La reacción airada y genuinamente intolerante de los diputados de VOX hoy en el Congreso, primero protestando por la intervención en gallego del parlamentario socialista Besteiro, y luego abandonando el pleno como protesta, es a mi entender la expresión más sincera, auténtica, del pensamiento mayoritario de los monolingües castellanoparlantes hacia las lenguas, cooficiales o no, que se hablan en España además del castellano o español, que tanto monta, monta tanto.
Sí, porque lo de hoy en el congreso ha sido un acto con un claro contenido simbólico, o más representativo, que yo, por supuesto, celebro. Porque sí, claro que todos los diputados pueden entenderse, y se entienden al margen de la puesta en escena sobre la tribuna, perfectamente en castellano. Pero es que no se trata sólo de entenderse, sino también de escenificar, visibilizar, normalizar, la pluralidad lingüística de España de modo que cualquier ciudadano español sea consciente de la existencia de ésta, eso e institucionalizar la idea de que, pese a la existencia de una lengua común, los ciudadanos que se manejan en otra también tienen el derecho a expresarse en esa lengua en la institución que representa la voluntad democrática del conjunto de los ciudadanos españoles. Dicho de otra manera, ¿por qué un ciudadano de Ávila o Granada puede expresarse en su lengua materna sin ningún tipo de cortapisas en el Congreso de los Diputados, y uno de Gerona, Lugo o Donostia no?
Sin embargo, para qué engañarnos, si lo vemos, sentimos, a diario a nuestro alrededor, la inmensa mayoría de los monolingües en castellano no conciben la pluralidad lingüística de España como una riqueza cultural, más bien recelan de ella, o cuanto menos sienten una profunda incomodidad e incluso un desprecio instintivo. Un desprecio que se extiende, no tanto a la lengua en sí misma como concepto inanimado, sino sobre todo a sus hablantes, los cuales no sólo aman dichas lenguas y sienten en ellas, además de a la cultura que las respalda -sí, eso que los monolingües olvidan siempre porque para ellos cualquier cultura que no sea en castellano es por definición pequeña, paleta, despreciable, inútil-. Dicho también de otra manera; el monolingüe español considera que la poesía de Lorca es digna de encomio y la de Espriu, Rosalía de Castro o Aresti productos menores, desechables incluso. Y eso acontece ya sea porque para poder sentir riqueza cultural alguna hay que tener un mínimo de sensibilidad cultural, y de eso, ¡ay!, es más evidente que carece la mayoría de la ciudadanía española en razón del acreditado déficit educativo que padecemos en comparación con otros países de nuestro entorno, y ahí, en cualquier parte, están los datos al respecto para contrastarlo, en realidad el verdadero motivo de la intolerancia instintiva hacia todo lo extraño o nuevo que caracteriza al ciudadano de a pie, o porque siglos de supremacismo lingüístico en castellano alentado por la concepción de la idea nacional de España como una Castilla ampliada y poco más, no pasan en balde, o dicho de otra manera, no desaparecen de la noche a la mañana en el inconsciente colectivo de millones de españoles educados, ya sea en la escuela, en casa e incluso en la calle, en esa idea monolítica de España. De ahí, pues, mi convicción de que la inmensa mayoría de los españoles, en según qué grado de rechazo, si activo e incluso agresivo como el de los diputados de VOX, simplemente hostil como los del PP, o pasivo por conveniencia o no como el del resto y siempre con muy contadas excepciones, conciben la existencia de esa pluralidad lingüística de España como una molestia, un incordio, incluso un obstáculo o un peligro para alcanzar la ansiada uniformidad nacional en castellano al más genuino estilo jacobino de nuestros vecinos del otro lado del Pirineo. En cualquier caso, una molesta realidad a la que se han enfrentado según cada momento histórico de muy diferente manera, es decir, desde el más decidido propósito de erradicación más o menos programada durante siglos, y aquí hablo de lo que el occitano Robert Lafont denominó "colonialismo interno", o lo que es lo mismo, de todas las políticas y prohibiciones para convertir a las denominadas lenguas "regionales" en meras jergas domésticas tras negarles el acceso a la administración y a la enseñanza, de modo que sus hablantes las sintieran una rémora para su desarrollo personal o ya sólo profesional, al reconocimiento actual sobre el papel y casi que a regañadientes, sin verdadera convicción y generando todo tipo de críticas o resistencias por parte de los monolingües castellanos, los cuales, de repente, ven cómo las políticas lingüísticas de las diferentes administraciones autonómicas con lengua propia acotan la hegemonía, siquiera una vez más sobre todo en el papel, del castellano, y confunden la pérdida de los privilegios que derivan de esta, entre otros el derecho a la ignorancia de la lengua local para la función pública o en la enseñanza, y encima todavía tienen la poca vergüenza de hablar de "imposición lingüística" o "persecución del castellano". Con todo, si hay algo de el discurso en contra de las lenguas cooficiales o no de España de los monolingües castellanos que resulta verdaderamente ridículo, es el argumento de que potenciar dichas lenguas pone en peligro la unidad de España. Como mucho pondrá en peligró la idea de la uniformidad lingüística y cultural de España, esa tan extendida de que sólo es español lo que se hace o dice en español. Ridícula porque es precisamente al negar esa pluralidad lingüística de España, al despreciar la lengua y cultura de los ciudadanos de los territorios donde se hablan lenguas distintas al castellano, que se crea la desafección hacia la idea de España como estado en el que se puede ser un ciudadano verdaderamente libre: "¿Si ese señor de Ávila, o de donde sea, me insulta porque reclamo los mismos derechos para mi lengua que tiene la suya, por qué debería compartir la ciudadanía con él? ¿Si la mayoría de mis conciudadanos desprecian mi lengua, se oponen a que yo tenga los mismos derechos con ella que ellos ya tienen con la suya, si manifiestan una clara voluntad, o ya sólo deseo, de que mi lengua desaparezca para que la suya sea la única del estado al que pertenezco, por qué debería permanecer en ese estado y no abogar por la creación de otro que se garantice la defensa de mi lengua y su cultura? No es la idea de España como un estado plural en lo lingüístico, e incluso en lo nacional, la que pone en peligro su unidad, sino más bien aquellos que la conciben de una sola manera excluyendo por principio a todos los que la conciben de otra. El nacionalismo obligatorio, ya sea el español o cualquiera de los periféricos, tiene por principio un grave problema con la pluralidad e incluso con la democracia.
Por eso hoy ha sido tan importante, e incluso emocionante, poder oír por primera vez las lenguas cooficiales de España desde la tribuna del Congreso en pie de igualdad con la lengua común, sí, como los discursos en contra de los defensores del supremacismo castellano con todos sus prejuicios y desprecios hacia dichas lenguas. A decir verdad, lo de hoy ha sido, y mira qué paradoja viniendo de donde viene el dicho, una verdadera pica en Flandes. Me refiero, por supuesto, en cuanto a la lucha por conseguir el verdadero reconocimiento social de la tan cacareada diversidad por todos.
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