En esta ocasión no toca la pesadilla o sueño más o menos chusco de la semana. No, como esta noche vienen los Reyes, me refiero a los de Oriente para traernos regalos, no a los Borbones para meternos la mano en el bolsillo, rescato un sueño recurrente de cuando era un mocoso. Un sueño que estoy convencido de haber compartido con muchos de vosotros durante la infancia, y que no es otro que el de despertarnos en mitad de la noche creyendo haber oído un ruido procedente del salón donde se encuentra el árbol de Navidad con los calcetines colgando para que sus majestades de Oriente dejen sus juguetes, dentro o al lado, porque vivimos en un piso y tampoco somos precisamente de esas familias que se dicen pudientes como para tener una chimenea en casa. Entonces soñamos que nos levantamos de la cama para acercarnos a hurtadillas hasta el salón, que procuramos abrir la puerta despacio y sin meter ruido para comprobar a través de un hueco mínimo que, en efecto, se trata de Melchor, Gaspar y Baltasar que han llegado a casa a cumplir con su cometido. Sin embargo, la emoción es tanta que no nos damos cuenta de que abrimos demasiado la puerta y en una de esas uno de los reyes gira la cabeza, por lo general el negro que siempre anda al tanto, supongo que por si aparece algún agente de la ley para pedirles los papeles, y nos descubre. Entonces salimos disparados hacia nuestro cuarto para escondernos debajo de las sábanas hasta el día siguiente. A la mañana, sin embargo, nos levantamos con el corazón en un puño porque tememos que al ir al salón nos vamos a encontrar los alrededores del árbol vacíos como castigo por nuestra osadía durante la noche. Luego ya comprobamos que todos nuestros temores eran infundados, porque, como no tardaríamos en saber unos pocos años después, los Reyes son los padres y no va a ser tan hijos de puta como para traumatizar a sus retoños sólo por echar unas risas con lo caro que les puede salir eso luego en sicólogos. Eso y que los reyes de verdad tampoco son muy de hacer regalos sino más todo lo contrario, los lacayos a la caza de favores se los hacen a ellos, tipo el yate Bribón, los picaderos de lujo en la Sierra, las cuentas ocultas en paraísos fiscales a nombre de testaferros y todo así.
No obstante, hubo un año durante mi infancia, cuando todavía vivíamos en el piso de la Avenida Gasteiz, si es que no seguía siendo la del Generalísimo, tampoco me voy a poner ahora a hacer cuentas, que soñé que me dirigía hasta el salón y al ir a abrir la puerta me encontraba, en lugar de al trío regio, a tres fulanos de la secreta que apenas unos pocos días antes habían pasado por casa preguntando por un tal José María Arinas a cuenta de no me acuerdo bien qué mandanga subversiva o así como muy de la época, a lo que mi señor padre no le quedó otra que preguntarles con una apenas disimulada media sonrisa:
- ¿Está seguro, agente, de que se trata de mi hijo?
- ¿Está sugiriendo que la policía no sabe lo que hace?
- Mire que el chaval sólo tiene ocho años...
- Ya...
- ¿No se habrán confundido de apellido?
- ¿Y su hijo no es demasiado mayor ya para creer en los Reyes Magos?
Pues este, amiguitos, es de las pocas pesadillas que recuerdo de mi infancia y también de las pocas de verdad que suelo traer aquí.
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