sábado, 4 de julio de 2020

LO DE LA SEMANA



La pesadilla de la semana

Mi mujer se volvió el domingo pasado a Oviedo dejándonos a mí y a los críos en casa de mi madre. Hoy vuelve para quedarse la que viene y a mí me toca planear excursiones por los alrededores a la vista de que este año no conviene alejarse mucho de nuestros domicilios habituales por si las moscas. Y quien dice moscas dice los iluminados que se creen que todo ha pasado y que lo de las medidas de seguridad es una pamema para tenernos controlados y toda la monserga al uso.



Así que me he visto en sueños con la familia en dirección a Markinez, preciosa villa de la Montaña Alavesa en la que estuvimos el año pasado, con el fin de visitar las nueve cuevas artificiales de origen eremético que hay a las afueras del pueblo. La idea, para ser sincero, era patear un poco por el campo, echar un pote en el bar del pueblo y, una vez hecha la mañana, dirigirnos a una conocida sidrería de Trebiño donde el año pasado comí el mejor chuletón en mucho tiempo.



Pues bien, tras llegar al pueblo y aparcar a las afueras, me pongo al frente de la expedición hacia las cuevas.



-¿Ya sabes por dónde se va? -mi señora dándome la primera en la frente.



-No voy a saberlo, he venido aquí mil veces cuando era pequeño. A decir verdad, me conozco la zona de la montaña como la palma de mi polla.



-¿El qué?



-Mi mano, mi mano -me corrijo al instante-. ¿Ves? No hemos empezado la excursión y ya me estás poniendo nervioso!



-¿Está muy lejoooos? -cualquiera de mis dos vástagos en lo que ya presiento que va a ser tocarme los cojones a base de bien.



-Están aquí al lado.



Emprendemos el ascenso hacia la peña Askana, que es donde se encuentran las cuevas. Voy tan convencido de saber adónde como contrariado por la poca confianza que tiene mi familia en mí para... en realidad para todo.



-¿Falta muchooo?



-A ver, para llegar a los sitios siempre hay que andar un poco.



-¿Seguro que sabes por dónde se va? -de nuevo ella...



-¿No te dicho que...



-Sí, que te guías por tu polla...



Me pongo de morros. No pienso dirigirles la palabra hasta que lleguemos a las cuevas.



-¿Falta muchooooo? ¡No podemos más!



-¡Cagúendios! ¿Me vais a dejar de tocar los cojones!



-Perdona, bonito, pero llevamos ya un montón de horas andando cuesta arriba -apunta la madre de mis hijos.



-Hace ya un rato que es todo llano, más o menos.



-Sí, hace ya un rato que vamos a través de prados, bosques y barrizales.



-¡Pues mira, listilla, ya hemos llegado!



-Pero si eso es una cascada de agua.



-Claro, la cascada del barranco de Igoroin. ¿Adónde creías que os llevaba?



-Pero si...



-¡Mirad, niños, quién nos está esperando!



-¡Yayoooo!



-¿Pero tu padre no había muerto?



-Y yo qué sé, habrá pedido permiso en el Averno.



-Ya habéis tardado. Seguro que te has vuelto a perder por el monte. Menos mal que os he preparado una ijada de bonito a la parrilla para chuparse los dedos. ¿Has traído el vino?



-Pues no, me había hecho la idea de ir a comer un chuletón a la sidrería de...



-Hijo, no espabilas, no espabilas.



-Eso mismo le digo a tu hijo siempre...



-¿Falta muchoooo? ¡Queremos volver a casa para jugar a la play!






"Cuando llegan a la altura del viaducto, se detienen, se apoyan en el quitamiedos, observan el tráfico, parecen medir la posibilidad del éxito del sabotaje. Uno de sus compañeros le echa el brazo por los hombros para y gira la cabeza para decirle algo, y por primera vez en muchas semanas, de un modo absolutamente inesperado, veo a mi padre sonreír."


LOS ÚLTIMOS ROMÁNTICOS - Txani Rodríguez



Creo que las historias de Txani siempre tienen ese algo verdaderamente exquisito, por el modo como está narrado, de lo muy cercano, y por lo tanto auténtico como pocas veces ya. Además está trazado con una exquisitez literaria en la que para mí destaca una mirada esencialmente tierna, puede también que sosegada respecto a lo que relata o tiene enfrente. Así pues, siquiera ya solo para intentar transmitir lo mucho que he gozado con esta novela, bastaría con decir que he tenido la sensación de que podía acabármela de un tirón, porque el texto me empujaba un capítulo tras a otro -ahí el acierto de la cortedad de estos es palmario- y, sin embargo, me he resistido a hacerlo para poder así retomar la novela al día siguiente con la seguridad de que volvería a disfrutarla como el anterior. Algo así como comer a cachos espaciados el helado que más te gusta procurando alargar el placer que te proporciona lo máximo posible. En cualquier caso, un texto también plagado de referencias, al mundo del papel, al viaje como huida, a la soledad, el amor incondicional pese a lo que puede pesar, la fábrica como escenario tan poco frecuentado en literatura, la enfermedad, la asfixia existencial, y me da que un largo etcétera porque son tantas las cosas con pocas palabras, frases, las que contiene este texto que seguro que me dejo muchas para una segunda lectura. Un montón de cosas de lo cotidiano y también lo extraordinario. Porque extraordinario ese final que justifica, y con creces, el título de la novela.



En lo poco que llevo ya en Vitoria ya me ha tocado el camarero borde que a pesar de estar la cafetería vacía, te ve, pero te atiende cuando le sale de los huevos. Después, tras arrastrarse a lo largo de la barra como si le pesaran los pies, te pone una caña tostada sin gas ni ganas, y encima templada. Luego, cuando le pregunta mi hijo pequeño si tiene helados, primero pega un bufido y luego le contesta que puede que sí y puede que no, que pregunte y luego ya verá. El crío le pide uno y resulta que no, que otro, y así hasta que al final solo queda uno. ¿No podía haber empezado por ahí? Valiente gilipollas, seco y chuloputas, que encima nos cobra todo a precio de Pandemia o algo por el estilo. Eso y que después de casi cuatro meses fuera ya se me había olvidado lo mucho por culo que dan los castas de mi ciudad.
Al día siguiente llevo la perrita a la veterinaria para que le quiten las grapas de la operación de la semana pasada. Tengo que esperar aproximadamente una hora en la calle a pesar de haber concertado la cita por teléfono y haber llegado a la hora de abrir la clínica. Luego ya las memas de siempre, las que no te miran a la cara porque siempre se dirigen al bicho antes que a ti. Te entran ganas de recordarles que el que paga eres tú y no el animal. Eso si no es para preguntarte por el estado de la perra de tu madre, se entiende que la que vive con ella y está registrada en el archivo de la clínica, con un tonito reprobatorio que, de verdad, me toca mucho los cojones, algo así si como si por ser hombre, blanco, barbudo y no sé cuántas taras más, ya dieran por hecho que soy capaz de todo lo malo y poco de lo bueno. Y luego van y me cascan trece con dos euracos por el servicio, esto es, por cortar las grapas con una tijera en menos de cinco minutos; si lo llego a saber se las arranco en casa con los dientes. Estoy por comentarle a la pava que mi cuñada veterinaria, la que operó a la canija, me aseguró que lo de quitar las grapas de una operación es una acto de cortesía entre veterinarios y que por eso no se suele cobrar nada. Pero bueno, ya le comenté yo a mi asturiana que eso de "cortesía" en Vitoria como mucho les suena a nombre de festival de cortos. Para qué entablar discusión alguna con el cansancio que llevaba encima de la caminata desde el pueblo hasta Zabalgana. Eso y que en estos casos siempre estoy tentado de preguntarle al camarero si él ya era así de desagradable antes de trabajar de camarero o le vino después con el oficio.
Y luego lo de los tres días llamando al hospital de Santiago para cambiar una cita de mi madre... Mejor lo dejo aquí, mejor, que luego seguro que me acusan de inventarme lo que escribo. Eso y que mañana o pasado tendré que ir al hospital a concertar la cita en persona... Seguro que hay tema, seguro, y sin necesidad de inventar nada, bendita idiosincrasia babazorra. Ya me gustaría no cargar las pilas, ya, tanto como que la Vitoria que me ha tocado en suerte hubiera sido otra que yo me sé con infinitas playas tropicales y garotinhas de "sotaque doçe", y no este pueblo grande de eternos aldeanos malencarados.



Este año no hay fiestas por la Pandemia y algunos, muchos, demasiados, parece que no se lo creen, o cuanto menos hacen como si tal. "Vale, no hay fiestas, o sea, que no vienen los guiris a tocar los cojones en el encierro o a romperse la crisma saltando desde la fuente; perfecto, entonces lo celebraremos los de casa, comida de cuadrilla el día grande y las que toquen..." Que no, que no es, que así no, para eso mejor nos contagiamos la Covid19 dándonos por culo en cadena todos borrachos y ya luego nos vamos de gira por las residencias por si queda alguno... "¿Pero cómo no vamos a hacer algo por fiestas? ¿Estamos locos o qué, que somos animales?" Y vuelta la burra al trigo porque, no es tanto que no les entre, como que no quieren, la realidad es demasiado cruda. Se diría que sin fiestas su vida ya no tiene sentido, que como mucho aceptan el suplicio de vivirla, esto es, que aguantan todo el resto del año el trabajo siempre de mierda, la familia con la suegra al frente, los vecinos y sus derramas, banqueros con el cazo extendido, funcionarios detrás de una ventanilla, neoliberales meapilas, jueces de toga boba, estopas sin excepción, curas con y sin sotana, camareros vitorianos y alrededores, matasanos, leguleyos, mecánicos, y así en general toda esa peña que hace que la vida con ellos de por medio sea un asco, solo porque saben que una vez, o varias, al año hay fiestas y entonces sí, entonces toca echar las campanas al vuelo, el desenfreno etílico y acaso también polvorizado al que se resisten el resto de año porque no procede, no. El resto del año son gente cabal y de orden, padres o madres de familia, miembros de pleno derecho de esto o aquello, ciudadanos sumisos en todo caso. Y, claro, si no es por fiestas no hay borrachera vikinga que valga, bailar como un pato mareado en mitad de una plaza con orquesta verbenera o por la calle al son de la txaranga de turno, subirse a las mesas en medio de la tasca de lo viejo mientras derraman kalimotxo sobre la gente, echarle los tejos, o más bien las babas, a la chavala que cuando les dirige la palabra el resto del año hace que se les ponga la cara como un tomate, "¡Rubia, pégale un trago a mi kalimotxo, no seas así! ¿Que cómo? Pues eso, sensata. Y soy morena, peazo subnormal." Eso o avergonzar a conciencia a su pareja, y de paso a la familia política, con la coartada de que ayer, después del txupinazo, entre pitos y flautas, un katxi llevó a otro y.. "¡Celedón ha hecho una casa nueva, Celedón, con ventana y...!" Y qué hago yo con el traje de blusa, el blanco con el pañuelico, la fajica y las abarcas, el uniforme de txapelgorri misógeno o cualquier otro disfraz de mamarracho para desfilar delante de todo el pueblo o ya solo para confundirme con la masa beoda y para de contar. No hay fiestas y a algunos parece que se les ha caído su pequeño y estrecho mundo encima, que su vida ya no tiene sentido porque probablemente no lo ha tenido nunca, es una vida como de prestado, limítese a respirar y ya luego veremos. ¿Pandemia? ¡Sánchez dimisión!





Todos los años la misma monserga. Al pasar por los caseríos de Eskibel la historia inventada por mí de la torre desmochada del linaje homónimo al que las huestes realistas de Carlos V le derribaron la torre y rebanaron el cuello a su señor por rebelarse al lado del comunero Pedro López de Ayala, señor de Salvatierra-Agurain, tras su derrota en la batalla de Miñaogoien. En realidad una excusa como cualquier otra para hablar de caballeros medievales a la gresca con sus armaduras o en cota de malla. Una patraña que parecería que sigue entusiasmando a mi pequeño de diez años si no fuera porque, por un momento, he sentido que se estaba choteando de mí al ver cómo empezaba a jadear mientras hablaba y subía una cuesta al mismo tiempo. Luego, ya en el bosque, al llegar a uno de los arroyos, me sale con lo de que le cuente lo de la Lamia del Peine de Oro, que le encantó esa leyenda, pero que no se acordaba muy bien de qué iba. Le he mirado fijamente a los ojos, y, entre que ya estaba cansado porque llevábamos casi dos horas pateando desde la salida del pueblo por la zona de Iñarrazabal hasta Eskibel, y de allí hacia el bosque de Armentia para volver a casa por uno de los senderos menos transitados y escarpados, y que he creído ver en la expresión de su mirada esa misma que dicen que se me pone a mí cuando estoy tocando los cojones a alguien procurando que no se entere, ni qué decir que lo he mandado directamente a tomar por culo. También uno se hace mayor y ya no tiene ganas de historias, leyendas o cualquier otra mierda por el estilo, si eso ya dentro de unos años a mis sobrinos, que a saber si duro tanto como para aburrir también a mis nietos.



En las familias te puedes pasar casi toda una vida pensando que eres la oveja negra porque no encajas, sientes que eres diferente, ni tú las entiendes ni ellas a ti, siquiera porque te hacen sentir que nunca llegarás a ser tan blanca, inmaculada, como ellas. Así hasta que por fin descubres que no eras una oveja sino una cabra. Entonces es cuando todo empieza a encajar y dejas de sentirte culpable por balar a tu manera y ellas a la suya. Simplemente andabais revueltas, como en el prado a las afueras del pueblo.


Casi cuatro meses después el trigo ya está listo para ser cosechado en los alrededores de Berrozti, el verano despliega todos sus olores de temporada a las faldas del Zaldiaran como todos los años, y el trino de los pájaros que nos acompaña a través de la sombra de los árboles del bosque de Armentia sigue animándonos el necio discurrir sobre nuestros pasos. La vida en época de pandemia ha seguido su curso natural como si lo único verdaderamente inconsistenre sobre la faz de la tierra fuera el corazón de los hombres y mujeres con nuestros miedos, duelos y quebrantos, siervos de por vida de nuestros sueños echados a perder, o de la incertidumbre de que el futuro pueda ser mejor que el presente pese a la convicción, esto es, poco más que la lógica que resulta de ver pasar los años como una sucesión de ocasiones perdidas y meteduras de pata una tras otra, de que toda esperanza es el anuncio de una nueva decepción.


Eso y que una larga caminata dominguera por el campo tras haber trasnochado hasta muy tarde entre las acaloradas discusiones de rigor con los amigos de toda la vida a cuenta de lo vivido y sentido durante todo el tiempo que no nos hemos visto en carne y hueso, con sus correspondientes y preceptivas botellas de cosechero, patxaran y pintas de cerveza, tras apenas haber dormido cuatro horas porque tus retoños pelean hasta en sueños, tras haber echado la mañana preparando la comida para toda la familia, le deja a uno el cuerpo tan derrengado como para no extrañarse si luego, cuando por fin me siento a echar el resto de la tarde debajo del árbol de al lado de casa, me da por escribir semejantes chorradas.





Decían que la Covid19 iba a revolucionar el modo de hacer campaña electoral de los políticos. Ahora, no acabo de entender dónde está el reclamo en que confiesen a los cuatro vientos sus pensamientos más íntimos: "Un plan para el futuro"...




Cuando una tiparraca de VOX (y me quedo muy, pero que muy corto con lo de tiparraca) va a un barrio obrero y mayoritariamente de izquierda como el de Zaramaga en Vitoria, emblemático por los sucesos del 3 de Marzo en los que la policía del régimen que la gentuza de Abascal y los suyos ensalzan mataron a tiros a cinco vecinos, a echar un mitín, sabe muy bien a lo que va. Sobre todo sabe que sus votos no están allí sino al otro lado de las pantallas de televisión al día siguiente y del Ebro para abajo. Por eso, y aunque se entienda y comparta la rabia, arremeter contra ellos es hacerles el juego sucio. No seamos sus tontos (in)útiles. Recordad, no hay mayor desprecio que...

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