La revista hispanoamericana de literatura LETRALIA me publica esta cosica sobre Serotina de Houellebecq y los escritores un poco tocacojones:
https://letralia.com/lecturas/2019/09/02/serotonina-de-michel-houellebecq/?fbclid=IwAR3Qn_T-6GtupKxKZyJBCrPr5jV2G-2uwwS574SgHHYdnjR-JiYZqVcR1qg
Je tiens beaucoup à ce stade de l’argumentation, à remplacer, “jeunes filles en fleur” (de Proust) par “jeunes chattes humides”; cela contribuera me semble-t-til à la clarté du débat, sans nuire ‘a sa poésie (qu’y a-ti-il de plus beau, de plus poétique, qu’une chatte qui commence à s’humidifier? Je demande qu’on y songe sérieusement, avant de me répondre. Une bite que entame son ascension verticale? Cela pourrait se soutenir. Tout dépend, comme beaucoup de choses en ce monde, du point de vue sexuel que l’on adopte).
Serotonine, Michel Houellebecq
La reciente lectura del último libro de Michel Houellebecq me sirve, no tanto para hablar de la novela en sí, grosso modo la historia de un solitario cínico y depresivo al que le ha ido todo mal en la vida, que nos introduce en la Francia interior, agrícola, en estado ya no de transformación sino de franca liquidación, eso y las dosis de rigor de sexo sucio y diatribas reaccionarias con mayor o menor acierto, como en el hecho de que cada nueva entrega del famoso escritor francés se nos haya hecho inevitable a miles de lectores a lo largo y ancho del mundo. Supongo que la respuesta fácil sería que respondemos en esencia a las imposiciones mediáticas del momento como resultado de atinadas campañas de mercadotecnia editorial que hacen creer como imprescindibles fenómenos que simple y llanamente responden a modas siempre pasajeras. Empero, no vale como argumento porque fenómenos mediáticos dentro del mundo editorial los hay a patadas y la mayoría de ellos suelen ser bastante prescindibles para un lector más o menos avezado. Me refiero no tanto al que busca entre líneas mero entretenimiento, como un verdadero placer estético o/y revulsivo intelectual, esto es, una escritura con un estilo que supere la media, que destaque en sí misma y no por comparación con la inanidad preponderante, como un contenido que le remueva a uno las entrañas, siquiera nos agite o escueza un poco, para bien o para mal.
Partiendo de esa premisa no se puede negar que Houellebecq tiene un estilo propio muy reconocible y que si alguna virtud tiene que no se pueda poner en duda, eso es que su universo literario no deja indiferente a nadie para bien o para mal. Otra cosa es lo mucho o poco que pueden complacer de verdad ambas cosas a un lector que ya ha pasado y mucho por otros autores como Rabelais, Chateaubriand, Rimbaud, Baudelaire, Gautier, Gide, Céline y muchos más ilustres de la pluma, los cuales, y es obvio que aquí me limito a citar compatriotas del que nos ocupa, se empeñaron en sacudir en mayor o menor medida el panorama tanto literario como social de su época. De hecho, soy incapaz de calibrar hasta qué punto puedo caer en la exageración, o lo que es peor, en el elogio más o menos encubierto, si afirmo que Houellebecq pertenece al selecto club de los antes citados. Como todo, el tiempo lo dirá; de momento acordemos que estamos ante un fenómeno literario que, en efecto, no deja indiferente a nadie, que no lo hace desde su primera novela, Ampliación del campo de batalla (Extension du domaine de la lutte, 1994) hasta esta última, Serotonina (Serotonine, 2019).
Houellebecq es un escritor confesamente reaccionario, si bien que sospecho que sólo en apariencia y acaso como mera y enésima provocación a ese mundo biempensante y sobre todo omnipresente
Que luego ya uno tenga la impresión de estar leyendo la misma novela una y otra vez con el mismo personaje con distintos nombres y localizaciones, con una temática de fondo en apariencia distinta y sin embargo idéntica en esencia, puede que sea precisamente el éxito del fenómeno Houellebecq. No sería el primer autor al que se le lee —no puedo evitar pensar mientras escribo esto en Thomas Bernhard o el propio Céline— no tanto, o prácticamente nada, por comprobar qué ofrece de nuevo, siquiera si es capaz de superar lo anterior abriendo nuevos caminos estilísticos o argumentales, sino en la convicción de que su nueva entrega será prácticamente la misma que la anterior con los debidos arreglos, esto es, cambios de personajes y tema sólo de fondo, para justificar una nueva entrega. Al fin y al cabo, es a eso a lo que se dedica Houellebecq en sus novelas, a vestir al personaje principal de todas sus novelas, ese francés de clase media y por lo general de bonne souche, vamos, un francés como Dios manda, bien blanquito y por lo general con raíces en cualquier bled de una Francia que casi concibe invadida por otros franceses venidos de todas partes, el cual, según el tomo que toque, podrá ser más o menos cínico o simplemente provocador, estar más o menos desvalido, esto es, perdido en medio de los males o amenazas que acechan en nuestras sociedades contemporáneas al ciudadano del común, del común al que pertenece el personaje, faltaría. Y, de ese modo, al personaje en cuestión, quizás la extensión de la mayoría de los lectores de Houellebecq a imagen y semejanza de éste, le toca bregar, entre otras cosas, con la sociedad del ocio (turismo) o del placer (sexo) a toda costa como únicas vías de escape ante el nihilismo existencial de nuestra época, la vacuidad pretenciosa del mundo del arte contemporáneo, la amenaza latente del islamismo radical como resultado de la debilidad estructural de las sociedades occidentales, o el derrumbe progresivo, si no inminente, del que se consideraba el alma de dichas sociedades en la figura de ese interior esencialmente agrícola al que antes me refería como consecuencia de la globalización impuesta sin piedad por esa contradicción en sí misma a la que Houellebecq suele referirse como la tiranía socialista-liberal que según él rige los destinos de nuestro mundo.
Entre tanto, y como también he señalado al principio, dosis ingentes de semen y exabruptos más o menos disimulados sobre lo que caracteriza las sociedades occidentales como la francesa en contraste con la de otros tiempos. Porque Houellebecq es un escritor confesamente reaccionario, si bien que sospecho que sólo en apariencia y acaso como mera y enésima provocación a ese mundo biempensante y sobre todo omnipresente, insisto en que siempre según él, que tanto detesta de espíritus a medio camino entre la socialdemocracia como estética y el neoliberalismo como ética. De ese modo, sería muy fácil adscribir a Houellebecq como el último de los escritores franceses reaccionarios, al menos de éxito, considerando como tales a aquellos contra la modernidad de su época al estilo de Chateaubriand, Baudelaire, Proust, Flaubert, Gracq y otros, es decir, a la larga lista de escritores que navegaron a contracorriente del espíritu de su época porque no comulgaban con el espíritu de su época, dado que éste, lejos de inspirarles el optimismo de la mayoría de sus coetáneos hacia las virtudes del progreso, lo que de verdad les inspiraba era pesimismo. De ese modo nos encontramos ante una pléyade de grandes escritores franceses entregados al desencanto y el escepticismo respecto a su época, los cuales no se resignan a aceptar la lógica de la civilización y, en cambio, viven su presente vueltos hacia el pasado, acaso instalados en la ansiedad de un regreso a ninguna parte dado que tampoco son tan tontos como para reivindicar un pasado extinto para siempre. Se podría decir que la mayoría de ellos hacen suyo el conocido aserto del escritor rumano Mircea Eliade en sus diarios de posguerra: “¿Cómo es posible la libertad en un universo condicionado? ¿Cómo se puede vivir en la Historia sin traicionarla, sin negarla, y participar, sin embargo, en una realidad transhistórica? En el fondo, el verdadero problema es este: ¿cómo reconocer lo real camuflado en las apariencias?”.
Cómo no prodigarse, como lector de Houellebecq, siquiera sea con cierto prurito masoquista a sabiendas de que tú mismo te puedes encontrar entre los personajes objeto de escarnio por el francés.
Dicho lo cual, cómo no reconocer a Houellebecq en las palabras de Mircea, qué otra cosa nos presenta en sus novelas sino una denuncia, más o menos provocadora e incluso decididamente nihilista, de una contemporaneidad donde, de nuevo según él, todo parece ficticio, vacuo, absurdo. No obstante, una duda invade al lector habitual de Houellebecq: ¿pertenece de veras, o sólo lo pretende, a la tradición más o menos reaccionaria de los grandes escritores franceses como Baudelaire, Flaubert, los Goncourt, Proust, Paulhan, esto es, autores que no podríamos catalogar de izquierda (y esto siempre de acuerdo con las coordenadas ideológicas de la época de cada uno), pero tampoco simples representantes del tradicionalismo, sino más bien espíritus incómodos o preocupados con la dirección que tomaba el signo de sus tiempos? A saber, formalmente no hay ninguna duda de que Houellebecq es con toda seguridad el último escritor reaccionario con éxito de nuestra época, siquiera el que con más frecuencia y acierto remueve conciencias, o molesta a conciencia a los biempensantes entre los que, nos guste o no, nos encontramos casi todos nosotros. Claro que también lo tiene muy fácil, porque para incomodar a los biempensantes de nuestra época, los cuales insisto que somos prácticamente todos los demás que de alguna u otra manera fruncimos el ceño pasando sobre muchas de sus páginas, sólo tiene que dedicar cada una de sus novelas a los temas tabúes que ningún otro osa, no ya sólo tocar, sino sobre todo hacerlo de la forma provocativa, intencionadamente obscena incluso, a la que acostumbra. Dicho de otro modo, y aquí puede que hasta a modo de homenaje de su estilo, Houellebecq se corre en nuestra cara, y da igual lo modernos o progresistas que nos creamos, eso ofende y mucho. Y no tanto por la obscenidad en sí, que de qué, a quién no…, sino puede que única y exclusivamente porque se ha tomado la libertad de hacerlo, como si la libertad tanto tiempo enarbolada como el bien supremo de nuestras sociedades occidentales fuera sólo para eso. Dicho una vez más de otra manera, nada puede contrariar más a un alma pura que tanto ha luchado por principios que creemos asentados en nuestras sociedades como la liberación sexual, que venga un carca de mierda y eyacule, si no encima, al menos sí delante del lector a lo largo de cientos de páginas. Nos contraría porque evidencia que no somos tan abiertos ni tan pasados de rosca como creíamos, sino más bien aquello a lo que me estoy refiriendo todo el rato, somos nosotros los nuevos carcas de nuestra época, los paladines a nuestra manera de un estado de cosas que el gabacho pone en solfa y además de un modo realmente eficaz, esto es, con un estilo literario donde conjuga, mezcla, un lenguaje muy directo, preciso y hasta gélido, muy de Google y por estilo —recordemos la polémica por haber prácticamente copiado párrafos enteros de la Wiki—, con ese otro inequívocamente lírico donde asoma el poeta Houellebecq sin renunciar a la provocación, y además con la capacidad de compendiar todo su universo literario; sin ir más lejos al estilo de la cita que encabeza estas líneas y que he entresacado de su última novela.
Así pues, cómo no prodigarse, como lector de Houellebecq, siquiera sea con cierto prurito masoquista a sabiendas de que tú mismo te puedes encontrar entre los personajes objeto de escarnio por el francés, acaso también en la convicción de no ser en el fondo uno de esos meapilas de la ideología imperante de nuestra época y por ello capaz hasta de coincidir con él en muchas de sus diatribas, y sobre todo confiando poder disfrutar de la mala hostia que anima su crítica despiadada, e incluso de las provocaciones más o menos pasadas de rosca, si bien no siempre todo lo logradas que se esperaría por mera reiteración, y que tú nunca te atreverías a poner sobre el papel porque en el fondo eres ese meapilas a merced de los tabúes de tu época al que él se dirige y sin los que su obra no tendría ninguna razón de ser
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