Mi no-reseña de una novela irreseñable para la revista literaria hispanoamericana LETRALIA: https://letralia.com/articulos-y-reportajes/2020/10/14/dublin-irlanda/?fbclid=IwAR1A33XSSMwuY14KdgjvfdbewitOSANqp1_5xbl_qWPYzjqWIC08k0trr5I
La Irlanda que yo conocí a mis veintipocos todavía no era un tigre celta, ni siquiera un gatito, todavía era un país pobre y poco desarrollado que parecía vivir a la sombra de su antigua metrópoli, que parecía el patio trasero de ésta como lo pareció durante mucho tiempo también Portugal de España. Era un país pobre pero extraordinariamente vitalista, era entonces como ahora un país de jóvenes, la mayoría de ellos o se resignaba a una vida sin excesivos alicientes, una vida que por lo general consistía en apañárselas con lo poco y regular que ofrecía el país como horizonte vital, profesional, o más bien hacer el petate y dar el salto hasta el otro lado del charco, hasta los Estados Unidos, el destino natural de la mayoría de los irlandeses desde la época de la Gran Hambruna.
Mucho ir y venir en el DART, atardeceres al borde del mar de Irlanda, paseos cogido de la mano de vete a saber quién.
Por lo demás, Dublín era una ciudad tan pobre y desigual como su contemporánea Lisboa, sólo que mucho más gris y sucia, menos elegante o señorial, capital de ningún imperio periclitado como ésta última, sino más bien la eterna capital de provincia periférica, conflictiva, y que ahora ejercía de capital de un Estado sin haber abandonado su carácter exclusivamente provinciano; Dublín se parecía demasiado al Bilbao de los 80. También era ese su encanto, una ciudad lo suficientemente grande como para no tropezarse a diario con los mismos caretos, amigos o no, pero en la que no por ello era difícil coincidir a menudo con alguien. Siempre había tiempo para una pinta o las que fuera, total casi todo estaba a mano, y tampoco había mucha prisa en reincorporarse al trabajo, el estudio o lo que fuera. La laxitud con la que los irlandeses se tomaban sus obligaciones no solamente era motivo de todo tipo de chanzas entre los extranjeros, y también algún que otro escándalo por mentalidades digamos que un poco más germánicas, sino que encima se contagiaba enseguida. De hecho, no había que hacer un gran esfuerzo para asimilar el concepto irlandés, o dublinés, de que el lunes es por lo general un día optativo para ir al trabajo o quedarse en casa durmiendo la mona; hay que tener en cuenta que en la Irlanda ya de entonces más que vivir la vida se la bebían.
Luego estaba el paseo diario entre los tonos grises y añiles de lo urbano en medio del ínclito verde esmeralda del paisaje irlandés, el horizonte rasgado por las cúpulas herrumbrosas de las torres de las iglesias de todo tipo de credo cristiano, las fachadas carminosas del ladrillo de los edificios del Dublín más humilde o funcional, la elegancia contenida de esas otras de estilo georgiano con sus escalinatas, barandillas y entresuelos con más de una historia por contar de estudiantes extranjeros que fueron allí a todo menos a dormir. Estaba la bohemia etílica de Temple Bar y la bobería romántica a las tantas de la mañana sobre el Puente del Medio Penique con una curda que te hacía jurar amor eterno a la primera que se te pusiera a mano, Halfpenny Bridge, la parada del autobús para noctívagos y borrachos cerca del Trinity College, el DART sólo para los más formales, el desfile delante de los buskers o músicos y otros artistas callejeros de la comercial Grafton Street, la pomposidad burocrática de O’Donnell Street con la que todavía era su única y triste estatua conmemorativa. Estaban también los paseos por la zona siempre supuestamente peligrosa y desolada de los docks, los pubes más cutres que uno se podía imaginar con su parroquia otro tanto, el suburbio de más ladrillo y hormigón en lo que era la verdadera precariedad ambiental de la ciudad en cuanto te alejabas un poco del cauce del Liffey, a ratos impetuoso y a ratos también simplemente apesadumbrado, que dicen que dividía la ciudad en dos almas distintas e irreconciliables: un norte mísero y turbulento, de descampados con su basura y sus ratas, así como de turbas de críos sucios y mal vestidos con los mocos colgando mientras correteaban entre la ropa tendida a un lado y otro de los bloques de casas, puede que bajo la atenta, o no tanto, mirada de cientos de rostros rubicundos y desocupados, de un sur quizás sólo un poco más próspero, algún que otro barrio decididamente bien y lo suficientemente apartado, ajardinado y televigilado, un sur que era también el acceso a la plácida vida de arrabales pequeñoburgueses como Blackrock, Dun Laoghaire o Dalkey, mucho ir y venir en el DART, atardeceres al borde del mar de Irlanda, paseos cogido de la mano de vete a saber quién, a mí se me ha olvidado, por sus playas rocosas, todo de un romántico que ahora con muchos años de por medio hasta me da arcadas, ya sé yo por qué.
Sea como fuere, y dejando a un lado lirismos entrelazados de recuerdos más o menos brumosos o ya directamente etílicos, el caso es que Irlanda, Dublín, distaba mucho de formar parte de esa otra Europa moderna y próspera que en el imaginario propio y ajeno aparecía nada más entrar por Hendaya o Perpiñán. Claro que cuando volví unos años más tarde a visitar a mi hermano en su correspondiente exilio irlandés para lo de dominar de una vez por todas la lengua franca de nuestra época, me encontré, si bien una Irlanda más o menos igual de alegre y desastrada, también una Irlanda en la que destacaba la inusitada movilidad de la gente de un empleo a otro, y muy en especial el entusiasmo por todos aquellos relacionados con el ramo informático, habían descubierto que la industria informática podía controlar el mundo desde el borde de un acantilado en los alrededores de Galway y la mano de obra irlandesa les venía que ni al pelo por joven y angloparlante. De ahí también la percepción para muchos de ellos de que ya casi no era necesario cruzar el charco para encontrar un futuro. Y ya definitivamente hace tres o cuatro años, la última vez que aterricé de noche en la isla esmeralda en compañía de mi actual pareja, el país en el que recalé después de una década ya no parecía el mismo ni por asomo, o puede que sí, que bajo toda aquella capa de lo explico a continuación no fuera para tanto. Ahí estaba el viejo y a ratos bronco y triste Liffey, también el perfil cenizo de la ciudad desparramada a lo ancho, el clima endiablado de la vieja Eire. Sin embargo, todo lo demás parecía haber cambiado, las orillas del Liffey hacia su desembocadura, por la zona de los docks, prácticamente eran otra ciudad, una ciudad de modernos edificios de postín, mucho acero y cristal, mucha altura en búsqueda de horizontes, al fondo la visión ubicua del “Pirulo del Milenio”, Millenium Spire, un cono de hierro de 120 metros de altura con 3 metros de diámetro en la base y 15 centímetros en la cúspide, que además tiene la última parte iluminada durante la noche, un especie de faro iluminando la Irlanda del Nuevo Milenio, haciendo además sombra a la vieja estatua sobre su pedestal del líder nacionalista del XIX que da nombre a la avenida principal de la ciudad (allí donde antes estuvo la del victorioso general británico Wellington antes que el IRA la hiciera estallar en mil pedazos). Pero, sobre todo, lo que más saltaba a la vista, a la memoria nostálgica de un antiguo visitante, residente, de la vieja Baile ÁthaCliath (“la ciudad de la ciénaga” en gaélico), no era otra cosa que la extraordinaria profusión de letreros luminosos de todo tipo de negocios en el cogollo de la ciudad, tanto en lo más alto de los edificios principales de la ciudad como en los bajos de estos. Reclamos publicitarios por doquier, símbolo de la nueva abundancia, del consumismo a cualquier precio, no faltaba de nada, qué coño iba a faltar, más bien sobraba de todo. Sensación que quedaba refrendada una vez que te acercabas a los escenarios concretos de la que había sido tu ciudad durante un tiempo, tu territorio comanche del fin de semana, es decir, Temple Bar y alrededores, y podías comprobar para tu asombro que donde antes había un par de pubes más o menos astrosos, castas que se dice, o unas tiendas más que cutres de discos o de ropa de segunda mano, ahora había restaurantes internacionales de todo tipo, mucha cosa de ordenadores y boutiques ya en plan fino, casual pero no tanto.
Su sueño de una vida mejor sólo lo había sido de un par de décadas, puede que lo más parecido al sueño de mundos paralelos del Finnegans Wake de Joyce.
Y si el paisaje de la antaño gris y mal iluminada Dublín nocturna ahora lo era sobre todo de neón y demás pátina publicitaria, sobre la ciudad de siempre, para ser sinceros igual de fea y destartalada, pero con varias capas de maquillaje pictórico y luminoso encima, el paisanaje no era menos abigarrado. La Irlanda de los mocosos y mocosas pelirrojas, la de las barrigas cerveceras y algún que otro gentleman de provincia británica, ahora compartía aceras y asientos en el pub con rostros de todas partes, a destacar los acentos del Este, el conductor de autobús polaco o la camarera eslovaca. También tropezamos, cómo no, con alguna que otra ínfula de nuevo rico al que ya no le llega nunca el tiempo y el trato con el prójimo se le ha convertido de repente en lo más parecido a una plaga bíblica o por el estilo. La estampa de un país de la Europa de la abundancia como cualquier otro, solo que este apenas hacía una década que había sido todo lo contrario. Y todo prácticamente de la noche a la mañana, un milagro que se explicaba por una política fiscal más generosa de lo normal con ciertas empresas del ramo informático y también de la farmacia, una concentración inusitada de capital gracias a las inversiones de estas y otras empresas, principalmente norteamericanas, que habían provocado la correspondiente burbuja inmobiliaria, y mucha, pero mucha desvergüenza por parte de los bancos, allí como en cualquier otra parte.
Al tigre celta de pies de barro lo exaltaron hasta el paroxismo muchos de los que ahora sólo ven en él el ejemplo de lo que no hay que hacer nunca en economía, casi son los mismos que los que en su tiempo provocaron una situación semejante en España y ahora andan que se tiran al cuello de los actuales gobernantes culpándolos de lo que ellos mismos tenían como modelo a estudiar en todas las facultades de económicas.
En fin, nada más lejos de mi ánimo que alegrarme por las dificultades de un país por el que siento un gran cariño y no poca admiración por su cultura, en especial la literaria. Me imagino que como de costumbre pagarán los de siempre, aquellos a los que la prosperidad meteórica sólo les tocó de refilón, un poco más de cash para crear la ilusión de una felicidad en forma de cambio de casa, coche o vacaciones en Mallorca, muchos de los que de repente creyeron disfrutar de una estabilidad laboral que sus padres no habían conocido ni en sueños, de los que apostaron por una formación académica y profesional que nunca antes había alcanzado niveles tan altos, los que se arriesgaron a poner un negocio, algo inaudito en otras épocas para muchos irlandeses de extracto medio o bajo. De repente descubrirán que ya no les sirve de nada ni la formación ni el arrojo emprendedor, que vuelven a engrosar las listas del paro o la de jóvenes que se apuntan a la aventura transoceánica. Y en todo caso, que su sueño de una vida mejor, a la altura de tantos de sus vecinos europeos, por encima incluso de sus tan admirados como aborrecidos vecinos ingleses, sólo lo había sido de un par de décadas, puede que lo más parecido al sueño de mundos paralelos del Finnegans Wake de Joyce. Y por eso también estas líneas que escribo se me antojan las más parecidas a una reseña del último libro de James Joyce que puede hacer cualquier lector que, impulsado por una curiosidad innata hacia todo lo relacionado con la Literatura, comete la imprudencia de intentar adentrarse en sus páginas.
• Miércoles 14 de octubre de 2020
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