La pesadilla de esta semana fue durante la noche del lunes al martes tras el
temporal de la noche anterior y recordarme mi madre, como todos los años, que
el lunes a la tarde era la romería de Olarizu, ya me dirás tú para qué a casi
trescientos cincuenta kilómetros de distancia desde donde me encuentro.
Pesadilla que, como suele ser habitual en mí, procuro plasmar por escrito al
día siguiente todo lo fidedignamente que puedo.
Pues bien, resulta que en mi sueño había
arrastrado a mi familia hasta la campa de Olarizu en Vitoria con el propósito
de echar la tarde subiendo hasta la cruz y así de paso que me sudaran un poco
los cachorros, que no todo va a ser play y móvil. Entonces descubro que es el
lunes de septiembre cuando se celebra la llamada Romería de Olarizu, una
romería a la que recuerdo haber ido de canijo en más de una ocasión dado que
los primos a los que visitaba todas las semanas vivían en el barrio de Adurza,
vamos, a tiro de piedra de la campa.
Claro que ahora tengo un porrón de años,
una familia y no soporto las multitudes, es decir, más de cinco personas a mi
alrededor. Con lo que me doy de bruces con una turba humana -tengo para mí, o
será la cosa esa de la memoria traicionera y así, que la romería de ahora está
masificada en comparación con las de cuando era crío- y toda la parafernalia al
uso de las romerías del país con sus bandas de alegres y estridentes
txistularis o dulzaineros, y, de un tiempo a esta parte, también jóvenes ciclados
con auto-tunes portátiles varios o vete a saber qué otra especie de estas que
dedican su tiempo y esfuerzo a llenarte los oídos de chatarra musical en la
convicción de que propagarla es su principal cometido en este mundo. Eso junto
con las txoznas y su hedor a fritanga
de todo tipo, el de la grasa de la txistorra para los talos a la cabeza de
todos. Sin olvidar, por supuesto, más contaminación acústica junto a la barra
de las txoznas desde sus altavoces
para lo de evitar a toda costa que la gente no tenga que hablar a gritos y
pueda decirse algo interesante, que igual habría que empezar a plantearse que
si en Euskadi no se folla es porque no hay manera de que te oiga la persona que
tienes delante cuando uno, o una -no la vayamos a tener por culpa del
neutro...- le propone un conocimiento carnal más exhaustivo que unos meros y
pacatos besos a modo de saludo. Y luego toda la peña "apetuguñada"
ahí, que es como le dicen en Asturias a apretujarse unos con otros al estilo de
los barracones de los campos de exterminio y por estilo, que ahora no se me
ocurre otra cosa. En cualquier caso, si yo ya me agobio en la playa cuando hay
gente a cien metros de mi toalla.
- ¡Aita! ¿Para qué es ese palo en medio de la campa?
-pregunta cualquiera de mis dos cachorros.
- Es una cucaña, la ponen para que el primero que
consiga subir hasta arriba se lleve un premio.
- ¿Qué premio?
- Un jamón, un queso de Idiazabal, una botella de
cosechero o de sidra, una medalla al mérito civil. Yo qué sé, ya me estoy
agobiando. Venga, salgamos de aquí.
- ¿Hacia dónde?
- Hacia la montaña, cuando uno quiere huir de algo
siempre tiene que tirarse al monte. Sí, soy un asqueroso y no aguanto a tanta
gente junta.
- ¡Pero si la gente que está subiendo hasta la cruz
forma una verdadera marea humana.
- Subiremos por un camino alternativo que conozco de cuando
era crío.
Así que emprendemos el ascenso hacia la
cumbre del Kutzemendi (Monte de la cruz en dialecto occidental), que es como se
conoce desde el siglo XV (y también como Kurutzemendi, Lukurumendi -cuya
curiosa traducción no es otra que "Monte de la usura"...-, o ya más
recientemente, Santakruzgana), que es como se llama por mucho que todo quisque
se empeñe en decirle el Alto de Olarizu, siendo Olarizu sólo la zona de la
campa donde se ubicaba la antigua aldea de Olarizu y de la que la casa de la
dehesa de hoy en día sería lo más parecido a un vestigio si no fuera muchísimo
más posterior.
En fin, topopedanterías aparte, que empezamos a subir hacia la cruz por
uno de los lados del monte donde apenas se ve gente. En realidad lo hacemos por
la parte de Mendiola -el pueblo de los campeones que hace un par de años
querían derribar la cruz para, sobre todo, tocarnos los cojones a los de la
capital con la murga de que se trataba de un vestigio franquista y bla, bla,
bla, pero no, no lo era- tras dar un rodeo con el que mi señora y vástagos
empiezan ya a refunfuñar a mis espaldas. Y digo a mis espaldas porque siempre
que nos da por ir al monte suelo ser yo el que camina varios metros por
delante, a veces llego al kilómetro, ante la poca disposición o ganas que le
echan los que me acompañan.
- ¿DE VERDAD TENEMOS QUE SUBIR HASTA ESA CRUZ? -creo
escuchar el grito de alguno de los bultos que apenas consigo distinguir en la
lejanía.
- ¿No dijimos que íbamos a hacer algo de ejercicio por
las tardes?
- ¿Y TIENE QUE SER CON ESTOS NUBARRONES ENCIMA?
- ¿Qué nubarrones?
Pues oye, es preguntar y caer el diluvio universal
sobre nuestras cabezas.
- ¡VENGA, NO OS QUEDÉIS AHORA ATRÁS? -grito en la
convicción de que si hacemos un último esfuerzo podemos llegar hasta la cima y
refugiarnos bajo la cruz.
- ¡UNA MIERDA VAMOS A SEGUIR SUBIENDO! NOS QUEDAMOS
DEBAJO DE ESTE ÁRBOL HASTA QUE AMAINE -escucho la que es una orden sin el menor
atisbo de duda por parte de la madre de mis hijos.
- ¡NI SE OS OCURRA QUEDAROS AHÍ PARADOS CON LA QUE
ESTÁ CA...!
No me da tiempo a terminar la frase
cuando veo que una lengua de agua que desciende desde la cumbre me arrastra con
ella. En el arrastre veo a mi familia a cubierto bajo un arce a un lado del
camino y, lo que es peor, cómo de repente, al llegar el torrente a un desnivel,
me veo dando un salto que me envía por los aires hasta el extremo de la cucaña
en mitad de una campa convertida ahora en un inmenso barrizal.
- ¿Qué, qué hostias soñabas que me has vuelto a
despertar con un grito?
- Perdone usted, como la señora duerme siempre como un
tronco y casi nunca tiene pesadillas.
- Duermo todas las noches con una al lado.
- Lo que tú digas.
- ¿Adónde vas ahora?
- Al baño a mirar si tengo algo en el culo; me duele
una barbaridad.
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