Como soy un fan incondicional de las crónicas o reportajes gastronómicos del amigo Josema Azpeitia, verdadera pornografía para los sentidos en el mejor de estos, y coincidiendo que hoy te tenido que comer fuera con mis dos retoños, me he dicho que voy a rendirle un homenaje al chaval con una crítica antigastronómica.
Vamos a decirle Casa Hostias, un chigre de barrio como tantos en Oviedo, esto es, donde se sirve comida tradicional asturiana y se sirve/echa sidra para distinguirlo de otros establecimientos hosteleros. Acudimos al chigre en cuestión porque nos queda al lado de la pelu donde tenemos cita y porque los nenes tenían antojo de cachopo. No espero nada del otro mundo, si eso y como mínimo que la comida, por ser tradicional, sea de la que hace que la gente del barrio se anime a dejar sus cuartos los fines de semana sin acudir al centro. Se trata, en efecto, de un establecimiento sencillo, popular, pequeño, estética probablemente idéntica a la que tenía el mismo día que se inauguró el local; creo que en las paredes colgaban carteles hasta de cuando el Oviedo estuvo en Primera, allá por el Pleistoceno. Eso y la encantadora semi penumbra de estos chigres sin otro propósito inconfesable que ocultar lo máximo posible la mierdecilla acumulada tras décadas de limpiar lo justo, por encima y a toda hostia, a saber si con la misma bayeta ya como para servir de brazalete de luto. En todo caso, y esto siendo generosos, un local casta como pocos al estilo de los que se pueden encontrar en casi todas las calles del extrarradio de la capital asturiana, y en los que me da a mí que grado de casticidad es directamente proporcional a la capa de grasa que cubre gran parte del mobiliario.
Vamos con el tiempo justo y como el camarero se demora en la barra sin decidirse a apartar la vista del televisor que cuelga sobre la entrada, servidor ya empieza a ponerse un poco nervioso. Luego cuando se para a nuestro lado soy yo el que tiene que ponerle al corriente del motivo porque hemos recalado en su establecimiento dado que el tipo aparenta haberse quedado completamente en blanco, vamos, que no acierta a adivinar que hace un tipo maduro con dos críos sentado a una de las mesas del antro en el que sirve sidra desde la barra a su parroquia de inveterados chigreros. Una ensalada de tomate y un cachopo para los tres, sidra y agua. Temo haber cortocircuiteado al hombre porque hace el gesto con las palmas de la mano para pedirme que vaya despacio, piano, piano, ho, que no tiene costumbre, lo estoy estresando. Repito la comanda y el tipo desaparece dejando huérfanos un rato largo de culines de sidra a la parroquia junto a la barra. A partir de ese momento el tiempo transcurre con la misma lentitud que suele hacerlo cuando tienes comida en casa de tus suegros y quieres llegar pronto a la tuya para ponerte a tus cosas o cualquier otra cosa por el estilo. Empiezo a temer que nos vayan a tener que cortar el pelo con la boca todavía llena y masticando.
La ensalada de tomate consta de la insipidez de un producto de supermercado barato, unas anchoillas de esas para envenenar a un tipo con problemas de tensión como un servidor, y unos espárragos reguleros. No está nada mal, no. Abordo la ensalada con la ayuda de una sidra de esas por las que digo que prefiero mil veces antes la guipuzcoana. Sidra a temperatura ambiente, calentorra y con la acidez que parece arañar el vaso cuando golpea sobre el cristal. Total, si nadie se queja y por muy ácida y trasegada que sepa luego sale a cuatro perras porque el llagar de turno ha tirado los precios para intentar competir con la concentración comercial que desde hace tiempo está sufriendo el sector en manos de cuatro o cinco grandes "llagares".
Por fin llega el cachopo, el plato estrella del local a decir de la insistencia con la que el camarero nos lo ha vendido como si el resto de la carta fuera de relleno y poco más, que era preguntar por cualquier otra cosa y poner cara de: "amigo, no hay, eso sólo es literatura..." Uno para tres porque servidor no tiene ganas de "empapuzarse" (palabro de mi señora que ya luego si eso miro de dónde viene y qué significa de verdad) y tirarse toda la tarde en plan embaraza de nueve meses. El primer contacto visual no puede ser más descorazonador. El rebozado luce un tono grisáceo en lugar del dorado esperado, el cual no es sino la evidencia de que ha sido frito sobre un aceite que bien podía haber sido el mismo con el que frieron a San Juan en el caldero. No es una cuestión baladí, no, porque ya sabemos todos que la comida entra primero por la vista y luego por la boca. Luego hay que reconocer que la carne estaba en su punto, tierna, que el jamón serrano de relleno era fino y fresco, y el queso uno suave de los Oscos. El único reparo es también estético, pues el queso derretido mezclado con la grasita del aceite con el que frieron al apóstol Juan da como resultado un juguillo oscuro que apetitoso, apetitoso, pues como el aceite del coche y por el estilo.
Y ya a los postres, que no había, o no sabía, o vete a saber porque, hay que joderse, de nuevo que se le saltan los plomos al camarero. Al final, todo azorado por las caras de pasmo que le ponemos, que como mucho tarta de helado. ¿Que cuál o de qué? Tampoco tenía constancia. De vainilla y chocolate, responde tras dudarlo mucho. Mi canijo se anima y el figura le trae un trozo de tarta Contesa, y no precisamente en su mejor estado si reparamos en el dibujo de la capa de chocolate o el de los flecos de nata. Eso y que a saber qué entenderá este hombre por vainilla. Pero bueno, ya nos vamos, la cuenta, y de nuevo a esperar una pequeña eternidad, que si la cuenta no le sale, coge una calculadora o la hago yo a ojo, vamos, que nos vamos. En fin, uno de esos sitios castizos por no decir castigadores, ideal para recomendar al vecino o compañero de trabajo que, por lo que sea, tienes atravesado.
*Martirio de san Juan Evangelista, de Martín Gómez el Viejo.
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