miércoles, 26 de junio de 2019

O BARCO (EL BARCO) - DOMINGO VILLAR

Mi reseña de O Barco/El Barco. la última de Domingo Villar, para SOLO NOVELA NEGRA. Eso o cómo la decepción inunda un transatlántico de casi ochocientas páginas: https://www.solonovelanegra.es/el-ultimo-barco-de-domingo-villar-por-txema-arinas/?fbclid=IwAR07884KS8vL7RBzLAFtCMCwywVyPnsl4JSHv15WEToDZ6EvRr8zjnOUgm4




Como soy de los que se entusiasmaron con las dos entregas anteriores de Domingo Villar, Ojos de Agua (206) y La playa de los ahogados (2009) confieso que espera con fruición esta última entrega de título El último barco (2019). Había disfrutado con las dos primeras porque ambas se me antojaron un verdadero ejemplo de novela negra española, da igual si escrita en gallego o en cualquier otro idioma del estado, es decir, una trama negra perfectamente creíble y sobre todo adaptada tanto a la idiosincrasia del lugar desde donde se escribía como a la actualidad que refleja la prensa de nuestro país. Pero aún más, eran novelas de personajes y contrastes, esto es, escritas a partir del material con el que se hace, o al menos se aspira a hacer, verdadera literatura sea o no de género.
   De ese modo, el encanto de la obra de Villar no estaba sólo en las tramas, que también, por supuesto que sí, como en la construcción de personajes a veces tan antagónicos como la del protagonista, el inspector gallego Caldas y su compañero el aragonés Estévez. Todavía más, como en toda buena novela negra la trama no lo ocupaba todo y había espacio para la descripción de entorno íntimo y/o familiar del principal personaje, o lo que es lo mismo, para presentar personajes secundarios o escenarios tan cotidianos como característicos de un entorno geográfico concreto al estilo del padre del prota y sus viñedo de albariño. Y por si fuera poco, las dos primeras novelas exudaban salitre atlántico y remitían de continuo a esos cielos de eterna morriña típicos de la zona.
   Así que me las prometía muy felices hasta que El último barco empezó a naufragar a medida que me sumergía en un verdadero océano de páginas, 788 en su versión gallega. Porque no puedo decir otra cosa aunque ya me gustaría a tenor de lo mucho que me gustaron las dos primeras entregas. Todo lo que atrajo de Ojos de Agua y La Playa de los ahogados aquí parece estar ausente. Se diría que el autor ha reducido a la mera anécdota la interacción del protagonista, Leo Caldas, con su entorno para centrar exclusiva y exhaustivamente en la resolución del caso que le ocupa, la desaparición de una mujer tras haber sido vista en el último barco que cruzaba la ría de Vigo.
   De ese modo la trama de la resolución del caso parece circunscribirse en su totalidad a los continuos viajes que hace el inspector y otros de una orilla a otra de la ría de Vigo con el objetivo de buscar insistentemente pruebas o indicios acerca del paradero de la mujer desaparecida. Y el caso es que llegas a la página trescientos y algo y sientes que todavía estás como al principio, ni hacia atrás ni hacia delante, prácticamente dado palos de ciego alrededor de los escenarios por los que se movía la víctima y poco más, deseando que surja algo o alguien que encamine de una vez por todas al inspector Caldas hacia la resolución del caso. Y no pasaría nada si entretanto tuvieras la opción de disfrutar de ese entorno humano y geográfico del protagonista que en las primeras entregas te introducía en la vida de su padre vinicultor, el castizo bar de Vigo donde acude de vez en cuando a rodearse de interesantes prototipos de su ciudad y, muy especial, los jugosos diálogos entre Caldas y su subordinado Estévez, esto es, entre la flema gallega y la impetuosidad aragonesa.
   En realidad, y esto por supuesto que siempre a mi juicio, uno de los puntos más fuerte de las novelas de Villar era precisamente ese contraste, o choque, de las mentalidades de Caldas y Estévez. Porque, para qué negarlos, si a Caldas le quitas Estévez nos queda un soseras de tomo y lomo, demasiado correcto, sereno, certero –en esta novela hasta empieza a hacérseme antipático- como para no sospechar que tanta perfección acaba rozando inexorablemente el cliché. Así pues, y por eso mismo, Estévez resulta imprescindible, tanto para humanizar a Caldas sacándolo de quicio o ya solo sacándole alguna sonrisa, como para aportar los toques de humor imprescindibles para hacer más llevadera una trama exclusivamente policial.
   Pues ahí el quid de la cuestión, que en El último barco  Estévez no está en un segundo plano, sino en uno tercero, cuarto y hasta quinto, como que Villar hasta lo hace enfermar para que coja la baja durante unas cuantas hojas, muchas, a saber si para que su prota pueda investigar a sus anchas sin la a veces molesta presencia de Estévez, el cual al principio de la novela –y decir principio aquí es referirse a las primeras cien páginas o más- es presentado más como un incordio que como un complemento del personaje principal.
   Y otro tanto con el padre y su viñedo. Claro que aparecen, pero apenas hay más interacción con el hijo, el prota, que estar ahí para cuando a éste le viene bien para desconectar un rato y poco más. Otro tanto con los interiores de Caldas, ya apenas se refiere a su ex-mujer o a cualquier otra cosa de su pasado, no hay ese bagaje de los protagonistas que sirve para recrear no tanto una vida anterior como el personaje en sí mismo, darle chicha.
   Y todo esto, es decir, la minuciosa, reiterativa y a veces desesperante y engañosa investigación de la desaparición de la hija de un renombrado médico vigués por el que el superior de Caldas siente verdadera devoción y a veces hasta miedo a defraudarlo, un personaje que apunta maneras, que tiene todos los mimbres, él y su entorno, para presentarnos una historia verdaderamente interesante; pero, cuya presencia en la novela, junto a la de otros tantos personajes que aparecen al principio, acaba difuminándose hace el final de esta larga y agotadora novela.
   Porque, insisto ya hasta la saciedad, casi ochocientas páginas de novela son demasiadas páginas para centrarlas en un caso sin otra complicación que intentar averiguar el paradero de una persona. Y eso porque dicha investigación podría haberse complicado a partir de un presupuesto tan sencillo, es decir, haber sido apenas una excusa para introducirnos en una trama más amplia. Pero no, ya no es solo que el autor haya prescindo en su mayoría de las historias paralelas que nutren cualquier novela negra, ya sea para hacer más llevadera la trama pura y dura, como para redondear el retrato del lugar y época que toda novela negra debe ofrecer, sino que la trama, a mí por lo menos, resulta verdaderamente decepcionante.
   Y ello porque, para decirlo a las claras, es una trama engañosa, de esas que te arrastran durante páginas –de nuevo insisto que casi 800- por una senda clara, acaso demasiado, sin plantear excesivas dudas de acuerdo con lo los personajes o detalles que van apareciendo, para, ya hacia al final y prácticamente por sorpresa, desecharla y saltar a otra en la que todo se resuelve casi que de golpe y porque había que acabar el libro de alguna manera. Supongo que la idea del autor era cifrarlo todo en el efecto sorpresa. Empero, a mí esa manera de resolver una novela me irrita sobremanera. Será que soy más de causalidades que de casualidades.
   Y con todo, este reseñador asume desde el principio que la mía es una opinión sin otro refrendo que mi experiencia y prejuicios lectores. Porque resulta verdaderamente sorpresivo que un autor de éxito, y por lo tanto de contrastada maestría, siquiera para crear un producto que satisfaga con creces un público determinado que no busca en la novela negra otra cosa que puro entretenimiento, alguien al que se presume debidamente aconsejado por un agente literario de prestigio y un editor de relumbrón, haya perpetrado a lo largo de casi ochocientas páginas – ¿Eran necesarias? ¿Acaso lo fue en las anteriores mucho más breves y redondas? ¿Un caso flagrante de literatura al peso para determinado público que solo lee en verano?
   Lo que a este humilde lector se le ha antojado sin remedio un tostón de tomo y lomo, y nunca mejor escrito. Máxime cuando recuerdo una entrevista a Domingo Villar en la que revelaba que había escrito una primera versión que más tarde, en concreto tras la muerte de su progenitor, había reescrito de principio a final. Cómo no sospechar, a tenor del resultado para mí más que decepcionante, que la buena era la primera, vaya que sí lo sospecho.

Reseña: © Txema Arinas, 2019.

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