Las manifestaciones y protestas contra el régimen cubano del mes de julio del presente año han puesto en evidencia una vez más el malestar creciente del pueblo cubano con el régimen que lleva hablando en su nombre desde hace ya más de seis décadas de autarquía castrista, y que las actuales dificultades por las que pasa la isla como consecuencia de la pandemia y la política de apretar todavía más las tuercas de la anterior administración Trump han agravado todavía más. Una protesta en la que se ha vuelto a evidenciar la brecha que separa a las nuevas generaciones de cubanos que sólo han conocido penuria y la falta de libertad respecto a esas otras que crecieron confiando en las palabras de cambio, igualdad y prosperidad de los interminables discursos de Fidel, y que ha sido duramente reprimida por un régimen de partido único que no acepta la disidencia catalogándola toda en el término de gusanos, esto es, traidores a una revolución permanente y en peligro que le sirve de excusa para mantener a sus ciudadanos en un eterno estado de excepción donde las libertades de opinión y reunión brillan por su ausencia. Por si fuera poco, y también de acuerdo con lo que suele ser habitual cuando el tema de Cuba salta a la palestra por la razón que sea, la opinión pública internacional tiende a dividirse entre la minoría esencialmente romántica e ideológicamente numantina que todavía apoya la dictadura cubana como el último baluarte de la utopía revolucionaria que quedó en entredicho tras la caída del Muro a finales de los años ochenta del pasado siglo, aludiendo a los supuestos logros de dicha revolución en contraste con los países de su entorno y frente a la hipotética amenaza imperialista de los Estados Unidos, y esa mayoría que vemos en la supuesta excepcionalidad cubana un mero trasunto caribeño de las periclitadas tiranías de inspiración soviética que, junto con las de China, Corea del Norte y Vietnam —sin olvidar ese experimento fallido a medio camino entre la democracia formal y el socialismo sin proyecto definido, improvisado según la coyuntura y los medios más bien, que es la Venezuela de Maduro—, todavía someten a sus respectivos pueblos a los mandados y arbitrariedades de una nomenclatura típica de los países de partido único que todo lo decide y ejecuta desde la cúpula.
Dicho lo cual, tranquilos, que no olvido que escribo para una revista literaria, por lo que el tema que inspiran estas líneas no es tanto el devenir de la Revolución cubana desde que Castro y sus barbudos entraron en La Habana como la relación que los escritores más notables o representativos de la isla tuvieron con la Revolución cubana desde aquel preciso momento. Ahora bien, notables o representativos de la literatura cubana desde los años cincuenta hasta nuestros días han sido muchos, por lo que se impone una criba que en esta ocasión, y disculpándome de antemano por todas las inevitables e injustas omisiones por culpa única y exclusivamente de mi ignorancia, no será otra que la lista personal, por supuesto que subjetiva y además muy escueta, que servidor hará de todos aquellos cuyas obras han caído entre mis manos y, sobre todo, aquellos que más he disfrutado, admirado y que todavía leo o releo.
La razón de este ataque a la obra de Lezama Lima y su desaparición de la vida cultural de la isla no fue otra que el resultado del intento de la oficialidad cultural en imponer el realismo socialista a toda costa.
De ese modo, resulta casi obligatorio empezar citando a Alejo Carpentier (1904-1980) y José Lezama Lima (1910-1976). Ambos ya eran grandes figuras de las letras cubanas antes de que Fidel, el Che, Raúl, Cifuentes y compañía desembarcaran del yate Granma cerca de la playa Las Coloradas en el municipio de Niquero, en el oriente de la isla. Así pues, dado su prestigio, y puesto que ambos aplaudieron en su momento el triunfo de la revolución frente a la denostada dictadura de Batista, fueron recompensados con prebendas como las direcciones del Departamento de Literatura y Publicaciones, que las nuevas autoridades otorgaron a Lezama Lima y desde donde éste aprovechó para impulsar las colecciones de libros clásicos y españoles, o la de la Editorial Nacional Cubana, órgano del gobierno revolucionario que organizó las exigencias editoriales del Ministerio de Educación, Consejo Nacional de Universidades, que quedó en manos de Carpentier. Así pues, mientras Alejo sería el más claro exponente del intelectual o artista tan fiel al régimen castrista como mimado por éste, motivo por el que fue objeto de todo tipo de nombramientos y distinciones a lo largo de su vida, en el caso de Lezama Lima nos encontramos con el del artista que torna en disidente interno, e incluso repentino, a causa de su empeño en ser fiel a sus presupuestos artísticos en contradicción con esos otros que el régimen considera propios de la revolución socialista a la que supeditan todo. De ese modo, y en contraste con la gran acogida internacional por parte de todo tipo de escritores y críticos en lengua castellana, algunos grandes simpatizantes del castrismo como Julio Cortázar o el propio Carpentier, la gran obra de Lezama Lima y su única novela, Paradiso (1966), fue considerada por los prebostes del régimen como “obra hermética, morbosa, indescifrable y pornográfica”, especialmente por sus pasajes homoeróticos. Con todo, fue a partir del llamado caso Padilla, en 1971 (Heberto Padilla fue encarcelado por la lectura del poema “Provocaciones” en el recital de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac). Este caso se hizo conocido en todos los ámbitos intelectuales del continente y varios escritores que habían dado su apoyo absoluto a la revolución como Julio Cortázar, Simone de Beauvoir, Marguerite Duras, Carlos Fuentes, Juan Goytisolo, Alberto Moravia, Octavio Paz, Juan Rulfo, Susan Sontag o Jean-Paul Sartre, firmaron una carta para la liberación de Padilla y su esposa, provocando un cisma entre la intelectualidad latinoamericana y europea con la Revolución cubana), que Lezama Lima, hasta entonces todavía reconocido por las autoridades culturales como uno de los autores más importantes de las letras cubanas, empieza a ser víctima de la censura y acaba sufriendo un ostracismo institucional que lo obliga a vivir prácticamente retirado en su casa hasta el día de su muerte. La razón de este ataque a la obra de Lezama Lima y su desaparición de la vida cultural de la isla no fue otra que el resultado del intento de la oficialidad cultural en imponer el realismo socialista a toda costa, razón por la comenzó un hostigamiento y censura de autores considerados “contrarrevolucionarios” como Virgilio Piñera o Reinaldo Arenas.
De hecho, será el propio Reinaldo Arenas (1943-1990) quien encarnará en toda su crudeza la persecución a la que las autoridades castristas sometieron a aquellos artistas o intelectuales cuya obra consideraban no apta de acuerdo con el canon del realismo socialista. Ahora bien, Arenas no sólo sufrió persecución, cárcel y por último exilio a causa de su negativa a plegarse al canon en cuestión, renunciando al realismo mágico del que probablemente fue el máximo exponente en la isla, también lo hizo como consecuencia de su homosexualidad, en este caso tan confesa como abierta, a diferencia de la de Lezama Lima. No olvidemos que la homosexualidad fue duramente reprimida durante décadas por un régimen cuyos valores morales e incluso estéticos seguían impregnados del más rancio machismo propio de la sociedad cubana de toda la vida. Es precisamente de esta represión de la que nos habla Reinaldo Arenas en su obra paradójicamente más realista, su autobiografía Antes que anochezca (1992), sin lugar a duda el testimonio más descarnado contra la intransigencia e hipocresía del régimen castrista.
En El mundo alucinante yo hablaba de un fraile que había pasado por varias prisiones sórdidas. Yo al entrar allí (el Morro), decidí que en lo adelante tendría más cuidado con lo que escribiera, porque parecía estar condenado a vivir en mi propio cuerpo lo que escribía.
Reinaldo Arenas, Antes que anochezca.
Otro de los grandes escritores cubanos que, como Arenas, acabó condenado al exilio como consecuencia de su desencanto con el régimen cubano fue Guillermo Cabrera Infante (1929-2005). Comunista e hijo de comunistas, con el triunfo de la Revolución cubana ocupó cargos como el de director del Consejo Nacional de Cultura, ejecutivo del Instituto del Cine y director del suplemento literario del futuro Granma, Lunes de Revolución. Empero, no tardaría en descubrir la incompatibilidad de sus sueños de libertad creativa con las directrices ideológicas de las autoridades revolucionarias. De ese modo, Cabrera Infante tomaría el camino del exilio, primero en Madrid y más tarde y definitivamente en Londres, donde pasaría el resto de su vida. En 1968 publicó la primera de sus dos grandes novelas, Tres tristes tigres. La novela relata la vida nocturna y canalla de tres jóvenes habaneros en los años previos a la revolución. Se trata de un despliegue de ingenio lingüístico donde destacan los coloquialismos cubanos y más en concreto habaneros, amén de constantes guiños o referencias a obras y autores de la literatura universal. La novela, un verdadero canto a la libertad del individuo, acaso una exaltación del hedonismo juvenil sin tapujos, fue tildada de contrarrevolucionaria por las autoridades cubanas y su autor expulsado de la Unión de Escritores y Artistas tras ser acusado de traidor. No tardaría en llegar la segunda gran novela cubana escrita en el exilio, La Habana para un infante difunto, donde Cabrera Infante cuenta su infancia y adolescencia habanera con el mismo ingenio y desparpajo que ya le habían hecho famoso gracias a la primera, y en especial con ese sentido de humor tan suyo, el famoso “choteo cubano”, el cual suele ser odiado siempre por las autocracias de cualquier jaez habidas y por haber. Cabrera Infante moriría en Londres tras ser nacionalizado británico, hecho que le permitió regresar a Cuba para escribir Mapa dibujado por un espía (2003), una crónica de su regreso a la isla. No sólo era el gran escritor cubano del exilio, sino uno de los grandes de la literatura cubana de todos los tiempos. De ese modo, hubo que esperar a 2009 para que el veto que pendía sobre su obra y figura empezaran a desaparecer gracias a trabajos como el de los periodistas Elizabeth Mirabal y Carlos Velazco, los cuales ganaron ese año el premio de ensayo de la Unión Nacional de Escritores y Artistas con un libro sobre la vida y trayectoria de Cabrera Infante desde su infancia en Gibara hasta que abandonó definitivamente la isla en 1965.
José Lorenzo Fuentes (1928-2007) fue sancionado con tres años de trabajo forzado en 1969 en las cárceles de Pinar del Río, y expulsado de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba por “traición a la patria”.
Pero, si Cabrera Infante es el paradigma del escritor cubano que, desencantado con el devenir de la revolución de los barbudos, elige el exilio para poder no sólo vivir, sino sobre todo escribir en libertad, no sería el único de los que, habiendo ocupado cargos de importancia dentro del régimen castrista, acabarían tomando el mismo camino, y aquí da igual si se trata de un exilio tal cual o puramente interior al estilo de Lezama Lima o de la escritora Dulce María Loynaz (1902-1997). Autores de renombre como Severo Sarduy (1937-1993), el cual aprovechó su viaje de estudios a París para no volver y así poder escribir libremente, entre otras cosas sobre la homosexualidad y el travestismo, temas prohibidos en la Cuba de los primeros años de la revolución, tal y como he señalado con el caso de Reinaldo Arenas.
También encontramos el caso de José Lorenzo Fuentes (1928-2007), el cual, tras haber participado junto al Che Guevara en la famosa batalla de Santa Clara, ejerciendo como periodista personal de Fidel Castro desde el 59 hasta el 62, por no hablar de todos los altos cargos que ocupó como director de las publicaciones periodísticas más importantes de la isla y los galardones literarios obtenidos, como el Premio Internacional Hernández Catá o el Premio Nacional de Novela con Después de la gaviota, fue sancionado con tres años de trabajo forzado en 1969 en las cárceles de Pinar del Río, y expulsado de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba por “traición a la patria”. José Lorenzo Fuentes acabaría sus días en Miami como un disidente o “gusano” más.
Trayectoria similar sería la del escritor y cineasta Jesús Díaz (1941-2002), el cual, tras participar en la insurgencia contra Batista y dirigir el suplemento literario El Caimán Barbudo, del periódico Juventud Rebelde, o coeditar la revista de ciencias sociales Pensamiento Crítico, acabaría también conociendo los rigores del exilio, si bien su trabajo sería recompensado al recibir en 1987 el Premio de la Crítica con la novela Las iniciales de la tierra o ser finalista, con Las palabras perdidas, del premio Nadal en el año 1992, y también del premio Rómulo Gallegos en el año 1999 con Dime algo sobre Cuba.
Con todo, no todo es exilio en la disidencia más o menos velada de los escritores cubanos. En Cuba existen autores cuya obra ha conseguido una notable aceptación fuera de la isla, a veces incluso más fuera que dentro. El más famoso de ellos sería sin lugar a dudas Leonardo Padura (1955), gracias al éxito internacional de su serie de novelas negras protagonizadas por el inspector Mario Conde. Sin embargo, no se puede afirmar que Padura sea un disidente del castrismo al estilo de los que tuvieron que exiliarse para no acabar presos, cuando no tras haberlo sido durante una temporada. Padura es un escritor que se declara fiel, no tanto al régimen castrista, como al espíritu de los valores que según encarnaron en un principio la Revolución cubana. De ese modo sus críticas al sistema no son tanto de raíz como de forma. Padura expone en sus novelas buena parte de las contradicciones del régimen castrista en contraposición a lo que su generación creía que iba a ser la revolución, presentando así un personaje como el detective Mario Conde, que encarna toda una generación decepcionada con lo que se les había prometido y que no llegó a ser. Sin embargo, las críticas de Padura al sistema parecen más dirigidas a exigir una tímida apertura democrática sin renunciar a lo fundamental de la revolución, esto es, sus logros supuestos o no. La postura de Padura asemeja un continuo sí es no es a la pregunta de si Cuba es una dictadura, en la que no faltan a modo de descargo las menciones más o menos recurrentes al embargo estadounidense o las vicisitudes a las que tuvo que enfrentarse la isla tras la caída de la Unión Soviética, que la sostenía económica e ideológicamente en buena parte. Una postura tan comedida, acaso tibia, que puede resultar comprensible por parte de alguien que se ha declarado incapaz de vivir fuera de la isla, sobre todo como autor cuyas historias están intrínsecamente relacionadas con la actualidad cubana. Con todo, Padura fue galardonado con el Princesa de Asturias de las Letras de 2015, tanto por su obra como por “haber destripado la realidad de su país y la decepción de su generación”, que dijo en su momento un conocido periódico español.
Otro de los escritores de renombre que parecen ser más conocidos fuera que dentro de la isla es Pedro Juan Gutiérrez (1950), famoso por su Trilogía sucia de La Habana (2006), el cual ha sido presentado como un trasunto caribeño de Bukowski, tanto por el estilo descarnado, casi frenético, de su escritura, como por su predilección por los ambientes y personajes marginales de La Habana. De hecho, Pedro Juan también cultivó en un primer momento una leyenda de bebedor intempestivo e imprevisible a imagen y semejanza del escritor norteamericano, si bien con los años ha ido atemperando el personaje, probablemente para no acabar como su sosias norteamericano. Siendo como es nuestro “Bukowski cubano” un escritor de ambientes y personajes marginales, la mayoría de ellos en continuo conflicto con las autoridades del país y probablemente también los más directamente afectados por las políticas tan erráticas como arbitrarias de sus dirigentes, se podría decir que la crítica al sistema castrista viene implícita en sus historias, tal y como el propio autor ha declarado en más de una ocasión. Sin embargo, Pedro Juan Gutiérrez nunca se ha manifestado abiertamente contrario a las autoridades cubanas más allá de un vago “el capitalismo es una mierda y el socialismo es peor”, y ello refiriéndose a la antigua RDA. Se podría decir que Pedro Juan Gutiérrez, a semejanza de Padura, es uno de esos escritores obligados a hacer malabarismos en sus declaraciones a medios internacionales a la hora de complacer las peticiones de éstos cuando les piden su opinión sobre los asuntos cubanos para no acabar malquistándose con aquellos que pueden impedirle el regreso a la isla, o acaso volver a salir de ella. En cualquier caso, y a la vista de la libertad con la que tanto Pedro Juan Gutiérrez como Leonardo Padura se mueven internacionalmente disfrutando de los éxitos de sus libros en los diferentes países adonde son invitados y hasta premiados, hay que reconocer que la tolerancia de las autoridades cubanas para con ellos contrasta y mucho con la que tuvieron en su momento con los autores ya mencionados como José Lezama Lima o Dulce María Loynaz.
Guerra escribe desde Cuba obras que no pueden leer sus compatriotas, al menos a través de los conductos oficiales.
Para acabar ya, toca destacar a una escritora como Wendy Guerra (1979), la cual representaría a buena parte de las generaciones más jóvenes que las de Padura o Rodríguez, en concreto aquellas nacidas varias décadas después de la llegada de los barbudos al poder y que ni siquiera tuvo tiempo de entusiasmarse con la revolución en sus inicios para después irse desencantando paulatinamente. Guerra representa, pues, las generaciones de cubanos que no han conocido otra cosa que el dogmatismo socialista, los períodos llamados especiales por no decirles de escasez y deterioro y, sobre todo, la sensación de que eso que sus dirigentes institucionalizaron como “revolución”, es incapaz de producir los cambios necesarios para abrirse al mundo en lo económico y sobre todo en lo político, quién sabe si porque al intentarlo cierta nomenclatura teme perder los privilegios detentados durante décadas a cuenta de la fidelidad más o menos ciega y la capacidad de resistencia y adaptación de la mayoría del pueblo cubano. Wendy Guerra es también el prototipo de la escritora cubana sumamente crítica con el régimen, pero que, sin embargo, escribe desde la isla con el beneplácito de las autoridades, obteniendo un reconocimiento internacional que se traduce en éxito de ventas y galardones de todo tipo. De hecho, el título de su primera y muy galardonada novela (Premio Bruguera, Mejor novela 2006 por El País, Premio Carbet des Lycéens en 2009, uno de los nueve mejores libros editados en Estados Unidos según la revista Latina), Todos se van (2006), resulta bastante esclarecedor, sobre todo por lo que cuenta en él sobre su infancia y juventud en la isla. Por si fuera poco, la novela ha sido adaptada al cine en 2014 por el prestigioso cineasta colombiano Sergio Cabrera. Desde entonces Wendy Guerra ha producido más de una docena de libros de todo tipo, novela, poesía, ensayo o antologías, entre las que destacaría su poemario Cabeza rapada (1996) y las novelas Nunca fui primera dama (2008), Negra (2013) y Domingo de revolución (2026). Como decía, Guerra escribe desde Cuba obras que no pueden leer sus compatriotas, al menos a través de los conductos oficiales, por haber sido ya prohibidas por su abierta hostilidad al régimen. Sin embargo, y a diferencia de lo que les ocurrió a escritores de otras décadas como Reinaldo Arenas, Jesús Díaz o José Lorenzo Fuentes, Guerra no parece haber sentido la necesidad de exiliarse en uno de sus frecuentes viajes al extranjero, “Sigo viviendo en Cuba porque es un acto de rebeldía”, en lo que sólo nos puede parecer un modo de adaptarse a los tiempos por parte de las autoridades cubanas, se supone que conscientes de que una represión de viejo cuño contra escritores de renombre internacional como Guerra les granjearía delante de la opinión pública internacional una fama todavía mucho peor de la que ya tienen. Con todo, Wendy Guerra ha sido, aprovechando para bien su proyección internacional, una de las escritoras más activas en prensa y redes sociales en apoyo de los manifestantes de este verano de 2021 contra el régimen cubano y, sobre todo, denunciando la inmediata represión sufrida por muchos de ellos. Ese apoyo le ha reportado no pocas amenazas que ella misma se ha encargado de denunciar como enésimo ejemplo de la hipocresía de un régimen que pretende vender una imagen de apertura y respeto por los derechos humanos que luego es desmentida por sus propios actos.
Lo curioso, ominoso más bien, en realidad una de las vergüenzas más grandes de nuestra época, es la connivencia de tanto y tanto supuesto escritor, siquiera ya sólo intelectual, de los países llamados occidentales.
En cualquier caso, he aquí un somero repaso de la relación de muchos de los más destacados e incluso laureados escritores cubanos con las autoridades de la autocracia castrista. Se trata en su práctica totalidad, tal y como creo haber podido acreditar, de una historia de exilios interiores y exteriores en los que se impone el pujo, primero censor y luego represor, de un régimen para el que la libertad de expresión, incluso de creación, siempre es una molestia que hay que vigilar, supervisar y, cuando procede, incluso eliminar. Un régimen que, al igual que todas las tiranías habidas y por haber, es enemigo declarado de la libertad individual y todavía más del espíritu crítico. Un régimen que persigue a los escritores que cuestionan sus verdades oficiales, da igual si lo hacen a través de denuncias directas o recurriendo al todavía más corrosivo sentido del humor. Un régimen que, sin embargo, se ampara en los nobles ideales de igualdad y progreso que según ellos ampara su revolución, pero cuya praxis a lo largo de los años no ha sido otra que la de cualquier autocracia socialista al uso. Un régimen que ha sabido construir una mitología romántica alrededor de su revolución y sus protagonistas para consumo exclusivo de los nostálgicos de las utopías revolucionarias de todo el mundo, convertir en propaganda sus éxitos en campos como la enseñanza o la salud en contraste con los de muchos de los países de su entorno y aprovechar la ignominia del embargo estadounidense para institucionalizar el victimismo. Un régimen que cautivó a escritores de la talla de Julio Cortázar o Gabriel García Márquez (amigo personal de Fidel Castro y al que en sus últimos años decía criticar muchas de sus decisiones), que acogió como propios a otros entusiastas de su revolución como Daniel Chavarría, pero siempre en función de los réditos propagandísticos que podían obtener del apoyo, cuando no pura fascinación, por parte de escritores que viviendo fuera no tenían que padecer la censura de las autoridades castristas, y se podían permitir el lujo de sostener una revolución que era implacable con sus colegas dentro de la isla.
Esa ha sido la historia de la relación de la autocracia castrista con la mayoría de sus más dotados y reputados escritores. Nada del otro mundo, por otra parte, si tenemos en cuenta que la relación de cualquier creador con una dictadura sólo puede pasar por la sumisión a los dictados de ésta o la censura bajo cualquiera de sus formas. Lo curioso, ominoso más bien, en realidad una de las vergüenzas más grandes de nuestra época, es la connivencia de tanto y tanto supuesto escritor, siquiera ya sólo intelectual, de los países llamados occidentales, aquellos en los que éstos disfrutan de todas las garantías de una democracia liberal con sus más y sus menos, pero en las que las limitaciones de la libertad de expresión nada tienen que ver con las de la autocracia castrista, todavía hoy en día con el régimen cubano. Parece evidente que para estos nostálgicos de la utopía revolucionaria, por lo general de sus años jóvenes, prima más la fidelidad a unos ideales que la historia ya se ha encargado de demostrar que se daban de bruces con la realidad de los países del llamado telón de acero, siquiera ya sólo la pose romántica o utópica frente al desagrado con su propio entorno, que la solidaridad con los de su oficio, la cual reside sobre todo en reivindicar la libertad de expresión como la principal, y casi única, conditio sine qua non que garantiza la creación bajo cualquiera de sus formas. Eso o, cuanto menos, reconocer que ningún sistema de gobierno que censure o persiga a un escritor, a cualquier creador, en suma, puede ser un modelo a seguir por muy nobles o necesarios que sean los principios sobre los que diga que se sostiene todo lo suyo.
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