Me pasaba el día
haciendo recados; frutería, carnicería, pescadería, pollería, donde fuera. Eso
cuando no tenía que echar una mano en la peluquería para limpiar el lavacabezas
o quitar rulos a las clientas cuando estaban a tope. También recorría medía
ciudad llevando productos de la peluquería de mi viejo a la academia a cargo de
mi madre. No me quedaba otra porque mis dos padres trabajaban. Era parte de mi
rutina. Esa y la de cambiar de calle cada semana en búsqueda de una tienda en
la que la maniática de mi madre no hubiera tenido
un desencuentro con el tendero por un quítame ahí esos melocotones de piedra,
esos filetes hormonados o la merluza a precio de angulas en Navidad. También me
tocó echar más de un fin de semana en la viña cuando al viejo le dio por llevar
una de su padre, o crear la suya de la nada, a modo de hobby de fin de semana o
casi. Mejor no hablamos de la época de vendimia. Claro que me fastidiaba
dedicar parte de mi tiempo para ayudar en casa. Pero, sabía que tenía que echar
una mano. Así nos lo enseñaron nuestros padres desde pequeños; no te quiero ya
decir nuestros abuelos a ellos, esto es, de cuando los hijos eran poco más que
siervos de sus progenitores.
Pues bien,
cada vez que le pedimos a nuestro hijo mayor que haga un recado porque urge y
no se puede dejar para el día siguiente, él, que no tiene rutina alguna en eso
de echar una mano en casa, que apenas se limita a otra cosa que ir al
instituto, alguna actividad extraescolar y a ver pasar las horas pegado al
móvil o a cualquier otro artilugio por el estilo, nos monta un drama con todo
tipo de quejas y aspavientos. Algo así como si lo estuviéramos obligando a
recorrer de noche San Petersburgo de un extremo a otro a veinte grados bajo
cero y vestido con apenas un abrigo viejo y raído.
Y lo peor
es que yo me indigno, vamos, que juro por todo lo alto, y es entonces cuando me
convierto, a ojos de todos en esta casa, en una especie de ogro decimonónico al
estilo de los que explotaban a tiernos infantes en las novelas de Dickens En
efecto, mi señora y mis hijos me miran como si fuera un padre desalmado que
pretende explotar a su hijo mayor obligándole a realizar actividades impropias
de su edad como bajar a comprar leche al supermercado del barrio para que luego
pueda él desayunar su taza de cola-cao al día siguiente antes de ir al
instituto.
Así que
siento que no tengo ninguna autoridad como padre, que todo aquello que me
inculcaron sobre lo de ayudar en casa ya no vale para las nuevas generaciones.
Pero, sobre todo me siento viejo, muy viejo, un verdadero carcamal, ya que no
puedo evitar pensar que estamos criando pequeños monstruos que cuando crezcan
lo harán convencidos de no tener responsabilidad alguna para con el resto de
sus semejantes, que vivirán en la idea de que los demás están siempre a su
servicio y ellos al revés ni por asomo; “¿por qué no lo haces tú?” Yo también
discutía con mi padre porque creía me exigía demasiado; pero, ahora descubro
que a mi hijo simplemente no le puedo exigir nada.
Con todo,
también descubro que mi hijo no actúa como un mimado irresponsable porque esa
sea su naturaleza, sino más bien porque es así como lo hemos educado por pura
inercia de las costumbres. Ahora no necesitamos tanto de ellos porque todo es
más fácil y accesible. Por eso, cuando surge un contratiempo y necesitamos de
su ayuda simplemente no están acostumbrados y reaccionan como majaderos que han
olvidado que son parte de una familia y no simples huéspedes en un hotel de
lujo. Y no lo hace porque en realidad es un niño inteligente y de buen corazón
al que le basta con leer estas mismas líneas que he escrito para darse cuenta
de que, en efecto, se ha comportado como un capullo mimado. Así que me ha
prometido que no lo volverá a hacer. Yo sé que no es verdad; pero, qué coño,
tal como están ahora las cosas, me vale y sobra.
Txema
Arinas
Oviedo,
30/11/2018
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