Mierda de fiestas de mi ciudad este año, puto Celedón y todo lo que le
acompaña. En un día como y hoy y a estas horas nos sentábamos en los
últimos años yo, mi padre, mi mujer y mis dos hijos delante del
televisor para ver la bajada del muñeco que representa al aldeano de
Zalduondo y que se reencarna en el chicarrón de turno antes del
txupinazo. Delante del televisor porque ya a mi edad no me meto ni loco,
y menos aún con los chavales, en medio de la marabunta beoda y puñetera
como nunca, que se pringuen otros. Mejor asistir al inicio de las
Fiestas de la Blanca desde la comodidad, y casi también que seguridad,
del sofá enfrente del televisor. Mis hijos y su madre entusiasmados ante
el espectáculo de la multitud enloquecida mientras el muñeco desciende
por los cielos desde la torre de San Miguel y también ante la travesía
casi que homérica del blusa que toma el testigo y atraviesa la plaza
abarrotada de borrachos y dementes hasta la balconada de la misma
iglesia donde le esperan las autoridades y el encargado de turno de
encender el txupín. En cambio, mi padre y yo lo hacíamos emocionados,
sin necesidad de expresarlo con palabras porque a nosotros nos bastaba y
basta con las miradas para semejante exceso de efusividad, porque no me
cabía la menor duda de que tanto a él como a mí nos acudían en cascada
los recuerdos. Recuerdos casi que en exclusiva de cuando me llevaba de
pequeño a ver la bajada desde Casa Quico, aquella deliciosa y
decimonónica heladería donde siempre caía una horchata, o lo que fuera,
qué más da. Recuerdos de la nube de humo de puro de la que él
participaba con el suyo, cuando todavía el espumoso estaba por venir,
con el pañuelico ya al cuello. Recuerdo de después del txupinazo en
compañía de los tíos, de sus primos, y aquel primer amago infantil de
mozkorra a cuenta de los tragos robados a los katxis de los mayores
junto al antiguo Felipe del Resbaladero o en la Mejillonera de la Dato.
Recuerdos del paseillo como espectador cogido de la mano de mi padre y
las ganas de ser mayor para meterme en el follón. Recuerdos del año que
me llevó a los toros, qué coñazo de corrida y qué vacuna para los
restos, lo mejor el bocata que comimos en la plaza. Recuerdos como el de
ir en el coche por Manuel Iradier detrás de una cuadrilla de blusas
pegando brincos y que él me dijera que para disfrutar de las fiestas
debía aprender a tocar el txistu como su hermano pequeño, el acordeón,
el saxo o cualquier otro instrumento de fanfarria o en sustitución de.
Recuerdos siempre del día que me llevaba a las barracas, la emoción de
subirme a lo desconocido, el trago de vino dulce aragonés junto a la
barra que no se entere tu madre. Recuerdos todos de infancia antes que
aquellos otros de juventud más o menos alcohólica y reivindicativa o yo
qué hostias sé si iba siempre puesto de casi todo hasta arriba. De
infancia porque al fin de cuentas es de cuando con más intensidad
aparecen impresos en la retentiva de uno, los que más afloran y con más
sentimiento, sobre todo ahora, que no estás a mi lado, que todo me es
extremadamente lejano y extraño, que he aprendido hace ya tiempo que el
único vínculo verdadero que me une a estas cosas de la ciudad en la que
he nacido y crecido es el de esos mismos recuerdos de los que apenas
acierto a hacer inventario, que todo lo demás con su repulsiva monserga
identitaria y el pringue a ñoñería tan telúrica como absurda o ridícula
que embadurna el ombliguismo patrio, local, de cualquier tipo, me
resbala como me resbalan todos, de cualquier tipo y condición. Hoy nadie
va a animar a mis hijos a que canten la canción de marras, la misma que
hoy sirve de tema de pol`emica a los carachorras ensimismados para
hacer gala de su sempiterna tontería provinciana con no pocas dosis de
intolerancia ante todo lo que juzgan nuevo en la convicción de que todo
se remonta a lo que son capaces de recordar y poco más. Fiestas de la
Blanca, todavía un hito en el calendario sentimental de uno, nunca como
hoy tan tristes y emotivas, a ver si ya luego a la noche consigo
encebollarme a conciencia sin dar la tabarra al prójimo con mis cosas,
aquí quedan éstas en cuanto ponga el punto final. Y ya luego veremos si
echamos algún baile, risas todas las que hagan falta, comer y beber
seguro y con el rigor de siempre, como que casi es lo único por lo que
merece la pena dedicar líneas y ganas a las putas fiestas de mi ciudad.
viernes, 7 de agosto de 2015
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