Ayer me llevó T a conocer San Esteban de Pravia, en la margen izquierda de la Ría de Pravia, en la desembocadura del río Nalón en el mar Cantábrico. Se trata de una villa que sufrió un gran auge y crecimiento desde finales del siglo XIX hasta mediados del XX ya que fue utilizado como puerto industrial para dar salida al mar al mineral de carbón extraído en los valles mineros de Mieres, Aller, Riosa, Teverga, Quirós, Cangas del Narcea y Tineo, entre otros. Y hoy en día, como en tantos y tantos otros lugares de Asturias, apenas una reliquia del exuberante pasado industrial de la región.
Me encanta que T todavía me lleve a conocer estos sitios y sobre todo en invierno, la mejor época a mi juicio para visitar la costa asturiana ya vacía de las hordas que acuden a ella tras el reclamo del Paraíso Natural. Me encanta conocer estos enclaves que me obligan a imaginármelos en su época dorada, en pleno frenesí extractor del mineral que dio origen a una de las páginas ya periclitadas de la Historia asturiana y que ahora tiene el irresistible encanto de eso que llaman arqueología industrial. La región está repleta de ellos y sus autoridades han procurado sacarle una rentabilidad turística con mayor o menor éxito, sobre todo en las Cuencas donde hay varios museos de la mina que atraen a miles de personas al año.
Luego ya resulta difícil imaginarse como se sostiene la vida de los que todavía viven en estas zonas en apariencia tan apartadas y volcadas ya irremediable y casi que exclusivamente al sector servicios. No lo sé, después de estar en el lugar recopilo toda la información que puedo y escribo estas notas que luego irán al blog y puede que un futuro relea ahí mismo.
En cualquier caso, una mañana de sábado deliciosa caminando en familia, nuclear, donde siempre eres tú y no la versión que otros tienen de ti, o más bien les interesa, sean quien sean, y más que nada porque así suelen ser las relaciones entre al fin y al cabo extraños y no hay que darle más vueltas al asunto.
Como había que celebrar la ocasión de estar juntos y disfrutones, tocó arrimarse al restaurante que hay al final de la ría, Puerto Chico, un local que podría pasar por un chiringuito con pretensiones y la verdad que las cumple con creces. Delicioso el carpaccio de pulpo, las berenjenas rellenas de centollo. El arroz con calamares en su tinta, que decían el plato estrella de la casa, no estaba nada mal. También yo soy de muy conformar, me hago a todo siempre que esté bien hecho, con cariño. Otra cosa es que la tinta del calamar en Asturias la hagan prácticamente tal cual, nada que ver con la que hace mi madre con su cebollica, sus pimiento choricero y un poco de salsa de tomate casera. El sabor de la tinta aquí conserva toda su potencia marina, lo cual, mezclado con el inevitable alioli, da como resultado un pelotazo salado de no te menees. Nada que no arregle, o algo así, la pastilla para la tensión.
Como buena parte del malecón junto al restaurante estaba cubierta de piedras, troncos y ramas que el temporal había depositado ahí en los días anteriores, le preguntamos al camarero, medio en veras, medio en broma, si no habían pasado miedo. Él nos confesó que sí. Sobre todo de ver arrasado el chiringuito porque había habido olas de hasta quince metros y más. ¿Una exageración? Da igual, ojalá lo fuera porque creo firmemente que esa debe ser la obligación de cualquiera al que se le pregunta por estas cosas: exagerar todo lo que pueda. Ayuda a hacer la vida más interesante. Lo contrario, atenerse a la realidad de los hechos es cosa de moñas, gente con mentalidad de notario o de médico de hospital.
Pues eso, que muy bien y muy contento de que mi señora me lleve de excursión. Anda que no hay sitios todavía para descubrir en el paraíso natural e industrial.
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