardo denomina en su prólogo el culto secreto para iniciados de la obra de Ibargüengoitia, no puede evitar caer en la tentación, tan legítima como presuntuosa, de echar la culpa del rechazo o la indiferencia hacia la obra de Ibargüengoitia al tan proverbial sentido de lo solemne, el gusto por lo enfático, grandilocuente, redicho o presuntamente excelso, de los españoles a la hora de otorgar su beneplácito a una obra que, en comparación con la exótica fosforescencia narrativa del llamado realismo mágico, debió parecerles una obra menor. Dicho de otro modo, dicho en plata, Ibargüengoitia no gustó a los españoles porque no les ofrecía lo que buscaban en los autores del otro lado del charco. ¿El qué? Pues, para no andarnos por las ramas, digamos que linajes de coroneles a los que nadie escribe, santeros coronados reyes de este mundo, mayas de maíz, conversaciones en una catedral con uno mismo, páramos mexicanos habitados por un tal Pedro o lanzas coloradas que abren nuevos caminos literarios. Todo muy exótico, esto es, encantadoramente tropical y tan lejano en lo geográfico como cercano en el idioma, ideal para hacer las delicias de un público como el español de aquellos años, tan hastiado de los noventayochistas y otros sesudos sufrientes con el tema de España como única referencia. Así que cuanto más diferente, innovadora y hasta exuberante, fuera la prosa que venía del otro lado del charco, mejor y mayor atención y el consecuente éxito. Cualquier cosa con tal de sumergirse en mundos que se anunciaban mágicos sólo por ubicarse en aquellas lejanas Indias, una vez más tierra de promisión, en este caso lectora.
Cuando hablo del humor de Ibargüengoitia no estoy insinuando que los escritores del Boom carecieran de éste.
Y en eso va Ibargüengoitia y llega con una prosa que poco o nada tiene que ver con la supuesta exuberancia semántica y legendaria de su lado del Atlántico. Una prosa desprovista de florituras y que va al grano, una prosa que prescinde de trucos de magia porque lo que quiere contar se insinúa en pocos trazos y mucho diálogo, una prosa que se sostiene sobre todo por una mirada irónica sobre las cosas y los hechos, una prosa acaso demasiado accesible que dibuja en el lector una sonrisa permanente. Por lo que, a ver si ese va ser el problema, que el humor está demasiado presente en todos los libros de Jorge, de hecho es su más destacado ingrediente. Como que parece ser que su principal propósito como escritor no era otro que valerse del humor para dinamitar la historia y la realidad oficiales de su país, hacer trizas los mitos mexicanos como el de la Revolución y acaso también intentar desestabilizar el relato complaciente de las autoridades mexicanas con el PRI al mando. Así pues, y ya de entrada, nadie menos acorde al gusto del lector español, tan dado en aquel entonces al omnipresente exotismo narrativo de los autores del Boom, que Ibargüengoitia con su sarcasmo fino y salvaje, esto es, sin contemplaciones con esas florituras a las que refería antes, digamos que a lo meter con calzador una pincelada de santería o de mitología india a ver si así me colocan el marchamo de “realismo mágico” y, ya que está de moda, vendo mis libros en España como si fueran churros. Sólo tienen que comparar la alambicada y tan excelsa como excesiva Las lanzas coloradas (1931), de Arturo Uslar Pietri, con Los relámpagos de agosto (1964), para saber de lo que hablo, esto es, de cómo era prácticamente imposible que un lector de los años setenta enamorado del realismo mágico latinoamericano en boga, y del que el venezolano ha sido considerado su precursor, sintiera el mismo embeleso por la obra descarnadamente crítica y limpia de Ibargüengoitia a la hora de tratar un episodio de la historia de su país.
Y conste que cuando hablo del humor de Ibargüengoitia no estoy insinuando que los escritores del Boom carecieran de éste. Hay mucho humor, a menudo del más negro, en los libros de escritores como Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Jorge Amado, Guillermo Cabrera Infante y, faltaría, Alfredo Bryce Echenique. Sin embargo, por mucha fina ironía, e incluso voluntad de arrancar alguna que otra risa entre líneas, el humor de estos autores suele ser un añadido, otro más, no precisamente el más apreciado o lo que destaca o singulariza su obra, lo que la sostiene. En el caso de Ibargüengoitia sí lo es, sobre todo sostiene la obra, y por eso cuando se recurre a cualquiera de sus libros el aficionado sabe que, al contrario de lo que ocurre con la mayoría de los autores antes citados, la descripción de ambiente y personajes, incluso el desarrollo de la historia en sí, quedan en un segundo plano frente al pulso que Jorge imprimía a su prosa para, repito, diseccionar, despiezar y ridiculizar a sus personajes con el propósito de poner en escena una realidad poco afortunada.
El problema es que al distinguir entre obras mayores o menores en función del humor que se imprime a cada novela, el autor lo que hace es infravalorizar ya de entrada la obra tildada de, por lo menos, esencialmente humorística.
Así que, llegados a este punto, toca preguntarse si fue precisamente esa principal característica del mexicano, su humor descarnado, lo que lo alejó del favor del lector español de la época en la idea de que un escritor casi que exclusivamente humorístico era por principio un escritor menor, es decir, un escritor poco serio; ya saben, una vez más la proverbial solemnidad española para todo, el amor por la gravedad de puertas para afuera y luego para adentro todo lo contrario. Y sin embargo, qué contraste con la que es sin duda una de las cualidades principales, si no la principal, de la literatura española de todos los tiempos. Pensemos, el libro más universal de la literatura en lengua castellana no es otro que El Quijote, así en pocas palabras una parodia de las novelas de caballería y en toda su extensión un monumento al género humorístico; no hay episodio de El Quijote que no sea una escena humorística más o menos agridulce. Incluso, si pensamos en el género literario español por excelencia, la picaresca, con su Lazarillo de Tormes, La Celestina, El Buscón de Quevedo, Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán, no nos queda otra que reconocer que la mayor fuerza narrativa de estas obras reside precisamente en el humor que las alienta, ahí donde el sarcasmo puro y duro se impone a la ironía más o menos disimulada para retratar toda una época en la que la más grande de todas las ironías es la de un país sumido en la miseria al mismo tiempo que es el imperio más poderoso y rico de su época; como que es más que probable que las dos primeras obras citadas fueran escritas por anónimos al objeto de poder así curarse en salud; eran demasiado satíricas, casi que rozando el sacrilegio.
Pero no nos engañamos, la gran obra de la literatura en nuestra lengua estaba prácticamente olvidada por el lector español hasta que fue traducida al inglés en 1612 por Thomas Shelton. Es lugar que a partir de ese momento El Quijote empezó a leerse en todo el mundo como una sátira, sin lugar a dudas la intención de Cervantes, y no como lo habían leído los españoles hasta el momento, el drama del hidalgo Alonso Quijano. Eso dice mucho de la relación del lector español con el humor, de su repetida varias veces proverbial solemnidad a la hora de enfrentarse a las cosas y sobre todo valorarlas. Fueron los ingleses los que pusieron en valor la gran obra de Cervantes porque históricamente han sido ellos los que más han valorado el género de la sátira. Eso no significa que a los lectores españoles no les gustara y guste el humor en la literatura. No, todo lo contrario, esa es una tradición más que arraigada en la cultura popular y que además tiene su reflejo en el éxito de la novela picaresca, la única que ha sobrevivido de veras a la pompa y el dogma en todo de los siglos de la España Imperial. Sin embargo, una cosa es el gusto por una obra y otra el valor que se le da. Ahí nos damos de bruces con esa hipocresía tan de nuestra cultura, la eterna dicotomía entre el ser y el aparentar. Podríamos hablar largo y tendido de la huella de catolicismo español a la hora de decir o gustar de una cosa y hacer o apreciar otra. Dicho de otro modo, parece que el lector español ha gustado siempre de lo prosaico, del humor en todas sus variantes; pero, como se avergüenza de ello, como ha sido educado en el desprecio de los placeres del mundo en pro de más altos y puros designios, como tiene inculcada esa “solemnidad” tan latina y sobre todo católica de las cosas, no es capaz de valorar en su justa medida el sentido del humor y prefiere tachar de serias, dignas, excelsas, válidas, las obras en las que el humor, o está en un segundo plano, o ya totalmente ausente.
El ejemplo más claro de esta hipocresía es la distinta valoración que reciben las obras de un mismo autor según sea su obra más o menos humorística. Así tenemos a autores como Eduardo Mendoza y otros que dividen su novelística en obras serias y menores, esto es, entre novelas como La verdad sobre el caso Savolta, La ciudad de los prodigios y otras como El misterio de la cripta embrujada, Sin noticias de Gurb. También es el caso de Ramón J. Sender con su divertida La tesis de Nancy, en contraste con la supuesta gravedad del resto de su obra donde el autor sufre por los males de España desconsoladamente, e incluso el del cascarrabias por excelencia de las letras españolas que fue Pío Baroja, el cual solía referirse a sus novelas como Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox o en su Paradox Rey como obritas más o menos ligeras, es decir, nada que ver con el tremendismo que imprimía al resto de ellas el maestro de las sentencias al vuelo.
Puede que Ibargüengoitia resultara muy directo, crudo, en sus novelas; esto es, que su humor, su ironía o sarcasmo, resultara demasiado cercano al lector español pese a lo supuestamente lejano de la realidad mexicana que satirizaba en sus libros.
El problema es que al distinguir entre obras mayores o menores en función del humor que se imprime a cada novela, el autor lo que hace es infravalorizar ya de entrada la obra tildada de, por lo menos, esencialmente humorística. De ese modo también parecería como si, en el imaginario del lector español, la obra de autores como Gómez de la Serna y en especial el extraordinario Valle-Inclán, hubiera quedado relegada por detrás de esas otras supuestamente serias, solemnes diría yo, de otros como el propio Baroja. Y sin embargo, por mucho que se desdeñe del valor literario del humor, por mucho que el crítico frunza el ceño ante la ironía o el sarcasmo de tal o cual obra, la gran verdad de la literatura española es que la inmensa mayoría de sus autores utilizan el humor a discreción en casi todas sus obras, esto es, desde la ya icónica Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos, sin lugar a dudas una de las cumbres del sarcasmo, siquiera de la alternancia de lo grave y lo jocoso, de la narrativa española de la segunda mitad del siglo XX, a la totalidad de los narradores más renombrados hasta nuestros días sin excepción o casi; Torrente Ballester (de éste decía recientemente el periodista y escritor español David Torres en una de sus columnas: “Quizá su gran pecado fue el sentido del humor, ese impulso profundo e irónico a la vez, serio y endiabladamente divertido que mueve a sus criaturas inolvidables, una cualidad que es la esencia misma de la novela y que tampoco le perdonaron en su día a Cervantes, menos aún en un país que ha confundido el aburrimiento con la seriedad”), García Hortelano, Camilo José Cela, Álvaro Pombo, Félix de Azúa, Vázquez Montalbán, Javier Tomeo, Manuel Longares, Javier Marías, Molina-Foix, Martínez Reverte, Gonzalo Suárez, Fernando Fernán Gómez, Manuel Vicent y muchos, pero muchos otros. En todos hay, siquiera en mayor o menor medida, buenas dosis de ese sarcasmo o mala leche tan caro al alma ibérica. Ahora bien, ninguno pasaría ante la crítica por escritores “humorísticos”; incluso me temo que a la mayoría de ellos les molestaría bastante ser catalogados como tales, al menos en exclusiva. No, por lo general la Historia de la Literatura, cuanto menos española, a la que pertenecen, los considera por otras cualidades literarias en teoría más excelsas. El humor a lo sumo es un añadido, un plus, yo diría que a los ojos de la solemnidad innata de la crítica española casi que una frivolidad que se les perdona porque sus otros méritos se lo permiten. Repasen si no la mayoría de las críticas o valoraciones que se han hecho de Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos, o de La colmena, de Cela, que si retrato de una época a través del espejo deformado del tremendismo, el naturalismo a lo Zola y bla, bla, bla. Lo que sea con tal de dejar en un segundo plano, de ocultar con tecnicismos academicistas de todo tipo, no vaya a ser que no nos tomen en serio, las dosis ingentes de ironía, sarcasmo, vitriolo incluso, que contienen esas obras.
En resumen, los escritores a ser tenidos en cuenta, esto es, los serios, pueden hacer gala de su humor en sus obras, claro que sí, pero deben disimularlo a los ojos de los críticos no las vayan a catalogar de moneres, de simple pasatiempo rozando la frivolidad por momentos. Por eso al más “humorístico” de todos, a Valle-Inclán, hay que teorizarle lo del esperpento hasta que parezca una cosa completamente al margen del sentido de humor, que parezca algo serio, grave, de profundis; pues, de lo contrario, su obra bien podría haber corrido la suerte de Gómez de la Serna, un escritor de ocurrencias y poco más a los ojos de la crítica y por derivación del gran público lector que se deja llevar al redil de los prejuicios literarios por los primeros.
De modo que mucho temo que esa haya sido la razón por la que la gran obra de Jorge Ibargüengoitia haya quedado en un segundo plano para el público español en comparación con el éxito de los escritores latinoamericanos del Boom y toda la parafernalia luminosa que los acompañaba. Puede que Ibargüengoitia resultara muy directo, crudo, en sus novelas; esto es, que su humor, su ironía o sarcasmo, resultara demasiado cercano al lector español pese a lo supuestamente lejano de la realidad mexicana que satirizaba en sus libros, esto es, un escritor demasiado “español”, y de ahí la pereza y la hasta incomprensión del lector español medio que acaso esperaba encontrarse entre sus libros epopeyas de líderes revolucionarios más o menos creíbles a merced de los elementos mágicos inspirados en la mitología azteca o el consumo desaforado de peyote. En fin, ellos se lo pierden, como tantas otras cosas de ese otro lado del Atlántico por el que los peninsulares de esta orilla solemos sentir tanta afinidad como desapego.
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