lunes, 17 de agosto de 2015

UNA HISTORIA DE VIOLENCIA...



Solo y abandonado como estoy en el piso de Oviedo, aprovecho que madrugo para bajar a desayunar a la cafetería de siempre. Observo que durante los casi dos meses que he estado fuera la han reformado, que han tirado la fachada y aprovechado parte de la entrada para hacer una especie de terraza cubierta mirando al parque donde se encuentra la calle donde vivo. Una idea genial porque de ese modo puedo desayunar prácticamente al aire libre y sobre todo libre del guirigay que se produce en el interior entre la televisión siempre encendida y siempre a todo volumen y las conversaciones de los parroquianos que procuran sobreponerse a éste. Desayuno en soledad mientras me aferro a la costumbre, cada vez con menos entusiasmo y a veces hasta con verdadero enojo, no por nada la prensa digna de tal nombre hace ya tiempo que se pasó, o la acotaron, a lo digital, de leer la prensa en papel entre un sorbo y otro. Y en eso que estoy comprobando de qué manera no hay día que cierto periódico, antaño faro guía de la más exquisita progresía patria, no desaprovecha su tribuna para hacer comentarios más o menos traídos por los pelos contra un determinado partido político en lugar de verdaderas primicias informativas y así, justo en el momento en el que, harto de la grosera tendeciosidad que contienen las páginas que tengo delante, procuro deleitarme con el trino de los pájaros que me llega de las copas de los árboles del parque en una soleada mañana que anoche todos los telecomentaristas del tiempo habían pronosticado como la antesala del Apocalipsis, vamos, con muchas nubes, lluvia y frío ártico o casi, que de repente aparece una furgoneta repartidora del supermercado de al lado con las ventanillas bajadas y la radio a todo volumen. Como que ya se oía acercarse la murga de la radio con sus presentadores debidamente lobotomizados y esa cantinela bullanguera de los supuestos grupos o cantantes de moda que pretenden hacernos pasar por música. Todavía peor, no contento con amenizar/amenazar todo el barrio con su llegada, el capullo que conduce la furgoneta aparca justo delante de mí, se baja para dirigirse al trote hasta el supermercado de al lado, y va y deja las ventanillas bajadas y la radio encendida a todo volumen. Y no son unos segundos no, el tipo se eterniza en su cometido y entre tanto la furgoneta que está delante de mis mismas narices venga a vomitar excrecencias sonoras, sí, a todo volumen.
Es entonces que uno recuerda que ante todo somos animales, más o menos racionales pero animales, y que si hay algo que distingue a estos en la naturaleza eso es la violencia, ni más ni menos que la reacción instintiva por naturaleza de los seres vivos para sobreponerse a las dificultades o peligros. Lo recuerdo porque en ese preciso momento tomo conciencia de mi lado más animal. Lo hago al imaginarme que vuelve el de la furgoneta, que entonces voy yo, me levanto, me lanzo a su cuello, le golpeo la cabeza contra el techo de la furgoneta, lo hago repetidamente hasta que ya no reconozco su rostro entre la máscara sanguinolenta que lo cubre y su boca repentinamente desdentada. No contento con esto, me introduzco en la furgoneta, arranco de cuajo la radio de marras y... sí, en efecto, se la meto por el agujero del culo; no pregunten cómo, en mi ya demente imaginación el ano reúne las mismas propiedades que las mandíbulas de las serpientes constrictoras a la hora de tragarse una res o cualquier otro bicho por el estilo, por el tamaño. Eso y que luego le prendo fuego a la furgoneta, no importa de dónde saco la gasolina, ni el mechero o las cerillas, es una fantasía, todo está permitido.

Pero claro, qué bestialidad, ¿para eso te hemos pagado una educación, hijo mío?, ¿sabes cuánto te caería... no quieres ver crecer a tus hijos? Que sí, faltaría, ya sé que es una pasada, que estoy hecho un animal, ya lo he advertido, y tú también, y ese, y el otro... ¡uy, no! Ese no, ese es un santo, dejad que los animales se acerquen a él a ver si le arrancan un huevo de un mordisco, dejadles, dejadles, ya veréis qué risas. Y además todo por una tontería, por unos decibelios de nada. ¿Acaso no estamos en el país del ruido, del abuso continuo y sañudo contra el de al lado y por nada, por principio en todo caso, millones de españoles que crecen en la convicción de que están solos en medio de la sociedad, que los demás apenas somos otra cosa que parte del atrezzo de su existencia, que ellos tienen derecho a todo, así lo han mamado desde chicos... Y no digas nada, no lo escribas, das en cascarrabias seguro, en carca, mal follado,"exajerauuuuu".

Pues me aguanto, de hecho no se me había pasado por la cabeza nada que no fuera una mirada reprobatoria en el caso de que el capullo en cuestión se dignara en dirigirme la suya; pero ya, ya, qué hostias va a mirar éste, los de su pasta van así por la vida, sin mirar más allá de sus narices, para qué. Me aguanto hasta que vuelve, se monta, arranca y desaparece de mi vista dejando el reguero de su bazofia sonora. Así pues, todo debería volver a su sitio; pero no, ya no consigo escuchar los trinos de los pájaros del parque, de hecho lo único que oigo y sin cesar es el ruido del motor de los coches que pasan por la calle.

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