sábado, 9 de enero de 2021

LO DE ESTOS DÍAS



Auto-diagnóstico

Que ves las imágenes del asalto al Capitolio en los EE.UU y lo primero que piensas es en quitarle hierro al asunto con el argumento de que la izquierda en España hizo algo parecido llamando a rodear el Congreso durante la investidura de Rajoy o en la del gobierno andaluz, que no sabes distinguir entre "rodear" y "entrar", que para ti no existe diferencia alguna entre una protesta contra los desahucios indiscriminados o cualquier otra injusticia por el estilo e intentar impedir por la fuerza el resultado de las urnas, que puesto a buscar paralelismos entre lo sucedido en el Capitolio de los EE.UU y España se te olvida, casualmente, el intento de golpe de estado de Tejero, es decir, la última vez que alguien entró en el Congreso para impedir la investidura de un candidato elegido democráticamente, si te da igual el tamaño de la salvajada que hagan los descerebrados que apoyan a Trump, Bolsonaro, Orban, Abascal y compañía con el mantra de que la culpa siempre la tiene la izquierda de alguna u otra manera; pues, oye, no hagas caso a los que te insultan llamándote idiota, porque de idiota no tienes nada, ni siquiera de equidistante, porque tampoco lo eres, qué va, lo tuyo es demasiado obvio, de hecho tiene un precedente inmediato en la actitud cobarde y/o cómplice de la derecha sociológica europea durante los años veinte y treinta, eres simple y llanamente un blanqueador del fascismo aparentando una falsa equidistancia por la cosa esa de que sus maneras no van contigo, que tú eres mucho más fino, educado y así; pero, no te engañes, tampoco engañas a nadie, eres un hipócrita y sobre todo un cómplice del fascismo de manual, sin ir más lejos un indigno émulo de los que en su tiempo permitieron y hasta alentaron con su falsa equidistancia el triunfo del pintamonas austriaco y el histrión italiano, entre otros, claro.




-¿Que en Asturias ya han puesto el 80% de las vacunas que les han repartido y aquí en Madrid solo el 6%?

-Sí, señora Ayuso, sí. ¿No le parece raro?

-No me va a parecer raro. ¿Es que en Asturias nadie quiere hacer negocios con la sanidad privada o qué?



 A mi mujer, como es Asturiana de la capital y no de la montaña, es decir, de donde no cuaja porque estamos casi al nivel del mar, le horroriza la nieve. De hecho, ni siquiera se atreve a conducir con nieve y siempre me toca a mí con la condición de que, siquiera en esa ocasión, no me taladre la cabeza como suele ser lo habitual cada vez que me pongo al volante con ella al lado. De hecho, ni siquiera sabe andar sobre la nieve por la ciudad y da mucha grima verla trastabillarse a cada paso como un pingüino recién salido de un after.

En realidad, a mi compañera, más que horrorizarla, la nieve la fascina por lo que tiene para ella de excepcional y lejano. Claro que nada que ver con la sensación que experimentan mis parientes caribeños cuando se enfrentan a ella por primera vez, algo así como cuando Colón llegó al Caribe y vio que los nativos andaban con todo al aire o casi. Al fin y al cabo, para mi carbayona la nieve es eso que en invierno está allí a lo lejos en los montes que separan el Principado de León. En cambio, a mí me emociona por todo lo contrario, forma parte de mi biografía, como la de cualquier gasteiztarra, me es extremadamente cercano. He crecido con las nieves del invierno cubriendo de un manto blanco mi ciudad. Unas nieves que hace ya tiempo que no eran como las de antaño, cuando éramos críos y la ciudad quedaba prácticamente paralizada durante un par de semanas en una especie de estado de sitio que trastocaba lo cotidiano disparando la imaginación del inveterado fabulador que he sido siempre, a veces muy a mi pesar. De ese modo, ir al colegio por la mañana, embozado en el anorak, la bufanda, el gorro de lana, los guantes y, sobre todo, aquellas botas de plástico que llegaban casi hasta la rodilla, se convertía en lo más parecido a una expedición ártica que ríete tú del Amudsen ese. Como que la consigna solía ser precisamente la contraria de la que nos daban en casa cuando nos ordenaban, más que aconsejaban, que fuéramos por donde menos nieve había, pegados a los edificios o por los soportales, siguiendo el sendero abierto por los pioneros con sus botas como un cuchillo sobre la mantequilla. La nuestra era siempre la de ir campo a través siempre que hubiera la ocasión, de cabeza por las campas, jardines o aceras donde más nieve acumulada hubiera, como ascendiendo hacia ese Everest donde por aquella época una expedición vasca -de la que formaba parte el oculista al que me llevaba mi madre- había plantado la ikurriña como si aquello fuera el culmen, no tanto del alpinismo patrio, sino del pujo reivindicativo de lo vasco que el aquel entonces también estaba en su punto más álgido.
Luego a la salida de clase tocaba la guerra de bolas de nieve, con o sin piedra camuflada dentro, con los eternos enemigos del cole de al lado, eso o el ataque a lo vikingo al colegio de monjas a la salida de las alumnas en lo que solo se puede calificar de un acceso de locura testosteronica por parte de unos cabestros preadolescentes y meros peones de esa cultura heteropatriarcal todavía hoy hegemónica y tal y tal. También era el tiempo, por las tardes o durante el fin de semana, del trineo de pega, las más de las veces un simple plástico, para deslizarse por la pendiente de los simulacros de montes de los alrededores, con especial predilección por la zona de Mendizabala o Mendizorroza, a veces incluso desde Olarizu y, así en general, desde cualquier promontorio que estuviera a mano; el fin de semana, si había suerte y les apetecía a los mayores, puede que nos subieran al Zaldiaran incluso hasta el Gorbea. Alegría desbordada y aterida que con el paso de los días, a medida que subían las temperaturas, incluso cuando ya la nieve había mermado y lo que restaba era solo hielo, se iba tornando en una nostalgia tonta por lo que era una paulatina vuelta a la aburrida normalidad.
Mucho después, ya de adolescente, coincidiendo con mi traslado del asfalto a una aldea en las inmediaciones de la ciudad, la nieve se convirtió en el gran coñazo anual, el momento donde se imponía el traslado forzoso de toda la familia al piso de mis tíos de Venezuela, donde todo volvía a trastocarse pero ya por otras razones, el mismo piso que en el que vivíamos antes de emigrar al campo, dado que, al tener la casa en una especie de hondonada, la nieve, y no digamos ya si helaba, nos impedía subir en coche la cuesta que nos comunicaba con el pueblo para desde allí poder bajar hasta Vitoria. Con todo, no fueron pocas veces ni nada las que tuve que bajar o subir del pueblo a la ciudad andando bajo la nieve como fugado de un gulag, las que tuve que transitar en coche del mismo modo o ya directamente sobre una pista de hielo subiendo o bajando el puerto por la razón que fuera. Eso y tirar de pala como hace dos días, limpiar lo que hubiera que limpiar para impedir que la nieve acumulada provocará una desgracia, patinar incluso para ir a tirar la basura. Entonces, claro está, la nieve ya era el gran incordio que no lo compensaba una buena pelea de bolas de nieve o hacer la croqueta sobre el campo nevado.
Con todo, hacía ya tiempo que no nevaba tanto, que no cuajaba y permanecía tantos días de seguido como entonces, que Siberia-Gasteiz ya no lo era tanto, que ya parecía Sebastopol a orillas del mar Negro. Por eso la nevada del pasado viernes a la noche me emocionó tanto al día siguiente que hasta me puse a hacer un muñeco de nieve. Tantos recuerdos y tanta belleza recuperada. Pero, por eso también tuvimos que adelantar el regreso a Oviedo en cuanto la asturiana vio las previsiones para esta semana, dejándome con las ganas de disfrutar a conciencia de ese trozo de mi infancia recuperada, el cual estoy seguro que reaparecerá en ese resumen comprimido de la vida de cada cual que dicen que pasa por la cabeza justo unos pocos minutos antes de palmarla. Ahora me tengo que conformar con ver la nieve desde la terraza a lo lejos, sobre las montañas. Tan lejos y tan cerca, pero siempre otra cosa más agreste y hasta peligrosa, nada que ver con mis recuerdos de Novosibirsk.



El año que se ha ido se recordará por lo obvio. Para mí, tirando de chusquería localista, será el año que no bajó Celedón. Pero, sobre todo, será el año que, más que descubrir, pudimos confirmar que vivimos rodeados de un número considerado de conciudadanos decidida y esencialmente idiotas, los cuales, ante una situación extraordinaria y de máxima gravedad como una pandemia, se comportaron como niñatos mimados que en cuanto vieron restringidos sus derechos o modificadas sus costumbres por causas de fuerza mayor, o bien arremetieron contra las autoridades, no ya solo para criticarlas con todo derecho por sus errores en la lucha contra el virus y sus consecuencias, sino más bien para culparlas de todo lo sucedido, todo, incluidos los muertos, ya fuera porque el concepto de fatalidad no existe en sus cerebros o con indisimulados y exclusivos fines partidistas, sectarios, los imbéciles de las banderas y así, o bien se negaron a cumplir las normas decretadas, con mayor o menor acierto, en la convicción de que ellos estaban exentos por su cara bonita, eso y que para expertos en epidemiología los primeros también ellos. Este será, por lo tanto, el año en el que los idiotas demostraron con verdadero ahínco, incluso con saña, que lo eran. Este año quedó más patente que nunca que vivimos en una sociedad con un porcentaje elevadísimo de individuos esencialmente infantiles, egoístas, incapaces de ver más allá de su ombligo para pensar en el bien común incluso cuando hacerlo redunda también en su propio beneficio.

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