lunes, 25 de marzo de 2013

EL LIMBO HOSPITALARIO


Después de dos semanas y pico de hospitales, de deambular a diario varias veces de uno al otro y meter horas por un tubo en cualquiera de los dos, confieso que tenía ganas de dejar por escrito algunos de mis insustanciales comentarios acerca del tiempo que se detiene cuando ingresa un enfermo en uno de ellos o las numerosas y variadas comeduras de coco a las que propicia el letargo hospitalario en el paciente y sus familiares. Al fin y al cabo, estamos hablando en la práctica de un género literario, del cual me limitaré a destacar a Thomas Bernhard como el gran maestro del mismo. Insisto en que son muchas las obras ambientadas en un hospital, siquiera buena parte de ellas, como en el caso de la que ocupa buena parte de la hojas que hablan de la estancia durante la primera Gran Guerra del protagonista del fantástico Voyage au bout de la nuit de Celine. No obstante, Bernhard dedicó no sólo cientos de hojas a narrar a sus peripecias hospitarias de enfermo crónico, sino que además nos dejó esas joyitas literarias que son El Frío y El Aliento. El primero narra su estancia en Grafenhof, un sanatorio para tuberculosos, y el segundo en el hospital para enfermos de pulmón, tras caer enfermo trabajando en la tienda de comestibles de Podlaha, un lugar horrible donde se llevaba a enfermos, no para sanarlos, sino para que murieran sin remedio. En concreto, es en este último libro donde, a mi juicio, Bernhard hace el mayor despliegue de lo que es la esencia de su muy peculiar estilo narrativo, esto es, la exageración llevada al extremo, o lo que también podríamos denominar la puntuosidad descriptiva en estado puro, y siempre con el único fin de trasladar al papel del modo más efectivo todo el horror que le rodeaba en aquel momento.Y es ahí precisamente donde reside el mérito de Bernhard, en hacer estilo de su ánimo quisquilloso y exagerado, llegando a confeccionar un retrato del mundo que describe no sólo todo lo personal que podía ser él mismo con su cúmulo de defectos y alguna que otra virtud, sino también, y al contrario de lo que se podía esperar del que retuerce la realidad a su antojo para así poder dar rienda suelta a una visión de la vida poco o nada complaciente, desagradable incluso, más nítido y crudo de lo que lo hubiera hecho cualquier otro ateniéndose escrupulosamente a los hechos, éstos casi siempre muy poco de fiar.

De cualquier modo, que me disipo y mucho, si bien es verdad que cierto aliento helado bernhardiano me acompañaba en mi peregrinación de uno a otro de los dos principales hospitales públicos de mi ciudad, también lo es, tanto o más, que nada de lo visto o sentido estas semanas tenía que ver con ese otro mundo hospitalario, a caballo entre lo tétrico y lo miserable, que describía el autor austriaco. Ni cargando las tintas con toda la mala fe que requeriría el intento se podría hacer un paralelismo con aquellos escenarios hospitalarios de la Austria de posguerra. No sólo sería faltar a la verdad, también sería de una mezquindad extrema dada la exquisita profesionalidad del personal de Osakidetza que atiende a la gente por muchas molestias, retrasos, carencias o lo que sea que tengan que soportar, porque, ¡ay amigos!, no hay nada perfecto, los recortes han llegado aunque Urkullu proclame lo contrario, y sólo hay que oír a los que alguna vez cayeron en la tentación de acudir a la sanidad privada para determinar que el balance es casi siempre y definitivamente a favor de lo público. Llegados a este punto me podría extender en una defensa de la sanidad pública, pero para qué, si es que eso es de cajón, tanto o más como que si en otros pagos la están desmontando no lo hacen precisamente para mejorar la atención al paciente y/o hacerla más eficaz, sino más bien para que otros hagan caja a cuenta de la connivencia de determinados políticos con determinados empresarios.

Con todo,  aquí va mi queja de rigor, mi nota de quisquilla inveterado, tan nimia e insustancial como de costumbre. Odio el Hospital de Santiago con todas mis fuerzas y desde hace décadas. A decir verdad, no entiendo cómo todavía puede existir semejante mamotreto, como no lo han trasladado o reconvertido en un supermercado, un garaje o cualquier cosa por el estilo. Que sí, que vale, que seguro que los técnicos de rigor tendrán sus razones de todo tipo. Pero es que uno no habla desde el conocimiento, ya puestos ni siquera desde el sentido común. Qué coño, lo hago desde las entrañas, que es desde donde tiene que hablar el hombre corriente de la calle, esto es, tal como le vienen las cosas o se las imagina, como le sale de sus santos... Odio ese puto hospital céntrico porque pocas veces me he sentido tan imbécil como cuando he accedido a su interior después de mucho tiempo. Estamos hablando del hospital decimonónico de mi ciudad, aquel en el que según me contaba mi padre estas mismas semanas fue ingresado uno de sus abuelos por una ruptura de cadera y salió con las piernas por delante porque entonces sí que las condiciones eran exactamente como las que describe Bernhard en sus novelas, que parece ser que al hombre le dejaron tumbado en una cama con la pierna colgando durante meses hasta que ya no pudo más y dijo que para verse así para los restos mejor intentarlo en la otra vida. Pero, lo que era un hospital provincial de finales del XIX ha llegado hasta nuestros días a golpe de remedos y añadidos, con lo que, y a pesar de existir desde hace décadas otro hospital más moderno y sobre todo accesible, ahí está para comodidad de aquellos vitorianicos para los que acudir hasta Txagorritxu para una consulta, o lo que sea, se les sigue antojándo lo mismo que una expedición a Mongolia o por estilo. Lo de Santiago no tiene nombre, y no sólo porque estemos hablando de un hospital sin aparcamiento, en pleno centro con sus correspondiente empacho automovilístico o su congestión acústica a todas horas, amen de la estrechez de sus paises, su escasez de espacio o la eterna provisionalidad que todo lo invade. Lo peor ocurre cuando te aventuras en sus tripas, esto es, en el laberinto de pasillos y puertas estrechas que en apariencia conducen a algún lado pero que en realidad sólo lo hacen en parte y casi que en exclusiva para las lumbreras que aciertan a entender la maraña informativa de carteles y flechas en el suelo que supuestamente te dirigen a tu destino. El resto, los que somos tirando a bobos o nos despistamos a la menor de cambio –y aquí no estoy hablando de quinceañeras en minifalda ni nada por el estilo- acabamos siempre en un limbo hospitalario que suele ser un pasillo vacío o una puerta acristalada que da al exterior. Me ha pasado en multitud de veces, una vez incluso tuve que desistir de visitar ese día a mi abuelo ingresado porque no hubo manera de encontrar su habitación, subía escaleras de cuatro en cuatro, recorría pasillos a la velocidad de la luz, visité incluso las dependencias donde lavan la ropa o los auxiliares de enfermería se echaban el pitillo, y aún así, ni encontré la habitación de marras ni nadie que pudiera hacerme un croquis inteligible del modo de llegar hasta la habitación donde se encontraba mi abuelo. En otra ocasión, en la cual afortunadamente había llegado antes de la mano de un tercero hasta la habitación de mi madre para pasar la noche a su lado; sin embargo, como en realidad me la pasé quejándome y roncando, llegó un momento en que mi progenitora no pudo más y me rogó que me fuera a casa. Y yo todo contento que salgo disparado a buscar la salida; pues ese año casi me tengo que tomar las uvas en el Hospital. 

Así pues, no es de extrañar que el primer día que entré con mi hijo mayor de la mano al hospital de marras nada más de llegar desde Oviedo, azorado como estaba por los nervios de ver a mi padre en bata con el culo al aire, no tardara en desembocar a ese limbro del que hablo. Recorrimos pasillos, subimos escaleras, atravesamos puertas y, cuando creía que estaba en la planta correcta, me encuentro con una puerta que daba a la nada hospitalaria, el jodido limbo. Casi me echo a llorar de la impotencia. Luego ya, media hora más tarde tras recurrir a la ayuda de todo tipo de trabajadores del hospital sin reparar en el color o grado de su indumentaria, consigo llegar a la habitación de mi padre, el cual, tras los preceptivos gestos de emoción al ver a su nieto, y la enésima decepción al comprobar que su hijo mayor sigue siendo un baldarra de cuidado y además no tiene visos de cambiar en lo esencial,  comienza la crítica gastronómica del servicio de comidas del hospital; está visto que para algunos el trascurso de las horas muertas sobre la cama de una habitación de hospital no anima tanto a la introspección filosófica acerca del verdadero sentido de la vida como a la desazón que produce la consciencia de saber que, después de toda una mañana o tarde esperando que traigan la pitanza para darle algo de emoción a eso de vivir recluido entre cuatro paredes, lo más probable es que ese día tampoco le hayan puesto sal o aceite en la ensalada.

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