He vuelto a tener uno de esos sueños recurrentes desde que era chico -oye, qué maravilla esto del subconsciente que te "echa" el mismo sueño a lo largo de toda tu vida como una peli de vaqueros de la ETB2 o una de Paco Martínez Soria en Cine de Barrio de la TVE1-. Resulta que, como de pequeño vivía en un portal a poco más de cincuenta metros del Hotel General Álava de la Avenida Gasteiz de Vitoria, solía jugar con otros chavales de acuerdo como era la costumbre en aquella lejana y oscura, casi prehistórica, época sin artilugios electrónicos de ningún tipo, esto es, sobre la acera de nuestra calle, la cual, al ser la de la avenida principal de la ciudad, era bastante amplía en comparación con las demás. La mayoría de las veces jugábamos al balón, justo al lado de la entrada del hotel. No eran pocas las veces que el balón se nos iba más allá de la portería improvisada con las mochilas, o lo que fuera, y acabábamos jugando delante de la entrada del hotel. Entonces no tardaba en aparecer el conserje con su uniforme con gorra de plato, hombreras de gala, cordones dorados y hasta guantes blancos, para advertirnos que no podíamos jugar delante de su hotel, que molestábamos a los clientes. Supongo que nos daría un primer aviso más o menos sosegado, las siguientes veces ya era todo gritos, improperios y advertencias por parte de aquel empleado del hotel con uniforme de general. Sin embargo, como en realidad a lo único que está obligado un crío es a desobedecer a los mayores, no tardábamos en volver a darle a la pelota delante de sus propias narices. Entonces aquel general de pega no se lo pensaba dos veces y nos arrebataba el balón a las bravas dejándonos con un palmo de narices, ya que, enseguida desaparecía con él tras las puertas de cristal del hotel, un territorio que los chavales concebíamos de los mayores en exclusiva, tan prohibido como aquel otro del bar de copas, "de tetas" que decíamos, que había justo al lado de mi portal.
Llegados a este punto parecería que el motivo del sueño recurrente que me ocupa estaría relacionado con el robo del balón que acabo de referir. Pues no, en realidad no se debe tanto al robo repetido del balón por parte de aquel lacayo uniformado, como al día que pretendió hacer lo mismo con la pequeña bicicleta que recién me acababan de traer mis tíos de Venezuela y con la que yo, siendo un verdadero mico, acostumbraba a dar vueltas a la manzana de casa cual un ciclista en una etapa de montaña. Parece ser que a aquel tipo uniformado, el cual, entre tantos "chillos" y amenazas, ya se me antojaba lo más parecido a un oficial de las SS haciendo horas extras, pues no he sido y soy poco peliculero ni nada, tampoco le parecía bien que pasara delante de su hotel a toda la pastilla de la que era capaz con mi minúscula bici marca Torrot -gracias, memoria-. Así que una de esas se interpuso en mi camino e hizo amago de querer arrebatarme la bici al igual que solía hacerlo con el balón. Yo no podía concebir ver desaparecer el regalo de mis tíos tras las puertas del hotel, de modo que creo recordar que debí montar una bulla de campeonato entre berridos, insultos y algún que otro sollozo. Tanto como para que al Himmler aquel de provincias no le quedara otra que desistir en su empeño ante el público que empezaba a concentrarse a nuestro alrededor atraídos por el bullicio. Me dejó marchar, no sin antes redoblar sus amenazas. Entre ellas, recuerdo como si fuera hoy, la de meterme a mí dentro del hotel hasta que vinieran mis padres a buscarme al objeto de ponerles sobre aviso de la temprana actividad delictiva de su vástago. Supongo que se trataba de algo muy de la época, algo inconcebible hoy en día, donde a poco que un adulto le ponga la mano encima a un crío saltan todas las alarmas y al rato aparece alguien gritando: "¡Pederasta, pederasta!"
El caso es que desde entonces hasta hoy, si bien que con mayor o menor frecuencia, suelo soñar que paso delante de las narices de conserje del General Álava, casi siempre embutido en su uniforme de gala de oficial de las SS. A veces lo hago con un balón, otras en bicicleta. Esta noche lo hice de las dos maneras. Iba en bici sujetando el manillar con una mano y con la otra un balón de cuero reglamentario. Entonces también Herr Conserje se abalanzaba sobre mí con a saber que aviesa intención. Solo que hoy no procuraba zafarme de él a toda velocidad. En la pesadilla de esta noche me bajaba de la bici, cogía el balón con las dos manos, apuntaba hacia el conserje y, ya cuando prácticamente estaba a mi altura, le pegaba un chute en todos los morros que lo tiraba de espaldas como si en realidad hubiera recibido un cañonazo en toda regla.
Así que, a diferencia de lo habitual con las pesadillas, me he despertado de golpe, sí, pero exultante, como si por fin me hubiera desquitado, no ya del pobre currela que entonces no hacía otra cosa que cumplir con su deber ataviado por sus jefes de tan ridícula manera, sino más bien de todos los gilipollas con pretensiones marciales, o ya directamente fascistas, que de un tiempo a esta parte no paran de arreciar sus voces en todos los medios a su alcance.
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