martes, 19 de diciembre de 2023

EL BELÉN DE MI MEMORIA

 




   Tengo para mí que cada año me esfuerzo menos en poner el Belén y que además me queda más cutre. De hecho, y quién lo diría con lo Grimch que es uno por estas fechas, poco más que un retahíla de compromisos extenuantes y penosas nostalgias, si me empeño en ponerlo a pesar de la indiferencia generalizada del resto de la peña que pulula por esta casa, es precisamente como un acto de tozudez, llámalo rebeldía incluso, ante el inexorable paso del tiempo que hace que aquellos con los que años ha compartía el momento de abrir las cajas donde guardamos de un año para el otros las piezas y figuras del Belén, aquellos a los que braseaba a base de bien en el momento de disponer cada pieza o figura sobre su escenario de acuerdo con la ortodoxia de una Historia Bíblica más falsa que la presunta neutralidad de la Unión Europea en el conflicto palestino-israelí, apenas se dignan en salir de sus guaridas provistos de todo tipo de artilugios informáticos para contemplar el resultado de mis esfuerzos.
Por eso y porque siempre aprovecho el momento, y sin que falte la música de Sam Cooke de fondo, para regodearme en la nostalgia de la infancia. Así no puedo evitar recordar los días previos a la colocación del Belén en el piso de la Avenida, cuando, como todos los años, lograba convencer a mi madre de que que se habían extraviado un montón de figuras del año anterior y que se imponía acercarse hasta la tienda de la calle Gorbea donde servidor acudía con la único intención de proveerme de nuevos efectivos para la ya nutrida tropa de legionarios romanos que año tras año iban ocupando más espacio haciendo a un lado a otros personajes del Belén. De romanos y también de unos pastorcillos vestidos con un jergón de lana burda que luego iban a engrosar la tribu bárbara con la que todos los años por aquellas fechas se enfrentaban al poder romano en el salón de mi casa a espaldas de mis progenitores. Porque, lo confieso, a mí el Belén y toda la mandanga navideña a su alrededor siempre me la trajo floja. A mí lo que me privaba era la ocasión para jugar con los romanos y los pastorcillos, devenidos en fieros bárbaros de vete a saber qué ignoto "limes" del Imperio. Y si sigo siendo sincero, diría que hoy en día el propósito sigue siendo en parte el mismo, pues recuerdo haberme hecho cargo de poner el Belén con el único propósito de poder colocar año tras año los playmobils de romanos que les regalaban a los cabestros cuando todavía era niños. La única diferencia es que ahora no juego a escondidas, en este caso de mi santa esposa, con los romanos. Todo lo más me conformo en poner la tropa en marcha hacia el portal donde les espera la Mari, el carpintero cornudo y el crío recién nacido, e imaginar, porque por algo llevo una mochila sobre mis espaldas repleta de traumas de todo tipo que somatizo a través de una capacidad fabuladora desquiciada de veras, que la destrucción  de Belén por orden del emperador Adriano durante la rebelión de Bar Kojba en el siglo II en manos de las sanguinarias legiones romanas, se adelanta al año 1 de nuestra era.
Como decía, se trata de uno de los momento del año que mejor y con mayor intensidad doy rienda suelta a la añoranza de la infancia perdida. Sin embargo, este año me he dado cuenta de que puede que esté envejeciendo más rápido de lo que esperaba, pues, a pesar de haberlo intentado denodadamente, no consigo recordar el nombre de la librería de la calle Gorbea donde compraba no sólo las cosas del Belén por Navidades, sino también casi todo el material escolar a lo largo del año. Me he esforzado en recordar el nombre y no he sido capaz. Y no es tema menor, porque se trata de un nombre que consideraba innata a mi infancia y no hay tu tía. Eso y que para los chavales de ciudad los nombres de las tiendas, bares y cualquier otro tipo de establecimiento del entorno donde han crecido son poco más que hitos en su memoria a los que recurrimos para reconstruir nuestra biografía, como supongo que hacen también los del campo lo hacen con los de los campos de labor, fuentes, los ríos, arroyos, montes, simas o lo que sea de su pueblo. De modo que enseguida me he impuesto recordar los nombres de otros establecimientos de la Avenida y las calles aledañas donde transcurrió mi niñez, y a los que solía acudir casi que a diario como tierno recadero de las necesidades o meros caprichos de mis progenitores, y me he dado cuenta de que, en efecto, mi memoria empieza a acusar la presencia de demasiados agujeros, con lo que me he dicho a ver si va ser verdad aquello que nos decían de chicos de que el alcohol mataba no sé cuantas neuronas...
En fin, ya sé que bien podía haber buscado el nombre de la librería de marras en Google, o preguntar a quien fuera; pero, para qué engañarnos, esta entrada habría carecido del dramatismo impostado con la que la acabo.

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