Artículo para la revista LA PAJARERA MAGAZINE: https://www.lapajareramagazine.com/el-fascismo-epidermico-espanol?fbclid=IwAR1Fd-crhKlYm1KnPO11tWzUJNRN7Uuu_j5Rdgi2fMs-AcA9JuUBgADUIic
¿Acaso pretendo insinuar que Paca Maqueda, la nieta de los republicanos asesinados por Queipo y sus secuaces aparece a los ojos de esa mayoría sociológica que ha permitido durante más de cuarenta años de democracia el enaltecimiento impúdico de los criminales del golpe de estado del 36 y responsables del posterior genocidio como la única culpable de alterar con sus gritos en memoria de las víctimas del franquismo la supuesta paz social sobre la que se ha sustentado todo el tinglado de la Transición, y todo ello en contraste con los gritos a favor de Queipo y Franco de los familiares del primero? Pues sí, exacto, ni más ni menos eso es de lo que van a tratar todas las líneas que vienen a continuación, si bien no tanto del fascismo puro y duro en su forma española, y que no es otra que el nacionalcatolicismo que inspiró desde principio al final la dictadura franquista y en la que se educaron generaciones enteras de españoles que a su vez transmitieron en sus casas, siquiera ya solo por pura inercia, porque no sabían otra cosa, a la mayoría de sus hijos y nietos, como una ideología reivindicada todavía hoy en día de un modo activo y sobre todo sin complejos por una supuesta minoría de nostálgicos, una minoría que sin embargo ha dejado ya de ser residual.
Así pues, voy hablar de lo que yo llamo el fascismo epidérmico español, ese que subyace latente en el subconsciente de una mayoría de españoles, si bien que en distinta medida según qué entornos geográficos o sociales, pero que no que se manifiesta en multitud de detalles que son asumidos como parte indistinguible del paisaje y el paisanaje de esto que todavía seguimos llamando España. Y si hay un detalle que evidencia mejor que ningún otro el apego de una gran parte de nuestros conciudadanos por un estado de cosas directamente heredado de la dictadura franquista ese no es otro que el rechazo instintivo, cuando no visceral, que representa todo lo relacionado con la memoria histórica. La dictadura franquista fue la consecuencia del golpe de estado contra el gobierno legítimo y democrático de la II República española por parte de unos militares sublevados que derivó en una guerra civil entre dos formas de concebir España. De resultas de la victoria del bando franquista, con la ayuda del nazismo alemán y el fascismo italiano, España fue sometida a cuarenta años de gobierno autoritario con el nacionalcatolicismo, repito que ni más ni menos que la forma que tomó el fascismo en España, como principal referente para todo, un corpus ideológico caracterizado por un catolicismo ultramontano y un nacionalismo de resonancias imperiales que apostaba ante todo por una uniformidad cultural pancastellana. Pues bien, la particularidad española no ha sido otra que, mientras el fascismo en sus versiones alemana, italiana, rumana, húngara, croata, etc., fueron derrotadas al final de la II Guerra Mundial, mientras en la vecina Portugal una revolución no sangrienta ponía fin a su propia versión del fascismo inspirada por un profesor de economía llamado Antonio de Oliveira Salazar, aquí el dictador murió de viejo en una cama y con una contestación a su régimen, todo lo entusiasta e incluso heroica que se quiera y pueda decir, pero, por mucho que escueza la verdad, minoritaria.
La inmensa mayoría social al día siguiente de la muerte de Franco seguía siendo la de siempre, la silenciosa, es decir una mayoría compuesta por millones de ciudadanos preocupados única y exclusivamente por sus cuitas inmediatas y para los que la paz social, entiéndase esta como la ausencia de conflictos que puedan afectar a su vida diaria, era sin lugar a dudas el valor supremo. Y por eso también, porque así lo decidieron los que habían mandado durante cuarenta años con la connivencia de esa exigua oposición que resultaba imprescindible para acabar con el anacronismo que era un régimen de inspiración fascista si de verdad se quería homologar España al resto de países de su entorno europeo y occidental, la mayoría de los españoles se levantaron demócratas de un día para otro. No pudo ser de otra manera porque el sistema, insisto, no se sostenía de puro anacrónico. Por eso y porque también porque la exigua oposición antifranquistas a la que nos referimos no lo era tanto en según qué entornos sociales o geográficos. No lo era entre las clases más activas y preparadas del país, tampoco en aquellos lugares con mayor conciencia de clase por sus características socioeconómicas como Asturias o cualquier otra con la misma tradición de lucha obrera, así como la mayoría de los principales núcleos productivos repartidos a lo largo y ancho del país, las ciudades en las que se concentraba la inmigración del campo provocada por la rápida industrialización de los años 60, o aquellas regiones cuyas particularidades históricas, lingüísticas o ya simplemente sociales hacían que la mayoría de sus naturales las concibieran más como un país, una nación incluso, sometido al histórico colonialismo interior que con el franquismo había alcanzado ya cotas de verdadero paroxismo uniformador. Sin embargo, y por muy abultada e ilusionante que fueran las mayorías obtenidas por el PSOE un partido de la época de la II República, incluso por muy amplias y decisivas que fueran las reformas emprendidas por los gobiernos de Felipe González facilitando la movilidad social que había permanecido prácticamente fosilizada durante el franquismo, todo aquello relacionado con la restitución de la memoria de los perdedores de la guerra, todo aquello que significara acabar con la exaltación del régimen franquista que durante cuarenta años había homenajeado a los suyos y sus hazañas a costa de la memoria de sus víctimas, apenas fue removido por si acaso, no fuera a ser que se les revolviera esa mayoría social de españoles de bien, sobre todo porque ellos se consideraban como tales de acuerdo con lo que les habían inculcado durante décadas de dictadura que era serlo, y ya muy en especial las élites provenientes del antiguo régimen y que habían condescendido con permitir la Transición de marras ¡Joder, que estamos en el 2022 y a Franco se le ha sacado hace cuatro días del monumento que se levantó él mismo para eternizar su memoria!.
De modo que toca preguntarse cómo es posible que todavía estemos así después de cuarenta años de democracia, con una ley de Memoria Histórica aprobada por Zapatero que ha habido que reforzar porque la mayoría de las administraciones en manos de la derecha se negaban a cumplir, otros en las de la supuesta izquierda hacían la vista gorda para evitar conflictos entre sus administrados, y así hasta hoy, que hemos empezado este artículo con la exhumación de los restos de Queipo de Llano de la basílica de la Almudena en Sevilla.
Pues puede que la respuesta no esté en el aire, que decía Bob Dylan, sino en las calles de muchas ciudades y pueblos de España, donde, a diferencia de lo sucedido hace ya mucho tiempo, prácticamente desde el comienzo de la democracia, en determinadas autonomías donde la memoria franquista fue borrada de un plumazo, el paisaje parece recordar a tiempos preconstitucionales. Pongamos por ejemplo un municipio cualquiera de Castilla y León donde no falta, no ya su monumento a los caídos por Dios y por España durante la Santa Cruzada, que es como llaman los fascistas españoles a la guerra que ellos provocaron, sino calles, plazas y avenidas dedicadas a todo tipo de jerarcas franquistas, empezando por el Generalísimo, faltaría, y ya con especial predilección por insignes falangistas –la versión uniformada en azul del fascismo en cuestión- con el Ausente al frente de todas, a la División Azul, a lo que fuera, pero siempre a mayor gloria de los cuarenta años de fascismo español. Pero claro, hablo de pequeñas poblaciones donde se supone que el tiempo poco lás que se congela, que todo suele ir más lento y a la gente les cuesta asimilar según qué cambios en su día a día porque la idiosincrasia de las sociedades pequeñas, de la gente del campo si hablamos de poblaciones esencialmente agrícolas, suele ser conservadora por naturaleza, y ya no es que no se hayan molestado en cumplir con la Ley de Memoria Histórica por una apenas disimulada querencia por todo lo relacionado con el régimen anterior, sino por puro pragmatismo, sino puede que por pura pereza intelectual, para no tener que memorizar los nuevos nombres con lo que eso cuesta a la gente mayor que compone la mayoría de la población en estos ámbitos. ¿Y la decencia democrática, siquiera ya solo la vergüenza de no aparecer ante el forastero como un pueblo que rinde homenaje en sus calles a un régimen que fue análogo al que hubo en la Alemania o Italia de los años treinta? Tonterías, cosas de señoritos de ciudad o por el estilo, nada que ver, insisto, con el sentido práctico de la gente del campo para los que las cosas cuanto menos se toquen mucho mejor, no vayamos a despertar fantasmas del pasado que creíamos desterrados y que en realidad no lo están tanto.
Pero no deja de ser un topicazo de cabo a rabo, siquiera una evasiva repulsivamente condescendiente para con la gente de los pueblos o pequeñas ciudades, en este caso del interior de España, de Castilla en particular, algo así como si en realidad no tuvieran la capacidad cognitiva para distinguir lo que está bien o mal porque ellos están a otras cosas, a su día a día como si los demás no tuviéramos el nuestro, y de ahí que tuviéramos que condescender con la indiferencia con la que aceptan monumentos y callejeros a mayor gloria de los jerarcas y la épica franquista como lo más normal del mundo. La realidad es que los naturales de esos pueblos en los que se acepta sin complejos la exaltación del franquismo cuarenta años después de la muerte del dictador en su cama lo hacen porque para ellos no hay nada malo en ello. Eso es precisamente el principio del fascismo epidérmico español, en la aceptación de un estado de cosas como algo completamente natural, lógico, un legado incluso, que solo escandaliza a unos pocos tocacojones, como decía rojos resentidos, indepes y proetarras, y si les escandaliza por algo será, de modo que todavía más orgullosos de sus monumentos a la entrada de las iglesias o en cualquier plaza a mano, de sus Avenidas Generalísimo, Plaza de la División Azul, Calle General Yagüe, Mola, Aranda, Moscardó, Moreno Fernández, Suances, Cervera, Pallazar, Carrero Blanco o cualquier otro, de José Antonio, Onésimo y otros camisas azules a porrillo. Eso, eso, que si les pica que se rasquen, ellos son españoles y muy españoles, la hostia de españoles. ¿Y de las cunetas en las inmediaciones de esos pueblos donde yacen muchas de las víctimas de los asesinos franquistas y cuyos trabajos de exhumación los respectivos ayuntamientos, o los dueños de los terrenos particulares, se niegan a colaborar con la excusa, peregrina de necesidad, de que no procede, que solo sirve para reabrir viejas heridas y el resto del argumentario que les aportan desde las sedes de sus partidos? Pues mejor no hablar, no; ¡Arriba España!
Así que cuidado con remover las cosas de su sitio, al menos no en exceso, como mucho para cumplir con el expediente para poder decir que has hecho algo aunque sea simplemente testimonial como en Zamora, y eso por muy de izquierdas que seas, no te vaya a pasar lo de Oviedo, la ciudad que se enorgullece de haber resistido heroicamente el cerco impuesto por parte de las fuerzas republicanas durante la Guerra hasta su liberación por las tropas franquistas. Cuando yo llegué a esta ciudad de la mano de la asturiana que me había arrebatado el corazón, lírico que es uno, alucinaba cuando reparaba en muchos, demasiados, de los nombres del callejero dedicados a todo tipo de supuestos héroes del bando nacional, jerarcas franquistas de todo tipo y gestas otro tanto. Alucinaba viniendo de una ciudad como Vitoria-Gasteiz en la que cuando yo nací, con Franco todavía vivo, el piso de mis padres se encontraba en la Avenida Generalísimo Franco y que a los pocos años, con el caudillo ya en su mausoleo en el Valle de los Caídos, pasó a llamarse de Gasteiz, el nombre de la aldea sobre la que un rey navarro fundó mi ciudad, y así todo con el resto del callejero franquista al cabo de unos pocos años, donde ya solo quedaron las placas con el yugo y las flechas de los edificios construidos durante la época o algún escudo con el pollo dentro de alguna iglesia, con la Iglesia hemos topado… siempre. De modo que Oviedo se me antojó así algo así como un regreso al pasado, siquiera como deambular por una ciudad en la que el tiempo se había detenido porque, aunque las primeras corporaciones socialistas de la democracia habían eliminado lo más escandalosamente preconstitucional del callejero, todavía quedaba mucho por eliminar de esa mitología franquista que lucía orgullosa en sus calles. Hubo que esperar hasta el año 2015 con una alcaldía en manos de una coalición entre el PSOE y Somos Oviedo, la marca local de Podemos, para que la nueva corporación de izquierdas, encabezada por un alcalde del PSOE a pesar de haber quedado por detrás de los de Somos Oviedo, se decidiera a meter mano a los rescoldos del callejero franquista después de décadas de alcaldes socialistas y de derechas. El lío fue morrocotudo, la resistencia de la oposición de derechas, con los “centristas” de Ciudadanos incluidos, fue visceral.
Por si fuera poco, no faltaron los jueces de rigor, de rigor filofranquista, por supuesto, dispuestos a echar una mano para impedir que la corporación de izquierdas se saliera con la suya. ¿Y en qué consistía salirse con la suya? Pues en cambiar los nombres de personalidades del franquismo, en su mayoría militares cuya principal contribución al bienestar o progreso de los “carbayones”, los naturales de Oviedo, no había sido otros que sus gestas de guerra contra el gobierno legítimo de la II República o haberse aplicado a fondo en la represión contra los republicanos asturianos, por los de aquellos ovetenses destacados tanto en el campo de la cultura como de la ciencia, nada de homenajear a personalidades del “otro bando”. Pues ni por esas, la mayoría sociológica ovetense, que es la que había permitido durante décadas gobiernos de derechas hasta el momento, se revolvió contra la pretensión de la coalición del PSOE-Somos Oviedo/Podemos con la ayuda inestimable de unos jueces que hicieron todo lo posible por torpedear todos y cada uno de los cambios de denominaciones en el callejero ovetense en respuesta tanto a los recursos presentados por el PP como por una siniestra asociación llamada Hermandad de Defensores de Oviedo. Y sí, por supuesto, otra pregunta inevitable: ¿qué podía tener en contra el PP –porque lo de la citada Hermandad es más que obvio- en renombrar las calles de Oviedo con nombres de artistas, científicos o ya solo filántropos asturianos? Pues creo que a estas alturas ya huelga insistir en ello porque no puede estar más claro: la memoria del franquismo es patrimonio de la derecha española.
Porque si el ejemplo de Oviedo, como el de cualquier otra capital de provincia española –no me hagan hablar de lo sucedido en Pamplona con el intento de cambiar el nombre de la plaza Conde Rodezno, el ministro franquista y líder espiritual del requeté, y los malabarismos legalistas que hizo el alcalde de la derechona navarra para sortear la Ley de Memoria Histórica, porque eso da para una novela de las gordas- podría pasar como el resultado de una particular sociología local en exclusiva, algo que se explicaría por los respectivos y peculiares antecedentes históricos de cada lugar, lo que ya no deja lugar a dudas es lo que pasa en la capital de España cuando un alcalde como José Luis Martínez Almeida, un treintañero para el que todo lo relacionado con el franquismo debería ser en principio un asunto circunscrito a los libros de Historia y poco más, se empeña una y otra vez en recuperar la memoria franquista que la anterior corporación encabezada por una personalidad de izquierda plural como Manuela Carmena había decidido eliminar en cumplimiento de la Ley de Memoria Histórica. Porque ya no es solo que retirara las placas en recuerdo de Indalecio Prieto o Largo Caballero por considerarlos indignos en razón de su adscripción al bando del legítimo gobierno republicano por su implicación durante la Guerra Civil, algo que justificó de acuerdo a una interpretación torticera de la Ley de Memoria Histórica, sino que además no duda en restaurar los nombres dedicados a jerarcas franquistas como Millán de Astray retirados por Carmena con su correspondiente ceremonia pública en la que no faltaron los loas a Franco por parte de los presentes al acto. Todo ello, por supuesto, el flagrante contradicción con el verdadero espíritu de la Ley de Memoria Histórica que lo que promueve es la retirada de “escudos, insignias, placas y otros objetos o menciones conmemorativas de exaltación, personal o colectiva, de la sublevación militar, de la Guerra Civil y de la represión de la Dictadura”. Por si fuera poco, Almeida también tuvo el cuajo de mandar destruir el Memorial de la Almudena construido en noviembre de 2020 con las lápidas con los nombres de las casi 3.000 personas que fueron fusiladas en esas tapias entre 1939 y 1944, así como los versos de Miguel Hernández para recordarlos.
Un fascismo epidérmico que campa a sus anchas después de más de cuarenta años de democracia, que lo hace ya no solo entre los nostálgicos que vivieron la dictadura con verdadera complacencia y hasta placidez, que la añoran porque la democracia no les acaba de convencer del todo puesto que ya viven convencidos de que se ha hecho demasiadas concesiones al enemigo, a los perdedoras de la guerra, a los malos españoles que son todos los que no somos como ellos, y eso, por lo general, dado que dicen no reconocer España con tanta ley progre y concesión a la periferia, sino también entre aquellos jóvenes que no la vivieron y aun así no pueden evitar los tics heredados de sus mayores. Es la España de los que están convencidos de la existencia de unas esencias puras de lo español que otros ponen en peligro porque no las comparten o ya solo se atreven a cuestionarlas, de la existencia de miles de malos españoles porque no sienten o conciben España como ellos, o mejor dicho, como la concibió el franquismo durante los cincuenta años de nacional-catolicismo. Son los españoles que no soportan, no entienden, que otros españoles hablen en una lengua distinta al castellano, otro tanto con la existencia de autonomías con las que creen que nos hemos pasado de frenada y hasta que son la razón de la mayoría de los males de España, y no digamos ya el concepto de nacionalidades históricas, puesto que, aunque no lo sepan, tienen metido hasta el tuétano el lema franquista de “una, grande y libre”. Son los españoles que hacen gala de un patriotismo que no tiene nada que ver con el pujo por querer construir una sociedad mejor para todos, sino más bien con la exhibición de la rojigualda hasta en los calzoncillos y sobre todo a modo de arma arrojadiza contra aquellos que consideran malos españoles, o ya directamente traidores, porque no coinciden con su idea de España. Un patriotismo de banderita e himno de la Legión, o cualquier otro para el caso, que es ante todo antidemocrático, porque entienden que su idea de España no puede ser discutida bajo ningún concepto. Un patriotismo español de claras reminiscencias fascistas, porque fascista es todo aquello que supedita los derechos democráticos de los individuos a una idea superior relacionada con el grupo, la manada, el pueblo, la nación, el zeitgeist famoso de los nazis, lo que sea, el cual es implacable con los nacionalistas periféricos, y en especial con los independentistas, y eso por muy disparatado y democráticamente ilegítimo que fuera la mascarada montada por el nacionalismo catalán con la proclamación sin verdadero refrendo democrático ni visos de viabilidad alguna de su independencia. Dicho de otro modo, cada vez que un patriota español expresa su convicción de que hay cosas, como la unidad de España, que simple y llanamente no se pueden discutir, que no merece la pena ni plantearse lo de intentar convencer, seducir, a los independentistas periféricos de los motivos, incluso los beneficios, para quedarse, algo así al estilo de lo que hicieron en su momento los británicos con los escoceses o los canadienses con los quebequeses, cuando niega la posibilidad de un hipotético referendo para resolver el entuerto por vías democráticas bajo las condiciones que sean, estamos ante un fascista a flor de piel por mucho que él crea lo contrario.
Camisas nuevas u olvidadas en el ropero que a poco que se dé la ocasión surgen por doquier porque no puede ser de otra manera en un país que, lejos de hacer una revisión crítica de su pasado autoritario como hicieron en su momento Alemania, Francia, Portugal, acaso también Italia sin demasiado éxito, pasó de una dictadura a una democracia como si nada hubiera pasado, cambiando de camisa de un día a otro porque era lo que tocaba, lo que convenía. Y como no ha existido pedagogía democrática alguna durante todos estos años desde la muerte del dictador en la cama, me refiero a una pedagogía seria y de verdadero alcance en todas y cada una de las escuelas de España –en realidad el tema de la Guerra Civil, la Dictadura y la Transición ha sido el menos enseñado en las clases de Historia de España con la excusa de que al estar al final del temario casi nunca daba tiempo para tratarlo a fondo- en el que la condena del franquismo por parte de más de la mitad del país ha brillado por su ausencia, no se fueran a enfadar los fascistas de pata negra, desde los emboscados en el ejército español con sus veleidades golpistas y su nostalgia franquista a flor de piel al dueño del bar de tu pueblo que exhibe con total impunidad reliquias fascistas de todo tipo que hacen las delicias de los curiosos – y aquí insisto por enésima vez: ¿se imaginan una cervecería cubierta de banderas nazis y retratos de Adolfo y sus corifeos en, por ejemplo, Múnich?-, no queda otra que reconocer que la mayoría de los españoles han interiorizado como normal, ya sea esa complacencia con el pasado franquista, cuanto menos a través de ideas o inercias expresadas a través de lugares comunes como “mejor no remover el pasado” o “todos tuvieron culpa de lo ocurrido…”, o mediante una indiferencia, no solo intelectual sino también humana, que hace que cuando alguien plantee asuntos como el de la Memoria Histórica, cuando alguien recuerda que las víctimas del franquismo todavía siguen esparcidas por miles en las cunetas a lo largo y ancho de la geografía española, la reacción más instintiva sea la de infinito fastidio porque lo que les molesta de verdad es que alguien venga a alterar esa paz del silencio cómplice que ha imperado durante décadas y que además están convencidos que es la llave maestra para que las cosas funcionen de verdad en este país. Pues eso, ni más ni menos que el rostro más duro e incuestionable del fascismo epidérmico español.
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