Entiendo que la pesadilla de esta semana está relacionada de alguna manera con la culebra de verano de las últimas semanas. Pues resulta que me veo de vuelta al cole, y eso ya es una pesadilla, y más en concreto a la clase de gimnasia, doble pesadilla, donde oficiaba de capullo a la grande un tipo bastante conocido, y sé que respetado y hasta querido, por haber sido jugador y entrenador del Baskonia en sus primeros tiempos, como que soy de la opinión que la adoración que siente hoy en día la peña por los deportistas no es muy diferente que la sentían no hace mucho por los veteranos de la Legión Azul, en la Edad Media por los cruzados matamoros, en Roma por los emperadores al estilo de Cómodo el gladiador y así todo por el estilo. Se trataba de uno de esos profesores de gimnasia que entendían la asignatura como una ocasión para humillar a todo aquel chaval que flojeara en lo que fuera. Dicho de otra manera, un sargento chusquero de civil al que se le notaba a la legua lo mucho que le fastidiaba dar sus clases y de ahí que en cuanto tuviera una oportunidad para entretenerse humillando a otros no dudara en aprovecharla. Algo que, para qué engañarnos, también solía ser del agrado de la mayoría de sus alumnos siempre y cuando no les tocara a ellos, claro; pero, la masa, ya sabemos, cobarde y borreguil por definición. Eso y que, repito, soy de la opinión de que la mayoría de la gente admiraba y admira a los tipos como el capullo en cuestión porque en el fondo les encantaría estar en su lugar para poder ejercer la impunidad que ejercía él a la hora de humillar al prójimo; luego ya si eso te lo justifican con mierdas del tipo de que así se imprime carácter a la chavalada, que más dura es la vida y así van aprendiendo o cualquier otra mierda por el estilo. En mi opinión, que es la misma que cuando era chaval, lo que pasa es que siempre ha habido mucho fascista encubierto, ya sea por simple idiocia o puro sadismo, que procura dar rienda suelta a sus instintos ahí donde puede, donde le dejan. Algo que se veía entre los chavales cuando alguien confesaba sus querencias por la cosa militar, policial, los scouts o ya sólo por entrenar equipos de lo que fuera.
El caso es que a servidor no se le daban mal la mayoría de las cosas que había que hacer en la clase de gimnasia. De hecho, y esto supongo que por haber sido siempre uno de los cuatro cinco alumnos más altos y corpulentos de mi clase, en algunos ejercicios solía ser imbatible, ya fuera las carreras de cien o cincuenta metros, cualquiera consistente en poner a prueba la resistencia física y no digamos ya los de fuerza; aquí siempre recuerdo que cuando tocaba lanzamiento de bola poco más que tenía que ir hasta Miranda a recogerla... Sin embargo, en otros era un verdadero desastre por patoso. Nunca fui capaz de hacer el pino, tampoco de subir la cuerda y no digamos ya saltar el plinton de los cojones -con el potro, en cambio, ningún problema, como que casi me llegaba por los... y prácticamente no tenía ni que saltar- un verdadero potro de tortura para un servidor porque ya en las primeras ocasiones que lo salté no me descalabré de puro milagro.
Bien, por en el sueño de esta noche estaba de vuelta con doce o trece año a la clase de gimnasia con el Blockfürher (suboficiales nazis de los campos de exterminio) en cuestión. Sin embargo, en vez de estar el gimnasio del cole. nos encontrábamos en la costa asturiana con el plinton colocado justo en el borde de un acantilado. De ese modo, los chavales que iban saltado sobre el plinton haciendo una voltereta caían de inmediato al vacío, es decir, al mar, de donde se supone que tenían que regresar a nado, si podían, claro. Y en eso llega mi turno. Pero, una vez más y tras coger carrerilla, me freno en seco delante del plinton. Y en eso que veo al exbaskonista abalanzarse sobre mí hecho un energúmeno.
- ¡Arinas! ¿Otra vez? ¿Te pesan los cojones o es que sólo eres idiota? Tan grande y tan nenaza. ¿Tengo que llamar a tu mamá para que te ayude a saltar?
Esa debió ser la primera y la última vez que amagaba con meterse conmigo como solía ser su costumbre con otros. Sí, porque si de algo venía aprendido de casa era de uno de los mantras con los que siempre me aburría mi viejo, casi que ordenaba: "No te dejes humillar nunca. A nosotros no nos humilla nadie." Así pues, fue acusar los insultos del entrenador chusquero y reproducir el ceño fruncido de mi viejo, de mi abuelo incluso, cuando les hervía la sangre por lo que fuera, algo así como el Vesubio en plena erupción. A decir verdad, debí poner tal careto de odio, tal gesto de vuelve a decirme algo que la vamos a tener, y a mí me echarán del cole, vamos, que encima me harán un favor, pero tú no vuelves a tener esa cara de chuloputas en acción en mucho tiempo, que el capullo en cuestión rebajó el tono ipso facto -luego, por supuesto, ya me lo hizo pagar con las notas durante casi todo el curso, qué digo, hasta que por fin pude huir de aquel colegio de meapilas y tarados-.
- ¿Cómo que no se puede saltar y dar una voltereta sobre el plinton con tu estatura? Mira, yo soy más alto que tú y puedo.
Y en eso que veo al profe saltar el plinton, dar la voltereta, caer al vacío y... de repente que aparece un gigantesco tiburón blanco, llámalo megalodón si quieres, que dando un tremendo salto atrapa al capullo entre sus fauces y lo engulle para luego desaparecer en las profundidades del Cantábrico.
- ¿Otra pesadilla? -pregunta mi señora tras despertarme con el sobresalto de rigor.
- No sé, no estoy seguro; esta vez ha sido con final feliz.
- Serás guarro...
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