viernes, 7 de agosto de 2015

MIERDA DE FIESTAS





Mierda de fiestas de mi ciudad este año, puto Celedón y todo lo que le acompaña. En un día como y hoy y a estas horas nos sentábamos en los últimos años yo, mi padre, mi mujer y mis dos hijos delante del televisor para ver la bajada del muñeco que representa al aldeano de Zalduondo y que se reencarna en el chicarrón de turno antes del txupinazo. Delante del televisor porque ya a mi edad no me meto ni loco, y menos aún con los chavales, en medio de la marabunta beoda y puñetera como nunca, que se pringuen otros. Mejor asistir al inicio de las Fiestas de la Blanca desde la comodidad, y casi también que seguridad, del sofá enfrente del televisor. Mis hijos y su madre entusiasmados ante el espectáculo de la multitud enloquecida mientras el muñeco desciende por los cielos desde la torre de San Miguel y también ante la travesía casi que homérica del blusa que toma el testigo y atraviesa la plaza abarrotada de borrachos y dementes hasta la balconada de la misma iglesia donde le esperan las autoridades y el encargado de turno de encender el txupín. En cambio, mi padre y yo lo hacíamos emocionados, sin necesidad de expresarlo con palabras porque a nosotros nos bastaba y basta con las miradas para semejante exceso de efusividad, porque no me cabía la menor duda de que tanto a él como a mí nos acudían en cascada los recuerdos. Recuerdos casi que en exclusiva de cuando me llevaba de pequeño a ver la bajada desde Casa Quico, aquella deliciosa y decimonónica heladería donde siempre caía una horchata, o lo que fuera, qué más da. Recuerdos de la nube de humo de puro de la que él participaba con el suyo, cuando todavía el espumoso estaba por venir, con el pañuelico ya al cuello. Recuerdo de después del txupinazo en compañía de los tíos, de sus primos, y aquel primer amago infantil de mozkorra a cuenta de los tragos robados a los katxis de los mayores junto al antiguo Felipe del Resbaladero o en la Mejillonera de la Dato. Recuerdos del paseillo como espectador cogido de la mano de mi padre y las ganas de ser mayor para meterme en el follón. Recuerdos del año que me llevó a los toros, qué coñazo de corrida y qué vacuna para los restos, lo mejor el bocata que comimos en la plaza. Recuerdos como el de ir en el coche por Manuel Iradier detrás de una cuadrilla de blusas pegando brincos y que él me dijera que para disfrutar de las fiestas debía aprender a tocar el txistu como su hermano pequeño, el acordeón, el saxo o cualquier otro instrumento de fanfarria o en sustitución de. Recuerdos siempre del día que me llevaba a las barracas, la emoción de subirme a lo desconocido, el trago de vino dulce aragonés junto a la barra que no se entere tu madre. Recuerdos todos de infancia antes que aquellos otros de juventud más o menos alcohólica y reivindicativa o yo qué hostias sé si iba siempre puesto de casi todo hasta arriba. De infancia porque al fin de cuentas es de cuando con más intensidad aparecen impresos en la retentiva de uno, los que más afloran y con más sentimiento, sobre todo ahora, que no estás a mi lado, que todo me es extremadamente lejano y extraño, que he aprendido hace ya tiempo que el único vínculo verdadero que me une a estas cosas de la ciudad en la que he nacido y crecido es el de esos mismos recuerdos de los que apenas acierto a hacer inventario, que todo lo demás con su repulsiva monserga identitaria y el pringue a ñoñería tan telúrica como absurda o ridícula que embadurna el ombliguismo patrio, local, de cualquier tipo, me resbala como me resbalan todos, de cualquier tipo y condición. Hoy nadie va a animar a mis hijos a que canten la canción de marras, la misma que hoy sirve de tema de pol`emica a los carachorras ensimismados para hacer gala de su sempiterna tontería provinciana con no pocas dosis de intolerancia ante todo lo que juzgan nuevo en la convicción de que todo se remonta a lo que son capaces de recordar y poco más. Fiestas de la Blanca, todavía un hito en el calendario sentimental de uno, nunca como hoy tan tristes y emotivas, a ver si ya luego a la noche consigo encebollarme a conciencia sin dar la tabarra al prójimo con mis cosas, aquí quedan éstas en cuanto ponga el punto final. Y ya luego veremos si echamos algún baile, risas todas las que hagan falta, comer y beber seguro y con el rigor de siempre, como que casi es lo único por lo que merece la pena dedicar líneas y ganas a las putas fiestas de mi ciudad.

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