Va una confesión. Yo he jugado al bádminton. Ocurrió en el pequeño polideportivo de una iglesia del barrio de Blackrock de Dublín. Ahora no procede contar por qué estábamos allí, tampoco me acuerdo mucho, pero el caso es que cuando vimos la red puesta preguntamos dónde estaban las raquetas y las pelotas y nos contestaron que allí no se jugaba al tenis, sino al bádminton. Entonces nos sacaron esa especie de molde para magdalenas y unas raquetas como que de la señorita Pepis. Pero bueno, como la encargada/barragana nos aseguró que se trataba de un juego muy aeróbico que hacía las delicias de las feligresas y servidor siempre ha presumido de mente abierta y así, al final convencí a mis compañeros del momento para echar un partido. Fueron a lo sumo cinco o siete minutos. No pude con ello, ver a esa especie de salero con plumas que sustituye a la pelota dando volteretas en el aire mientras esperaba a que bajara para arrearle con la raqueta se me antojó lo mismo que jugar al tenis con un pajarillo. Eso y que el cabestro que hay en mí era incapaz de percibir la elegancia innata que según decían había en dicho juego. Pero claro, cómo iba a hacerlo si ya el tenis me parece un deporte intrínsecamente afeminado. Porque sí, todos somos presos de nuestros atavismos y para un servidor, más bruto que un arado, el único juego digno de ser tenido en cuenta para machos testosterónicos y así es el de arrearle con la mano a una pelota con el único objetivo, inconfesable, de intentar atravesar una pared de ladrillos,cemento u hormigón. Y eso con la mano desnuda, que a mí lo de la pala, cuando de pequeño veía jugar a la peña en el frontón del pueblo de mi padre, siempre me pareció de señoritos de mierda o bilbaínos. Qué le vamos a hacer, insisto en lo que en esencia soy un cabestro testosterónica que encuentra un placer especial en el ejercicio de la fruta bruta con la camiseta empapada de sudor de arriba abajo y el corazón al límite tras haber arrollado al contrario; mi media un 22-7. Sí, de pequeño jugué mucho a pelota, en el frontón del cole, en el del pueblo del viejo, en en los del seminario viejo de Vitoria, en aquellos hornos gigantes que eran los minifrontones con tejado del zinc o de lo que fuera de la ikastola de Olabide, en los cubiertos de Mendizorrotza, eso y que el marido de la hermana de uno de mis tíos consortes fue un pelotari profesional que se empeñó en meterme el gusanillo con escaso éxito porque para las apuestas entre amigos y así todo lo que quieras, pero en plan profesional… digamos que ya estaba a otras cosas. Así que ver al salero de marras dando vueltas en el aire antes de llegar a la altura de aquella raqueta alargada como que no, fue superior a mis fuerzas. Y sí, de acuerdo con todos los que lo piensen, vaya pedazo de machito bruto e insensible, sí, sí, siquiera en en el juego cromañón a más no poder, a decir verdad irrecuperable para la revolución radical-feminista pendiente que os convertirá a todos en seres sensibles y delicados que jugarán al bádminton hasta con faldita para demostrar a la comisaria política de turno cuán arrepentidos y avergonzados estáis de vuestra masculinidad hetero-patriarcal. Qué se le va a hacer, no creo que mi masculinidad excesivamente estereotipada tenga nada que ver con mi idea de la igualdad entre géneros y de la que cualquiera que me conoce de verdad sabe que soy tan practicante como acerbo defensor. Pero la estética visual y física del deporte es otra cosa muy distinta y muy seria. Como que estando en La Habana visitando a los parientes de unos parientes, entre Ayestarán y la Calzada del Cerro, y a cuenta del arraigo que los anfitriones decían que había tenido y tenía la pelota vasca en la isla, nos llevaron a ver una especie de frontón por el barrio donde nos encontramos a unos mulatos jugando a mano con… guantes de béisbol. Ni qué decir que uno de los peores días de mi vida, creo que hasta me mareé.
© Txema Arinas. 2019
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