La noche del miércoles al jueves tuve uno de los sueños más chorras que he tenido en mucho tiempo. Estaba en una pescadería y le pedía a la encargada que me hiciera filetes con todos los pescados que tenía expuestos para luego ponerlos uno encima de otro haciendo pila. Y poco más, porque al tratarse de un sueño real, y sobre todo tan surrealista, poco más se le puede sacar.
Luego ya al día siguiente, dándole vueltas a la perola, colegí que tendría que ver con el hecho de que el día anterior en Bilbao, mientras mi señora atendía una llamada telefónica, me puse a mirar el escaparate de una pescadería de lo viejo. Me fascinan las pescaderías desde pequeño, la variedad de peces y mariscos expuestos con su pieles lubricadas, todo indefectiblemente sexual, guarrilongo incluso, en.especial cuando la prscatera se ponía a limpiar el.pescado y te cubría de escamas, con sus tonos y dibujos de todos los tipos y tamaños, esos ojos que te miran como diciendo qué hago yo aquí, las bocas dentadas que inspiran todo tipo de pesadillas siniestras. Qué decir del marisco, sobre todo cuando todavía está vivo y ves cómo mueven sus tenazas como pidiendo auxilio; "sí, sí, ya te rescato, ya... para ir directo a la cazuela." Es todo de una crueldad tan asumida como apetitiva. Me recuerdo pensando todo esto y muchas cosas más siendo un mico en la pescadería de Beato Tomás de Zumárraga a la que me mandaba mi vieja, probablemente el recado que menos me fastidiaba de todos porque aquel mostrador con sus merluzas, congrios, sapos, pescadillas, lubinas, bacaladas, sardinas, anchoas, almejas, gambas, mejillones, calamares, chipirones, el bonito del verano... me apasionaba. Encima es que me gusta todo lo que sale del mar, todo. De hecho, podría alimentarme del mar en exclusiva si no fuera porque los precios se han disparado y porque los que viven conmigo no están por la labor. Y no me extraña, porque si me remito a la infancia recuerdo que comía pescado prácticamente todos los días, siquiera la mayoría de las cenas; merluza en salsa verde y con almejas, merluza con pimientos, a la koxkera con espárragos, rebozada, bacalao a la riojana, al pil-pil, también rebozado, congrio con patatas y pimientos, bacaladas y otros pescados del mismo tamaño siempre fritos, los gallos, el rodaballo para las ocasiones especiales, las anchoillas rebozadas, los mejillones de todas las maneras, los txipis en salsa negra, el arroz de marisco, el...
Lo dicho, me apasiona todo lo del mar, y no te digo ya de mayor que puedo echarle imaginación en la cocina con el fin de ir más allá del siempre limitado recetario de nuestras madres, tan apegado al terruño por pura inercia de las costumbres. Eso y haber descubierto conceptos maravillosos como el "mar i terra" que a la gente de nuestras latitudes le suena a verdadera sacrilegio. Qué maravilla ese pollo con cigalas que he comido varias veces en Girona. Qué puntazo meterle setas a una lubina. Qué rico el pescadito frito del sur, los oricios de Asturias, todas las formas posibles de preparar la sepia, el pez espada como lo preparan en Portugal con toneladas de cilantro...
Así que tengo entre mis traumas infantiles, y aquí una vez más aunque sé que lo he contado mil veces, la vez aquella en Mutriku, alucinado como estaba visitando los barcos de pesca que había entonces en el pueblo, allá por el Pleistoceno, después de habernos prometido los maridos de las primas de mi madre, llevarnos a faenar con ellos al día siguiente, toda la noche ansioso por hacerme a la mar, y al día siguiente que habían partido de buena mañana sin nosotros porque mi progenitor no se había levantado, no me había levantado, a tiempo. Entonces no lo entendí. Más tarde sospeché que la noche anterior debió haber farra o lo que fuera. Pues eso, otra muesca en la culata de los reproches filiales que tampoco es que haya ido a ninguna parte; anda que no tendría él también muescas en las de los reproches paternales.
Pues eso, hoy estoy tierra adentro y aun así todo me huele a kresala. Marcho a la pescadería para lo del arroz caldoso de marisco del domingo.
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