miércoles, 9 de junio de 2021

MORIREMOS NOSOTROS TAMBIÉN Y MIGUEL SÁNCHEZ- SEGUIRÁ AHÍ

 


Artículo para la revista cultural BABAB: https://www.babab.com/2021/06/09/moriremos-nosotros-tambien-y-miguel-sanchez-ostizseguira-ahi/

Moriremos nosotros también
y Miguel Sánchez-Ostiz
seguirá ahí

Moriremos nosotros también

Murieron nuestros padres y está claro que moriremos nosotros también, cada cual de lo suyo, de rabia, de asco, de no tener dinero para seguir viviendo, de alguna de las viejas siete plagas o de alguna de las miles que bullen en lo profundo de las selvas o en laboratorios criminales de última generación –que sí, que de acuerdo, que también somos conspiranoicos– porque aquí, en esta tierra de Caín, lo que cuenta son mis muertos, tus muertos, esos que están siempre en el aire, haya pasado el tiempo que haya pasado (…).

Moriremos nosotros también – Miguel Sánchez-Ostiz

Miguel Sánchez-Ostiz (Pamplona, Navarra, 14 de octubre de 1950), es, sin lugar a dudas, uno de los escritores españoles en lengua castellana con una de las trayectorias literarias más importante e impresionante desde el último cuarto del siglo XX hasta nuestros días. Su bibliografía demuestra que no hay nada de exageración en los adjetivos utilizados: 22 novelas, 11 poemarios, 18 diarios, dietarios o recopilaciones de artículos, 19 ensayos o crónicas. Por si fuera poca tamaña obra, Miguel Sánchez-Ostiz también ha sido galardonado con varios de los premios literarios más importantes del país: el premio Herralde de novela 1989 con La gran ilusión, el premio Los Papeles de Zabalanda 1996 por su novela Un infierno en el jardín, el Premio Nacional de la Crítica 1998 con la novela No existe tal lugar, el Premio Príncipe de Viana de la Cultura 2000 por el conjunto de su obra literaria y por su trayectoria personal, y en el 2010 el premio Euskadi de Literatura en su modalidad de Ensayo por la obra Sin tiempo que perder (2009). No obstante, si hay un libro por el que Miguel Sánchez-Ostiz alcanzó en su momento la notoria relevancia que hizo que su nombre estuviera en boca de cualquiera que tuviera una mínima sensibilidad por los libros, ese fue las Las Pirañas, 1992, probablemente el retrato más certero y atroz de toda una generación y una época, cuyos coletazos todavía sufrimos todos. Se trata, pues, de un currículo que no deja lugar a dudas de que tratamos de uno de los grandes escritores contemporáneos en lengua española. Entonces, se impone una pregunta, la cual dudo si calificar de capciosa o cómo. Si este, repito, importante e impresionante currículo literario de Miguel Sánchez-Ostiz demuestra que su obra está a la altura de cualquiera de los grandes nombres de la literatura española que se citan al hablar de los escritores en lengua española de su tiempo, y eso sin olvidar que MSO consta en muchas páginas de los libros de Historia de Literatura Española que se estudia en los colegios, y aquí me voy a ahorrar citar ninguno porque, para el caso, vale cualquiera que en este momento pueda tener el lector en mente, por qué, dejando a un lado un nutrido grupo de iniciados en la Literatura con mayúscula, esto es, al margen de las listas de ventas de libros anuales o las campañas promocionales de estos en los suplementos literarios de relumbrón, tú, lector más o menos ocasional pero que dices estar al tanto de lo que se publica y que procuras leer todo lo que te dicen que merece la pena, probablemente no habrás oído hablar de Miguel Sánchez-Ostiz hasta llegar a estas líneas. La respuesta inmediata y de rigor sería porque su nombre parece haber desaparecido de los grandes titulares en la sección de cultura de los medios que se suponen dignos a ser tenidos en cuenta por su tirada, supuesto prestigio o, siquiera ya solo, repercusión en número de likes en las redes y por el estilo. Por eso o porque, confiésalo, eres uno de esos lectores que solo lee los libros que publican las editoriales de los dos o tres grupos empresariales del sector que copan la práctica totalidad del mercado, o lo que es lo mismo, los que, al igual que hacen en los suplementos literarios, copan con sus libros la inmensa mayoría de los escaparates de las librerías del país- Así sería, sobre todo si no tienes la suficiente edad para haber podido acceder a los libros de MSO cuando todavía eran publicados por editoriales como Sex Barral, Anagrama o Espasa, razón por la que ni te suena haber visto publicitado un libro de MSO de no ser que vivas en Navarra o alrededores, es decir, donde la pequeña editorial pamplonesa que publica los libros de MSO -si bien también sigue publicando esporádicamente con otras editoriales de tamaño medio como Alberdania, Limbo Errante, La línea del Horizonte, Espuela de Plata, Renacimiento- consigue colocar sus libros a la vista del lector potencial. De hecho, e insisto, si eres uno de esos lectores que apenas se aparta del escaparate físico o mediático copado por las novedades literarias de los grandes grupos editoriales, se podría pensar que Miguel Sánchez-Ostiz se esfumó de la palestra literaria como tantos otros de su época, que fue condenado al ostracismo del parnaso literario por quién sabe qué motivo, e incluso que dejó de escribir de la noche a la mañana. Sobre lo primero ha sido el propio escritor quien ha dejado bastantes pistas en sus diarios o dietarios, entrevistas y otros escritos. Así pues, pienso que es a él mismo a quien hay que recurrir para que cuente, si es que en realidad habría que contar algo, por qué se esfumó o lo esfumaron del supuesto olimpo de los escritores cuyo cada nuevo libro suele ser recibido casi en olor de multitudes mediáticas, es decir, con los correspondientes grandes titulares a los que me refería antes en la prensa llamada generalista, y que a mí me dan ganas de denominar madrileña y para de contar. Sin embargo, es lugar común entre los que intentan explicar este caso tan particular, pero para nada raro, en la Literatura Española, de escritor de éxito, más o menos mediático o de prestigio, apartado de este mismo en extrañas circunstancias, y aludiendo casi siempre a la feroz independencia del autor, su aversión a comulgar con las ruedas de molino de las modas, esto es, estilos, temáticas o cualquier pijada editorial de cada momento, la incomodidad que provocaba y provoca el ejercicio libre de su conciencia como escritor y ciudadano. Puede que fuera eso, no lo sé, eso ya insisto que lo cuente él, puesto que, sea lo que sea, dudo mucho que se trate de algo tan prosaico como un balance de ventas, un enganche con un mandamás de la cosa editorial, siquiera un adjetivo mal puesto, o, todo lo contrario, o cualquier otra cosa por el estilo. Sobre lo segundo, sin embargo, no cabe ninguna duda de que no es cierto; Miguel Sánchez-Ostiz no solo no ha dejado de escribir y publicar, sino que además lo ha hecho con una frecuencia y una enjundia extraordinaria, puede que incluso apabullante en el mejor sentido del término. Tal es así que su producción literaria posterior a esa supuesta o no defenestración editorial no solamente no ha mermado su calidad, sino que incluso ha ido a más, quién sabe si gracias a la también hipotética independencia que ofrece saberse ya fuera del foco mediático al uso. De ese modo, MSO ha seguido escribiendo, tanto una de las colecciones de diarios, dietarios y libros de viajes más sobresalientes y originales de nuestra época, como novelas de la talla de Cornejas de Bucarest, 2010, Zarabanda, 2011, Perorata del Insensato, 2013 o Diablada boliviana, 2017. Tampoco puedo dejar de mencionar la repercusión obtenida por el ensayo o crónica de la represión franquista en la retaguardia navarra, El Escarmiento, 2013, y El Botín, 2015, a mi juicio uno de los trabajos sobre el tema de la memoria histórica más minuciosos y emotivos que se ha escrito nunca, probablemente porque tiene más de acercamiento a unos hechos tan luctuosos por parte de un escritor, el cual ante todo es un testigo a toro pasado de lo que ocurrió entonces y como tal lo relata sin ahorrarnos sus impresiones y sentimientos, que de mera, por muy rigurosa que pueda ser, labor de campo en manos de un historiador para el que la exposición pormenorizada de unos hechos históricos siempre debe ser lo más objetiva y hasta fría posible. Por si fuera poco, y como ejemplo de lo anteriormente dicho acerca de la fecundidad literaria de MSO, en este año de pandemia, 2021, ya tiene tres novedades en el mercado: una reedición debidamente corregida y ampliada de Pío Baroja a escena, reeditada por Renacimiento, una recopilación de artículos barojianos, Otoñal y barojiana con Chamán Ediciones, con la que se despide de Baroja para siempre, y un “artefacto literario”, o como se le quiera llamar a este delicioso libro donde la ficción y la realidad se mezclan a modo, publicado por Pamiela y llamado Moriremos nosotros también. Es de este último libro del que hablaremos a continuación.

Tengo para mí -he aquí un guiño explícito para iniciados en MSO- que Moriremos nosotros también, la última obra estrictamente literaria de MSO publicado en 2020, es el culmen de una escritura que, en 1992 con la publicación de la ya mentada Las Pirañas, tomó un giro radical desde unos postulados, digamos que “modianescos”, los cuales parecían caracterizar sus primeros libros, y puede que dicho de un modo muy temerario por mi parte, que supuso una verdadera ruptura con el estilo directo por no decir simplón, melancólico por no decir lánguido, obsesivo por no decir reiterativo, de Patrick Mondiano. A decir verdad, con Las Pirañas parecía que MSO se había quitado de encima ese corsé del preciosismo literario gabacho tan en boga por aquella época, como si hubiera frecuentado las malas compañías de un Joyce o un Celine, y estos le hubieran convencido de que la cosa va de que fluya sobre el papel el demonio que todo escritor que se precie lleva dentro. Eso y escribir con toda la libertad del mundo, según le lleve a uno el pulso de su pluma, o ya más bien el de las yemas de los dedos sobre el teclado del ordenador. De ese modo, si Las Pirañas son un largo monólogo torrencial donde la sombra del Ulysses de Joyce parece estar presente la mayor parte del tiempo, una narración donde MSO demostró un manejo extraordinario del castellano que sorprendía por la riqueza de su léxico culto y coloquial, incluso local o dialectal, un manejo del ritmo capaz de convencer a cualquier lector para que se echara encima, y casi de tirón, más de cuatrocientas páginas en permanente estado de tensión, también tengo la impresión de que, aun habiéndonos regalado magníficas novelas como Un infierno en el Jardín (1995), No existe tal lugar (1997), El corazón de la niebla (2001), Cornejas de Bucarest (2010), una selección de completamente aleatoria entre más de veinte títulos, el autor ha tenido que esperar, consciente o no, quién sabe, hasta sus más recientes novelas, o como él quiera llamar a lo que a veces tilda de artefacto literario, esperpento o simple desbarre, para volver a disfrutar de esa sensación de escribir solo al dictado de su ingenio literario, y no tanto de lo que intuye que puede gustar a nuevos lectores de acuerdo con las modas del momento o cualquier otra consideración extraliteraria porque, para qué engañarnos, esa parece ser la obligación de todo escritor que aspira a seguir siéndolo: tener contento a su editor. Así pues, y tal como ya ha declarado en más de una entrevista el propio autor de alguna u otra manera, llega un momento en el que se hace cuesta arriba empeñarse en que sigan subiéndose al barco pasajeros que ya no están por la labor, da igual la razón, si porque no se llega a ellos con los escasos medios de la pequeña o mediana editorial incapaz de competir con las grandes y su ubicuidad mediática, o porque los gustos literarios han cambiado tanto, y por supuesto que para peor, que todo lo que no sean frases cortas, vocabulario mínimo como para peatones y la santa triada de planteamiento, nudo y desenlace, espanta a unas generaciones que cada vez leen menos y yo diría que hasta mal, mucha trilogía de éxito y así, y en el caso de que todavía alguno frecuente de verdad la literatura, pues eso, lo que mande Anagrama; Busquets, Seix Barral y compañía. De ese modo, mejor seguir remando con los pasajeros que ya están abordo, y si hay suerte de que todavía quiera subirse alguno, porque nunca hay que descartar que, siquiera por influencia de los que ya están o acaso por líneas como estas, pues mucho mejor para él o ella.

De ese modo llegamos, por fin, a Moriremos nosotros también, libro que el autor califica de desbarre y fuga, lo cual ya nos refiere a La Fuga/Saga de J.B de Gonzalo Torrente Ballester como posible fuente de inspiración para estas páginas donde parece que se habla sin ton ni son de todo, aunque de lo que se habla es en realidad de todo lo que nos rodea, lo que nos ha pasado y está pasando, lo que puede que no quiera hablar nadie porque es demasiado pronto para que deje de ser tan doloroso y por eso es mejor echarle literatura, mucha, disfrazarlo pero no tanto, en realidad nada. De ese modo, la ciudad de todos los demonios que aparece en el libro, Torresmotzas de Baruglio, es un homenaje explícito al Castroforte del Baralla de Torrente Ballester. Y del mismo modo también aparecen personajes como Matías, Lambroa, Paquito Arizcun, Gezurtegi, Basurde, Potzolo y muchos más a los que parecería que solo se les ha cambiado el acento y la época, el paisaje y el paisanaje, porque no son muy distintos de esos otros que aparecen en la obra más rompedora y personal del escritor gallego. Personajes que frecuentan una maravillosa taberna llamada La Huerta de Larequi donde corre el vino con ganas y las conversaciones entre sus parroquianos constituyen las voces vinosas que pueblan el libro, conversaciones que nos remiten a otro gallego, Valle-Inclán, por el tono esperpéntico que adquieren muchas de ellas a tenor, no tanto del vino trasegado, como del recuento de lo vivido y lo que todavía se está viviendo en esta época que nos ocupa. Así pues, los guiñoles borrachos de la Huerta de Larequi nos ofrecen un disparatado ejercicio de memoria bajo un título Moriremos nosotros también tomado del último verso, apócrifo, de la adaptación del Oriamendi compuesta por Ignacio Baleztena, el himno carlista por excelencia, que la costumbre popular sustituye por el Lucharemos nosotros también. Un título que de ese modo nos remite en lo geográfico e ideológico a una gente cuyos padres y ellos mismos acostumbraban a cantarlo en todo tipo de saraos, farras más bien, donde el entusiasmo beodo acostumbraba a desembocar en exaltaciones de fratria rojigualda con aguilucho y sobre todo boina roja, personajes que pueblan también las páginas de los libros que el autor dedicó en su momento a la memoria histórica de su tierra, El Escarmiento y El Botín, dado que son los verdugos y sus descendientes, más o menos camuflados, con los que nos volvemos a encontrar, claro que tratados ahora desde el prisma de las voces deslenguadas de unos personajes literarios. Por eso mismo, más que una fratría, hermandad o partido, se diría que estamos hablando de toda una clase social, la de los vencedores de la Guerra Civil con sus hijos y nietos, los cuales mangonearon y mangonean a su gusto, no solo en esa Torresmotzas del Baruglio que nadie se le escapa que es un trasunto de Pamplona, otra más de las ciudades imaginadas que pueblan el territorio mítico del escritor como aquella de Umbría o el valle de Humberri, sino en toda España, y ya muy en especial en esa Villa y Corte donde los Cayetanos solo son la versión más patética, ridícula y odiosa de la clase en cuestión. Una caterva de personajes repulsivos y fascistoides -perdón aquí por la tautología- a los que se les unen esos otros que en su momento militaron en todos los ismos de la izquierda revolucionaria o el abertzalismo más furioso de la época para, con el paso del tiempo y sobre todo como consecuencia de sus empeños en labrarse un futuro a favor de dónde mejor soplara el viento, acabar engrosando las filas de la reacción más pura y dura que, de alguna u otra manera, también podría entonar, sin que se les caiga la cara de vergüenza porque su trayectoria acredita que no la tienen, el Moriremos nosotros también.

“Lanbroa.- Pero me alegro de que me haga esa pregunta, caballera. Ninguna. No más que mi vecino, no más que el que tiene el poder de mano y pontifica como le viene en gana sobre buenos y malos, no más que el que larga o revienta. Solo soy un memorioso que quiere poner las cosas en claro y soltar lastre, sin más, y dar todo lo vivido por bueno, incluso lo que fue torcido. No acuso recuerdo y, como mucho, me defiendo de todo aquello que considero dañino, sabiendo que es en balde y que estas palabras es más posible que no vayan a ningún lado y sigo con el recuerdo de aquellos felices ochenta…”

En cualquier caso, todos irán a parar a la picota imaginaria que brota del repaso tan implacable como divertido que hacen las voces de los parroquianos de La Huerta de Larequi. No obstante, y como no resulta elegante poner en dicha picota a otros sin hacer otro tanto con uno mismo, el autor también se subirá a ella en lo que es el ejercicio de memoria más emotivo de todo el libro, una autocrítica inusual en estos lances y probablemente también las líneas más crudas de todo el libro, vitriólicas, que es adjetivo que me gusta meter por cojones en las reseñas de MSO.

Todo era ETA y yo no lo sabía, yo a lo mío, a tocarle los cojones a la banda de Oteiza, la del arrebuche de su herencia maliciosa, a la de la mofeta de Estella y su tropa de granujas, a los tribunales madrileños, a los autóctonos, a los rastacueros con mando en plaza, a los chaqueteros y a los ladrones… Bah, unos años después, humo. Imagino que cuando vieran el extracto mensual de su banco se partirían el culo de la risa. Tiempo perdido. Eso es pasado y el presente parece irremediable. Debería haberme alistado en algún banderín de enganche. Bueno, en el único que había auténtico, y a batir palmas y hasta las orejas con todo lo que dijeran Savater y sus cuadrilleros, pero no, hay gente a la que no le darías la mano jamás, porque no podrías, y además tú no aguantarías un minuto en esa tripulación.

De modo que he aquí la última entrega de un escritor harto singular y, sobre todo, extraordinariamente dotado para el oficio por su erudición y su manejo del vocabulario de todo tipo, dueño de lo que debería ser conditio sine qua no para ser tildado de escritor con todas las letras y no un simple pergeñador de libros de mayor o menor éxito para consumo de lectores poco o nada exigentes, siquiera esporádicos como ya parecen ser casi todos. Me refiero, claro a está, a un estilo único y perfectamente reconocible, intransferible que se dice, la razón última para seguir escribiendo, para que merezca la pena hacerlo. Una escritura que, como él mismo reconoce, no está hecha para agradar a todos, pero sí a muchos que se quieran acercar a ella sin prejuicios y puede que también con algo de complicidad. En cualquier caso, un escritor de raza que afortunadamente no ha tirado la toalla a pesar de tenerlo todo en contra, como que es más probable que todos los demás nos muramos antes, también, que él deje de escribir.

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