Un amor, de Sara Mesa: la narrativa española actual y sus tendencias
Un amor, de Sara Mesa, ha encabezado la mayoría de las listas de libros publicados durante el año 2020 recomendados por los críticos de mayor prestigio de España, entre otras la que elabora El Cultural, suplemento literario del periódico El Mundo, o el acaso todavía más renombrado suplemento literario de El País, Babelia.
Un amor transcurre en La Escapa, un pequeño núcleo rural sin concretar de la geografía española, si bien la descripción neutra, indefinida y sin particularismos locales reconocibles del paisaje y el paisanaje invita a situarlo en cualquiera de las dos Castillas, adonde la protagonista. Nat, una joven e inexperta traductora, decide trasladarse a La Escapa tras un incidente acaecido en su anterior vida, inminentemente urbana. Su casero le regala un perro como gesto de bienvenida, convirtiendo el regalo en el primer escollo al que tendrá que enfrentarse. Sin embargo, tanto los conflictos con su casero como su torpeza para relacionarse con sus vecinos, esto es, para adaptarse a la peculiar sociología del lugar y entender el ritmo de vida por el que se rige la gente del campo, a lo que hay unir la sobreexposición a la opinión de los demás propia de la vida en una pequeña comunidad a poco que alguien se salga de los estrechos límites de lo que la mayoría considera aceptable, la siempre indeterminada y opresiva normalidad, provocarán que la relación de Nat con los habitantes de La Escapa derive en mutua incomprensión e incluso en una latente hostilidad. Así y todo, Nat acabará entablando vínculos con Píter el hippie, la vieja y demente Roberta, un matrimonio joven de ciudad que pasa los fines de semana en La Escapa y cuya casa linda con la de nuestra protagonista, y, sobre todo, con Andreas el alemán, un extraño, hermético y a ratos atrabiliario personaje con el que iniciará una relación íntima casi que por accidente y sin perspectiva alguna de llegar a ninguna parte ya desde el momento uno. Una relación de continuos silencios y equívocos que acabará desquiciándola a pesar de su empeño en relativizarlo todo, y que será, en buena parte, una extensión de su incapacidad para adaptarse a un medio donde esa nueva vida que deseaba emprender amenaza, ya no sólo con estancarse, sino incluso con derrumbarse del todo.
Un amor es la historia de un personaje que no consigue encajar porque no deja de ser, y puede que eso sea precisamente lo que, aun y todo, hace que esta novela sirva de alegoría de nuestra época, alguien incapaz de ver más allá de sus propias narices.
La novela ha sido descrita por la crítica de relumbrón, vamos, la de los grandes suplementos literarios de los medios españoles, como una alegoría de nuestra época, la cual dicen que se caracteriza por la incertidumbre e indefensión del ser humano ante los cambios a los que están expuestas nuestras sociedades modernas como consecuencia de la universalización de lo digital y la sensación de impotencia ante todo aquello que nos deshumaniza y condena a una precariedad no sólo económica sino sobre todo social. Una modernidad que promueve un individualismo extremo que nos desconecta del resto de nuestros semejantes y hace cada vez más difícil, e incluso inaccesible, la comunicación entre las personas. Pues bien, no niego que esas sean las características de la modernidad que nos ocupa, lo que niego es que Un amor sea sólo esa alegoría de nuestra época. En realidad, sería la de todas las épocas de nuestra especie si tenemos en cuenta que lo que yo he encontrado ha sido una tragedia al más puro estilo clásico, griega que le dicen. Una historia que ha sido mil veces contada antes y que, probablemente, será contada otras tantas de aquí a la extinción de la humanidad, porque en eso reside precisamente la universalidad de lo clásico, en que los temas que trata la tragedia griega son eternos. De ese modo, en Un amor de Sara Mesa lo que encontramos de verdad es el conflicto entre el individuo que lucha por ser fiel a sí mismo en conflicto con las leyes y tabúes de la tribu, el héroe que antepone su libertad a la hostilidad del rebaño. Es en ese contexto donde sitúo la historia de Nat y su insolvencia para adaptarse a un medio en el que ha aterrizado por su propia voluntad y con el que choca, tanto por su ignorancia de las normas no escritas por las que se rigen la mayoría de las pequeñas comunidades humanas, como por cierta indiferencia, si no soberbia, en el trato con sus nuevos vecinos, como si no fuera consciente, o no quisiera serlo, de que al cambiar de un medio urbano a otro rural el modo, los códigos para relacionarse con sus semejantes, también son otros. Así pues, Nat no se me antoja el protagonista de una tragedia clásica que se enfrenta a enemigos cuya razón de ser no es otra que su empeño en despojar al protagonista de su condición de héroe por pura envidia o maldad innata. No, la protagonista de Un amor sería en todo caso una heroína descafeinada en comparación con la Madame Bovary de Gustave Flaubert o la Ana Ozores de La Regenta de Leopoldo Alas Clarín, verdaderas víctimas de una época y una sociedad heteropatriarcal que restringía su libertad o condicionaba su destino en función de su género. La tragedia que se vislumbra en la historia de Nat, y que ya adelanto que no llega a materializarse del todo, es más producto de las limitaciones de ésta para desprenderse de los prejuicios de su mentalidad urbanita y de su educación tan en supuesto contraste con la de la mayoría de sus nuevos vecinos, es la consecuencia lógica, esperada, de un modo de vida y unas decisiones que la predispondrían al rechazo de un entorno hostil por principio a las personas de su condición. En la novela de Sara Mesa no hay remedo alguno de la película Perros de paja (1971), de Sam Peckinpah, es decir, vecinos, aparentemente pacíficos que al primer roce con la recién llegada desatarán una violencia desproporcionada como venganza. Ni mucho menos, Un amor es la historia de un personaje que no consigue encajar porque no deja de ser, y puede que eso sea precisamente lo que, aun y todo, hace que esta novela sirva de alegoría de nuestra época, alguien incapaz de ver más allá de sus propias narices, de concebir una realidad distinta a aquella de la que procede, a replantearse incluso los motivos de su aislamiento como consecuencia de la soberbia que la hace pensar que son los demás los que deben adaptarse a ella y no al revés. Nat es un claro exponente de ese individuo contemporáneo tan pagado de sí mismo, tan acostumbrado a la comodidad de todo lo que cree consustancial a su existencia, tan limitado en su concepción de todo lo que no sea su espacio de confort. Podríamos decir que se trata de un émulo actualizado de El hombre sin atributos (1930-32) de Robert Musil; acaba dándose de bruces contra una realidad de la que no sólo desconoce sus mecanismos internos de sociabilización, sino a la que tampoco sabe enfrentarse. Porque, a decir verdad, Nat no estaba preparada para vivir fuera de su pecera y de ahí que ni siquiera sepa enfrentarse, o no quiera, ni siquiera a la mala bestia de su casero. Nat es el prototipo humano de nuestra época, la modernidad al desnudo.
Ahora bien, esta tragedia contemporánea tiene varios elementos que la hacen destacar por sí misma. Por un lado, la perspectiva femenina que aporta su autora, esa que puede que les faltara a las heroínas decimonónicas de Gustave Flaubert y Leopoldo Alas Clarín para ser del todo creíbles y no tanto una interpretación del alma femenina desde un punto de vista esencialmente masculino. La historia de amor de Nat, siendo como es apenas una excusa para presentar un fresco de época al igual que lo fueron las de Emma Bovary y Ana Ozores, nos es narrada desde una perspectiva femenina, pues, para qué engañarnos, por muy universal que se pretenda ser como autor siempre se estará condicionado por lo que se es, o cómo se es, en mayor o menor medida. De ese modo, no es que la autora indague en el alma femenina a la hora de contarnos en tercera persona cómo se remueve el interior de Nat como consecuencia de la convulsión emocional que sucede durante y sobre todo después de su atropellada, por decirlo de alguna manera, relación sentimental con el Alemán —¿se le podría llamar amor cuando es ella la primera en resistirse a tildarlo de tal?—, sino más bien en la de nuestra protagonista, y pare de contar, no vayamos a caer justamente en la misma petulancia de la que hacían gala los autores masculinos decimonónicos cuando generalizaban acerca de la condición femenina a través de sus personajes. Con todo, y acaso porque estos autores a los que me refiero se dedicaron con denuedo en el pasado a interpretar la susodicha alma femenina desde un prisma exclusivamente masculino, la autora de Un amor también se permite hacerlo desde su prisma femenino con apuntes del tipo “Al acercarse comprueba que no están discutiendo, sino que habla como a veces hablan los hombres, con esa mezcla de ironía, camaradería y rudeza”.
Ahora parece que ya no hay tiempo que perder leyendo eso que podríamos considerar la grasa de la novela.
A decir verdad, estoy convencido de que, no tanto la dichosa modernidad como la evidente excelencia de la novela, se debe en esencia no tanto al contenido argumental como al modo como se cuenta, esto es, al estilo, por supuesto. Un amor está contado con una eficacia narrativa que, sinceramente, apabulla. Frases cortas, la mayoría de ellas exactas, cuidadas al máximo. No falta nada, tampoco sobra. Se diría un trabajo minucioso de orfebre que ha estado tallando a cincel el texto con el fin de despojarlo de todo lo que pudiera parecer accesorio, tanto en lo que se refiere a los diálogos, ni más ni menos que lo estrictamente necesario para decir mucho con poco, como en la parte narrativa. El resultado es una novela que se lee de tirón porque es la escritura, el estilo, quien te coge del cuello y te lleva a través de una historia en apariencia pequeña, insustancial incluso, también irritante a ratos dado que el personaje a veces lo es y con ganas:
—La caja es para ti, puedes quedártela, es un regalo.
Un regalo malicioso, piensa Nat, como si tarde o temprano fueran a aquejarla todos esos males, pero que le agradece el detalle.
No es de extrañar, por lo tanto, que la novela haya deslumbrado a tantos críticos, que incluso pueda ser catalogada como del máximo exponente hasta el momento de esa tendencia de la narrativa española de los últimos tiempos, la cual consiste precisamente en aligerar los textos de lo que hasta no hace mucho eran circunloquios o digresiones que eran consideradas ocasiones propicias para que el autor se luciera con sus ocurrencias casi que al margen de la trama de la novela. Ahora parece que ya no hay tiempo que perder leyendo eso que podríamos considerar la grasa de la novela, esto es, lo sobrante, lo que nos distrae de la trama como tal. Los tiempos modernos lo son sobre todo de dietas, hay que estar en forma a toda costa porque al lector moderno no le da el tiempo para abarcar toda la oferta que tiene delante de sus narices entre lo que editan, lo que echan en Netflix y el tiempo que dedica a navegar por Internet o a perderlo ya directamente en las redes sociales. De modo que toca pasar de las grasas, por muy suculentas que sean, e ir directamente a la fibra. De hecho, creo que incluso la propia autora de Un amor, Sara Mesa, ha sido la primera en poner a dieta el estilo de sus anteriores novelas, en concreto el de Cicatriz (2015) y La mala letra (2016), sin que yo acabe de asumir que haya sido para mejor. Una pena porque, siguiendo con el símil gastronómico hasta el final, hay grasas de todo tipo y no se puede comparar la de la carne de cerdo o de ave con la de ternera, sobre todo si es de chuleta vieja, y no digamos ya con la de cordero lechal, la más sublime de todas. Así pues, entiendo que la narrativa actual consista en condensar al máximo todo lo exquisito de la narración, es decir, en buscar la perfección narrativa a toda costa. Sin embargo, por mi parte y ya para rematar el símil gastronómico, yo confieso que sigo siendo más de chuletón veteado de grasa que de solomillo de ternera, esto es, más de atracón con su correspondiente botella de buen tinto que de deleitarme al máximo con poco a riesgo de quedarme con hambre. Pero bueno, lo de siempre, cada cual sus gustos.
Toca preguntarse si la narrativa española de estos últimos años se ha reencontrado con lo rural y, sobre todo, por qué y cómo.
Luego toca destacar otra de las tendencias que percibo en buena parte de la narrativa española actual. Evoco algunos de los éxitos de venta y crítica de estos últimos años y descubro libros que tienen el entorno rural como escenario e incluso como protagonista, y todos estos, además, escritos desde puntos de vista, incluso géneros, muy diversos. Por un lado, está Intemperie (2013), de Jesús Carrasco, un western en toda regla ambientado en el campo extremeño durante lo más crudo del primer franquismo. A continuación, me viene a la memoria un ensayo también de éxito: La España vacía (2016), de Sergio Molino, sobre lo obvio. Luego Ordesa (2018), de Manuel Villas, con un trasfondo autobiográfico que se desarrolla en su mayor parte en un escenario de provincias más cercano a lo rural que a lo urbano. Por último, recuerdo La forastera (2020), de Olga Merino, una historia con un personaje femenino que regresa a su pueblo perdido en mitad de una nada rural tras su correspondiente trauma a hombros y cuyo paralelo con la novela que nos ocupa es más que evidente, aunque los presupuestos narrativos y los protagonistas de la novela de Merino diverjan bastante de la de Sara Mera. Seguro no son todos los libros de éxito, insisto que de ventas o de crítica, que se podrían traer a colación, sólo aquellos que yo he leído en estos últimos años. En cualquier caso, estimo que son suficientes para poder establecer que hay un cierto reencuentro de la narrativa española actual con ese campo tan recurrente en esa otra de los años del franquismo y poco más allá de la Transición, en concreto la narrativa que arranca con el Pascal Duarte (1942) de Cela, en esencia un epígono de la picaresca española, continuaba con casi toda la obra literaria de Miguel Delibes, José Jiménez Lozano e incluso Ramón J. Sender con su maravilloso Réquiem por un campesino español (1960), y, siendo consciente de que me dejo muchos nombres en el tintero por falta de tiempo y espacio, desemboca en Julio Llamazares como una verdadera rareza, un mohicano de lo suyo, en medio de una narrativa contemporánea cuyos escenarios parecían haber mudado del campo a la ciudad definitivamente. Dicho lo cual, toca preguntarse si la narrativa española de estos últimos años se ha reencontrado con lo rural y, sobre todo, por qué y cómo. ¿Es una tendencia que refleja en cierta parte la huida al campo de un prototipo de urbanita que, gracias a las nuevas tecnologías, se puede permitir el lujo de seguir trabajando en lo suyo en mitad de campo, una tendencia que encima se ha agudizado durante el último año como consecuencia de la pandemia de la Covid-19? ¿Es una falsa narrativa rural porque sus autores no dejan de ser urbanitas que han estirado demasiado el concepto de periferia teniendo en cuenta que su modo de vida no varía en lo sustancial pues siguen dedicándose a lo mismo a lo que se dedicaban en la ciudad? ¿Lo es también porque, lejos de retratar con conocimiento de causa el medio rural en el que ambientan sus obras, lo que hacen es verter su mirada prejuiciada sobre lo que les es tan desconocido como en buena parte hostil? Son preguntas sobre las que nos podríamos extender largo y tendido; pero que, a la vista de lo que nos espera, siquiera sólo en esto de la literatura, durante los próximos años debido a la catarata de novelas con el tema del reencuentro con el campo provocado por la pandemia que sin la más mínima duda irán llegando a las librerías, considero que es mejor pecar de prudentes y esperar a ver qué nos deparan para poder tener una verdadera visión de conjunto.
Por último, y volviendo a la novela que nos ocupa. ¿Es Un amor de Sara Mesa la gran novela del 2020 tal y como nos la han presentado los críticos literarios de los grandes medios? ¿Está condenada de verdad a ser un clásico? Pues, y esto sólo por si todavía queda ahí alguien al que pudiera importarle mi opinión, en estos casos yo acostumbro a rescatar dos concepciones contrapuestas sobre la literatura. Por un lado, la definición que hacía el gran escritor cubano Guillermo Cabrera Infante cuando decía que era imposible hacer verdadero arte en literatura si ésta no venía desprovista de una mirada ideológica, incluso de una concepción temporal de ésta, que eso siempre derivaba en el panfleto. Una definición que, si la aplicáramos a la novela de Sara Mesa, nos indicaría que estamos ante una buena candidata al título de obra de arte. Y por el otro, la de Rafael Chirbes, el escritor al que acusaron de haberlo hecho todo al revés porque, en un tiempo en el que los escritores estaban empeñados en hacer obras de arte, incluso ya sólo obras amenas o amables en exclusiva, procurando alejarse lo máximo posible de lo ideológico y, sobre todo, de lo que ellos creían que era la absurda pretensión de dejar testimonio de su tiempo para las futuras generaciones, él se empeñó en reivindicar a Benito Pérez Galdós. Por mi parte, me temo que estoy con Chirbes.
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