El de hoy no es uno de esos sueños o pesadillas de pega que me invento para fantasear a mi antojo. No, esta vez voy a intentar contar la pesadilla que he tenido esta noche poco antes de levantarme con los primeros rayos de la mañana. Lo hago porque pocas veces suelo tener tan frescas mis verdaderas pesadillas como para luego poder plasmarlas de inmediato por escrito. Y si luego resulta hay algún loquero en la sala o por estilo, pues oye, unas risas y tal.
En mi sueño me dirigía a la oficina de la empresa de import-export en la que estuve de administrativo o así durante cinco o más años, no sé ni me importa. Pero, en lugar de encontrarse la oficina donde estaba, yo llegaba al portal de la casa donde viví de pequeño en la Avenida Gasteiz. Ahora, lo curioso es que la acera de la Avenida daba justo al mar como si un muelle se tratara, por lo que servía de playa improvisada para que la gente tomara el sol o se bañara como si estuviéramos en el Cantábrico. Luego entraba al portal y me lo encontraba en obras. Entonces un operario me informaba que habían acabado de instalar el aparato del aire acondicionado para todo el edificio y que tenía la factura colgada en el ascensor. 20.000 euros del ala. Así que subía las escaleras de dos en dos hasta la primera planta donde estaba la oficina y nada más entrar blandía la factura a modo de prueba de mi indignación. Empero, el montante no sólo no escandalizaba a nadie de los presentes, sino que además al dueño del chiringuito y su comercial al mando les parecía pecata minuta. Momento en el que decidían que ya era la hora del almuerzo y me dejaban al cargo de las posibles llamadas. En eso que de repente llegaba otro de los comerciales con los que trabajé durante un tiempo. Un tipo tan entrañable como indolente en todo y con todo. Flaco, desgarbado en su eterno traje a desmedida, barba de cura ortodoxo, un amago de melena rala y una napia de esas ganchudas como para colgar varias maletas. Un comercial al que estoy seguro que los clientes le hacían pedidos única y exclusivamente por las risas que echaban con él cuando les contaba, como lo hacía conmigo, los pormenores de sus azarosa vida sentimental y otras calamidades.
- ¿Dónde están los demás?
- ...
- Pues nosotros no vamos a ser menos. Cierra el chiringuito y vamos a meternos unos pelotazos en el piano bar del hotel...
Era el único comercial con el que no me importa tomar algo porque, en lugar de pretender impresionarme con sus reiterativas y soporíferas proezas en el mundo de la compraventa, me divertía más que nada, no tanto por las anécdotas de su descuidada e impredecible cotidianidad en sí mismas, sino por el modo desenfadado, casi que apático, como si lo que contaba de sí mismo en realidad no fuera con él, con el que lo hacía.
- Tú toma los que quieras; pero, yo con un gintonic voy que chuto, que como me vuelva a parar la "zipaiantza" entonces sí que se me cae el pelo.
- Hostia, es verdad. ¿Pero no te habían quitado todos los puntos después de lo de...?
- Sí, como para que no después de estampar mi coche contra la casa de mi ex mujer.
- ¿Y cómo cojones has venido a Vitoria desde Arceniega?
- Pues cómo quieres que venga, con el de mi actual compañera... (sí, sí, de ahí lo de mi "actual compañera...)
- ¿Sin carné?
- Lo de la "zipaiantza" sería de lo de menos. Lo malo es que le haga un rayón o algo por el estilo al coche, con lo cuadriculada que es la maestra de Zalla.
- Pues ya sabes, un gintonic como mucho.
Al rato J que se empeña en acercarme a casa después de haberse ventilado seis o siete gintonics, y harbele entrado hasta a una monja que pasaba por allí, mientras me contaba por enésima vez su vida sentimental al completo desde prácticamente la primera vez que le puso dura con su correspondiente polución con trece o catorce años allá en su pueblo del valle de Ayala mirando a la vecina dar de comer a las gallinas.
- No me monto contigo ni loco. Y tú tampoco deberías hacerlo.
- Mira chaval, yo me he bajado desde mi pueblo hasta Málaga en un solo día puesto hasta arriba de...
- ¡Que no!
- ¡QUE MONTES, HOSTIA!
Y en eso que monto y al segundo veo a J estampar el coche de la maestra de Zalla contra el piano bar del hotel junto a la Avenida llevándose por delante la cristalera, al pianista y puede que también a un turista de Minnesota.
- ¡No me lo puedo creer! ¿Otra vez?
- Calla, que echo para atrás, salimos pitando y aquí paz y mañana gloria.
- Cagüentodo, se me han clavado cristales hasta en las orejas.
- Ya te digo, para habernos matado...
Luego ya me he despertado con este sentimiento de agobio e incertidumbre sin límites que se me queda cada vez que vuelvo de una pesadilla de las de veras.
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