Después de dos semanas y pico
de hospitales, de deambular a diario varias veces de uno al otro y meter horas por un tubo en cualquiera de
los dos, confieso que tenía ganas de dejar por escrito algunos de mis
insustanciales comentarios acerca del tiempo que se detiene cuando ingresa un
enfermo en uno de ellos o las numerosas y variadas comeduras de coco a las que
propicia el letargo hospitalario en el paciente y sus familiares. Al fin y al
cabo, estamos hablando en la práctica de un género literario, del cual me
limitaré a destacar a Thomas Bernhard como el gran maestro del mismo. Insisto
en que son muchas las obras ambientadas en un hospital, siquiera buena parte de
ellas, como en el caso de la que ocupa buena parte de la hojas que hablan de la
estancia durante la primera Gran Guerra del protagonista del fantástico
Voyage au bout de la nuit de Celine. No obstante, Bernhard dedicó no sólo
cientos de hojas a narrar a sus peripecias hospitarias de enfermo crónico, sino
que además nos dejó esas joyitas literarias que son El Frío y El Aliento. El primero narra su estancia en Grafenhof, un sanatorio para tuberculosos, y el segundo en el hospital para enfermos de pulmón, tras caer enfermo trabajando en la tienda de comestibles de Podlaha, un lugar horrible donde se llevaba a enfermos, no para sanarlos, sino para que murieran sin remedio. En concreto, es en este último libro donde, a mi juicio, Bernhard hace el mayor despliegue de lo que es la esencia de su muy peculiar estilo narrativo, esto es, la exageración
llevada al extremo, o lo que también podríamos denominar la puntuosidad
descriptiva en estado puro, y siempre con el único fin de trasladar al papel del modo más efectivo todo el horror que le rodeaba en aquel momento.Y es ahí precisamente donde reside el mérito de
Bernhard, en hacer estilo de su ánimo quisquilloso y exagerado, llegando a
confeccionar un retrato del mundo que describe no sólo todo lo personal que
podía ser él mismo con su cúmulo de defectos y alguna que otra virtud, sino
también, y al contrario de lo que se podía esperar del que retuerce la realidad
a su antojo para así poder dar rienda suelta a una visión de la vida poco o
nada complaciente, desagradable incluso, más nítido y crudo de lo que lo
hubiera hecho cualquier otro ateniéndose escrupulosamente a los hechos, éstos casi siempre muy poco de fiar.
De
cualquier modo, que me disipo y mucho, si bien es verdad que cierto aliento
helado bernhardiano me acompañaba en mi peregrinación de uno a otro de los dos
principales hospitales públicos de mi ciudad, también lo es, tanto o más, que
nada de lo visto o sentido estas semanas tenía que ver con ese otro mundo
hospitalario, a caballo entre lo tétrico y lo miserable, que describía el autor
austriaco. Ni cargando las tintas con toda la mala fe que requeriría el intento
se podría hacer un paralelismo con aquellos escenarios hospitalarios de la Austria
de posguerra. No sólo sería faltar a la verdad, también sería de una mezquindad
extrema dada la exquisita profesionalidad del personal de Osakidetza que
atiende a la gente por muchas molestias, retrasos, carencias o lo que sea que tengan que
soportar, porque, ¡ay amigos!, no hay nada perfecto, los recortes han llegado aunque
Urkullu proclame lo contrario, y sólo hay que oír a los que alguna vez cayeron
en la tentación de acudir a la sanidad privada para determinar que el balance
es casi siempre y definitivamente a favor de lo público. Llegados a este punto me podría
extender en una defensa de la sanidad pública, pero para qué, si es que eso es
de cajón, tanto o más como que si en otros pagos la están desmontando no lo
hacen precisamente para mejorar la atención al paciente y/o hacerla más eficaz,
sino más bien para que otros hagan caja a cuenta de la connivencia de
determinados políticos con determinados empresarios.
Con
todo, aquí va mi queja de rigor, mi nota de quisquilla inveterado, tan nimia e insustancial como de costumbre. Odio el
Hospital de Santiago con todas mis fuerzas y desde hace décadas. A decir verdad, no entiendo cómo
todavía puede existir semejante mamotreto, como no lo han trasladado o reconvertido en un supermercado, un garaje o cualquier cosa por el estilo. Que sí, que vale, que seguro que los técnicos de rigor
tendrán sus razones de todo tipo. Pero es que uno no habla desde el
conocimiento, ya puestos ni siquera desde el sentido común. Qué coño, lo hago desde las entrañas, que es desde donde tiene que
hablar el hombre corriente de la calle, esto es, tal como le vienen las cosas o se las imagina, como le sale de sus santos...
Odio ese puto hospital céntrico porque pocas veces me he sentido tan imbécil como
cuando he accedido a su interior después de mucho tiempo. Estamos hablando del
hospital decimonónico de mi ciudad, aquel en el que según me contaba mi padre
estas mismas semanas fue ingresado uno de sus abuelos por una ruptura de cadera
y salió con las piernas por delante porque entonces sí que las condiciones eran
exactamente como las que describe Bernhard en sus novelas, que parece ser que al hombre le dejaron tumbado en una cama con la pierna colgando durante meses hasta que ya no pudo más y dijo que para verse así para los restos mejor intentarlo en la otra vida. Pero, lo que era un
hospital provincial de finales del XIX ha llegado hasta nuestros días a golpe de
remedos y añadidos, con lo que, y a pesar de existir desde hace décadas otro
hospital más moderno y sobre todo accesible, ahí está para comodidad de aquellos vitorianicos para los que acudir hasta Txagorritxu para una consulta, o lo que sea, se les sigue antojándo lo mismo que una expedición a Mongolia o por estilo. Lo de Santiago no tiene nombre, y
no sólo porque estemos hablando de un hospital sin aparcamiento, en pleno
centro con sus correspondiente empacho automovilístico o su congestión acústica
a todas horas, amen de la estrechez de sus paises, su escasez de espacio o la eterna provisionalidad que todo lo invade. Lo peor ocurre cuando te
aventuras en sus tripas, esto es, en el laberinto de pasillos y puertas estrechas
que en apariencia conducen a algún lado pero que en realidad sólo lo hacen en
parte y casi que en exclusiva para las lumbreras que aciertan a entender la maraña informativa de carteles
y flechas en el suelo que supuestamente te dirigen a tu destino. El resto, los
que somos tirando a bobos o nos despistamos a la menor de cambio –y aquí no
estoy hablando de quinceañeras en minifalda ni nada por el estilo- acabamos
siempre en un limbo hospitalario que suele ser un pasillo vacío o una puerta acristalada
que da al exterior. Me ha pasado en multitud de veces, una vez incluso tuve que
desistir de visitar ese día a mi abuelo ingresado porque no hubo manera de
encontrar su habitación, subía escaleras de cuatro en cuatro, recorría pasillos
a la velocidad de la luz, visité incluso las dependencias donde lavan la ropa o
los auxiliares de enfermería se echaban el pitillo, y aún así, ni encontré la
habitación de marras ni nadie que pudiera hacerme un croquis inteligible del modo
de llegar hasta la habitación donde se encontraba mi abuelo. En otra ocasión, en la cual afortunadamente había llegado antes de la mano de un tercero hasta la
habitación de mi madre para pasar la noche a su lado; sin embargo, como en realidad me la
pasé quejándome y roncando, llegó un momento en que mi progenitora no pudo más y
me rogó que me fuera a casa. Y yo todo contento que salgo disparado a buscar la
salida; pues ese año casi me tengo que tomar las uvas en el Hospital.
Así
pues, no es de extrañar que el primer día que entré con mi hijo mayor de la mano
al hospital de marras nada más de llegar desde Oviedo, azorado como estaba por
los nervios de ver a mi padre en bata con el culo al aire, no tardara en
desembocar a ese limbro del que hablo. Recorrimos pasillos, subimos escaleras,
atravesamos puertas y, cuando creía que estaba en la planta correcta, me encuentro con una
puerta que daba a la nada hospitalaria, el jodido limbo. Casi me echo a llorar de
la impotencia. Luego ya, media hora más tarde tras recurrir a la ayuda de todo
tipo de trabajadores del hospital sin reparar en el color o grado de su
indumentaria, consigo llegar a la habitación de mi padre, el cual, tras los preceptivos
gestos de emoción al ver a su nieto, y la enésima decepción al comprobar que su
hijo mayor sigue siendo un baldarra
de cuidado y además no tiene visos de cambiar en lo esencial, comienza la crítica gastronómica del servicio
de comidas del hospital; está visto que para algunos el trascurso de las horas muertas
sobre la cama de una habitación de hospital no anima tanto a la introspección
filosófica acerca del verdadero sentido de la vida como a la desazón que
produce la consciencia de saber que, después de toda una mañana o tarde
esperando que traigan la pitanza para darle algo de emoción a eso de vivir
recluido entre cuatro paredes, lo más probable es que ese día tampoco le hayan puesto
sal o aceite en la ensalada.
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