lunes, 11 de marzo de 2019

DEFENDERÉ LA CASA DE MI PADRE

Con este artículo inicio mi colaboración con la revista digital multidisciplinar TIPEALIA de la Asociación Cultural PUNICA GRANATUM: https://punica.es/defendere-la-casa-de-mi-padre/


Dentro del saco sin fondo que contiene todos los mitos, tradiciones y puros atavismos que, según entendidos, conforman la identidad vasca, probablemente hay uno que destaca sobre todos los demás por su vigencia en lo que viene a ser el subconsciente colectivo de los vascos. Ahora bien, que lo sea de un modo más o menos inducido eso ya es harina de otro costal. Me refiero al mito de la casa del padre, lo que viene a ser el apego por el solar, el oinetxe, la casa no ya del pueblo donde nacieron tus padres y abuelos, donde se supone que nacieron casi todos los tuyos desde hace generaciones, allí donde los tuyos fueron “hijos de algo”, miembros de pleno derecho del llamado con no poca sorna Paraiso Foral. Se trata nada más y nada menos que la vieja querencia hidalga por el origen del linaje, la casa solariega, generalmente blasonada, el manoir francés. Ahora bien, lo que en las sociedades estamentales de nuestros vecinos era precisamente la manifestación genuina de éstas, la preeminencia de unos pocos sobre el resto, en el País Vasco del antiguo régimen, que allí es sinónimo de foral, era precisamente todo lo contrario; la manifestación del mito igualitario vasco en sus dos vertientes, la cantábrica con el concepto de hidalguía universal como principal característica de las sociedades guipuzcoana, vizcaína y determinados valles cantábricos de Álava y Navarra, esto es, todos los genuinos de aquellas tierras eran hidalgos de nacimiento, o de la vertiente alavesa y navarra mediterránea, aquella por la que, aun existiendo hidalgos y plebeyos de nacimiento, a efectos prácticos apenas tenía trascendencia dado que, muy al contrario de lo que ocurría en la Castilla o la Francia del Antiguo Régimen donde la clase lo era todo, el fuero determinaba que todos los naturales eran iguales ante las leyes y costumbres de la Provincia.
Esa particular organización legal, antes que social, de la sociedad tan estudiada y a la vez poco explicada, siquiera fuera de Euskal Herria, es sin lugar a dudas la particularidad más destacable y sobre todo determinante de toda la Historia vasca,  la que explica la especial concepción pasada y presente de su sociedad y sobre todo cómo se han visto y se ven los vascos a sí mismos a lo largo de la Historia. No lo digo yo, que casi nunca digo nada que no hayan dicho o escrito antes otros, en este caso, y por elegir entre tantos trabajos o estudios el más reciente y excelente de ellos, remito a quien quiera el libro El espíritu emprendedor de los vascos (2008), de los muy reputados profesores José Ramón Díaz de Durana y Alfonso Otazu. El libro, así a grandes rasgos, explica cómo frente al hidalgo castellano que despreciaba el trabajo manual y el plebeyo que, faltaría más, soñaba con poder hacerlo algún día, él o sus descendientes, como muestra de su ascenso social, el antiguo “vizcaíno” o “navarro” no solía tener problema alguno en dedicarse a cualquiera de las actividades manuales a su alcance, tal es así que si hubo en la España del Siglo de Oro dos grupos sociales especialmente industriosos, endogámicos y enfrentados entre sí según las circunstancias, concretamente en la lucha por copar cuantos más puestos como secretarios o leguleyos mucho mejor dentro de la administración del Imperio Español, esos fueron los de los conversos y los llamados “vizcaínos”, nombre genérico por aquel entonces de los naturales de las provincias llamadas exentas.
Claro que para justificar esa hidalguía universal de facto, la inteligencia vascongada de la época tuvo que aplicarse también a la creación del mito que la justificara de derecho, de iure. Así nació la idea del pueblo más viejo del mundo y por ello también el más puro, libre de cualquier mácula de sangre mora, judía o hereje, el pueblo que incluso ya era cristiano antes de Cristo, el pueblo en el que nadie estaba por encima del otro porque no era una sociedad de señores y esclavos sino una “gens”, descendientes todos del mismo antepasado, para eso se inventaron a un tal Aitor, y por lo tanto todos parientes entre sí en mayor o menor grado.
Una pamema de cuidado que funcionó y cómo. De ahí la importancia del solar, no como en Castilla u otros lugares de Europa para demostrar que siendo de tal o cual solar se era más que el resto, noble, sino para demostrar tan sólo que se era de allí mismo, de la tierra, y por lo tanto miembro de la gran familia, hidalgo por principio o acaso nunca menos que éste, a la par de cualquier Grande de España aunque luego en la práctica su oficio fuera de pisaviñas o cabrero; no se rió poco ni nada Cervantes del mito del hidalgo vizcaíno en su Quijote.
Con todo, ahí ha quedado en nuestro subconsciente, la importancia de ser de aquí o de allí, de remontarse, de saber hacerlo hasta este o ese otro antepasado, de saber de dónde venimos, qué casa, calle, aldea o villa de mierda habitaron los nuestros, demostrar que no nos movimos del solar o que si lo hicimos siempre fue para volver aunque solo lo fuera en espíritu, hablar del solar de la familia en el pueblo aunque sean ya varias generaciones de los nuestros que han nacido en la ciudad, reconocernos por el apellido, creer atisbar parentescos en los rasgos faciales de los que lo comparten, la tribu, el clan, siquiera la cuadrilla de los que piensen como yo y punto, el mundo como en la Edad de Piedra o casi. Son cosas, por supuesto, que en la práctica ya sólo se toman en serio los necios. Otra cosa es la cantidad tan llamativa de los que en principio no son tan necios y que, con dos copas de más y casi siempre en la intimidad, se pirran por glosar los árboles genealógicos propios y ajenos. Nadie en sus cabales le puede dar importancia a tales melonadas puesto que a poco que escarbes en ellas descubres que son falsas de necesidad, puro mito, puro cuento, y ya no sólo en general, simple carnaza jurídica para justificar lo injustificable, el privilegio, unos derechos que no basta con decir que son nuestros porque sí, también hay que asegurar que poco más o menos bajó Dios a la tierra a concedérnoslos por guapos, sino también por lo que atañe a tu familia, tu clan, como si alguna vez hubieran sido algo más que uno simples destripaterrones insoportablemente orgullosos.
Siendo así no es de extrañar la repercusión en su momento del famoso poema de Gabriel Aresti, La Casa de mi Padre/Nire Aitaren Etxea. Ya fuera por el tono entre lo paródico y lo puramente sentimental, el poema de Aresti marcó a su generación como símbolo de lo que algunos, quizás muchos, demasiados para el daño que han hecho, y como siempre los más duros de mollera para los que las metáforas o los símbolos acaban dando en verdades como puños, interpretaron la razón de su lucha particular contra lo establecido, contra el Estado, esa mala madrastra llamada España, la lucha armada para no andarnos por las ramas, que me quitan los fueros, la lengua, la casa, todo lo nuestro.
Por eso la noticia de que el ex-etarra Luís María Lizarralde, condenado por el asesinato del teniente coronel del Ejército José Luis de la Parra y por el atentado en el que murió el guardia civil Luís Miranda, ha ofrecido su herencia, esto es, la casa solariega de su familia en Azkoitia, la casa Idiakez-Ederra, para satisfacer las indemnizaciones civiles que debe pagar a las víctimas de sus delitos, tiene no un algo, sino un mucho de alegórico de acuerdo con el poema de Aresti. Lizarralde que mató por defender la casa de su padre, la patria, ha acabado dándola en compensación por sus crímenes; imposible encontrar una alegoría más certera y a la vez esperanzadora del drama que hemos vivido en aquella tierra. Todavía más, porque si seguimos leyendo la noticia descubrimos que: no será fácil vender la casa. Es antigua, está estropeada, tiene varios propietarios y necesita que una constructora disponga del dinero suficiente para rehabilitarla de forma adecuada. Como es un edificio protegido, la ley obliga, entre otras cosas, a que la fachada se mantenga.
La alegoría continúa; mataste por ella, Lizarralde, por una casa que ha acabado en ruinas, y puede que así haya sido porque no estuviste precisamente para cuidarla, estuviste a otras cosas, defendiste la casa equivocada, no entendiste a Aresti, querías salvar la casa de tu padre, ser su digno heredero, el premu, y acabaste de etxekalte, que en euskera significa, no la oveja negra de la familia, de la casa, sino aquel que por sus actos, su mala cabeza, la arruina.

Si es que la realidad a veces parece una continua alegoría.
Defenderé
la casa de mi padre.
Contra los lobos,
contra la sequía,
contra la usura,
contra la justicia,
defenderé
la casa
de mi padre. 
Perderé
los ganados,
los huertos,
los  pinares;
perderé
los intereses,
las rentas,
los dividendos,
pero defenderé la casa de mi padre.
Me quitarán las armas
y con las manos defenderé
la casa de mi padre;
me cortarán las manos
y con los brazos defenderé
la casa de mi padre;
me dejarán
sin brazos,
sin hombros
y sin pechos,
y con el alma defenderé
la casa de mi padre.
Me moriré,
se perderá mi alma,
se perderá mi prole,
pero la casa de mi padre
seguirá
en pie.

Traducción: Gabriel Aresti
Versión original: NIRE AITAREN ETXEA

Texto © Txema Arinas García. Todos los derechos reservados.

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